Alberto Zurrón - Historia insólita de la música clásica
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- Libro:Historia insólita de la música clásica
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2015
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Historia insólita de la música clásica: resumen, descripción y anotación
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Aunque la música no necesita más que ser escuchada y disfrutada, cualquier libro que tiene por objeto su divulgación debe ser saludado con alegría. Es el caso de este nuevo libro de Alberto Zurrón.
Tanto la obra de un compositor como su interpretación están íntimamente ligadas a la personalidad de cada uno y a sus circunstancias vitales. Por ello es siempre interesante conocer dichas circunstancias, porque pueden ayudar a un mejor conocimiento de un compositor o de un intérprete.
El hecho de estar escrito este libro por alguien que no es músico profesional le proporciona un interés añadido, pues no cae en la tentación de ser sólo apto para profesionales de la música, sino que se dirige a un público mucho más amplio y que sienta la curiosidad de conocer mejor a la persona que se esconde tras una composición y su intérprete.
El mero enunciado de sus capítulos es una prueba de que su lectura servirá ciertamente a satisfacer la curiosidad del aficionado y acrecentar el disfrute de la música.
Por todo ello deseo que este libro tenga el éxito que se merece y colabore a la difusión de un arte sin el que nuestras vidas serían mucho más pobres de contenido.
Jesús López Cobos
Director de orquesta
Suiza, 2014
Leonard Bernstein lleva mucha razón y mucha pasión en su cita. Se trata de un juicio duradero. Pero para alcanzar esa certeza, siquiera en su estrato más incipiente, no hace falta ser músico, ni llevar toda una vida consagrada a la que yo, aun siendo escritor, considero la más fascinante de las artes. Los hechizos no saben de profesiones, aunque he de reconocer que la titulación es un grado. Todo se reduce a un juego de contraprestaciones: en cuanto se concibe la música como un regalo desproporcionado la cuestión estriba en cómo devolver, en cómo reintegrar a sus legítimos dueños tantísima satisfacción. Los compositores lo han tenido fácil para restablecer el equilibrio de pesos en la balanza, poseedores del secreto alquímico de convertir el sujeto en objeto y el objeto en sujeto. Los directores e intérpretes también, evidentemente. Pero, ¿y los demás? ¿Y la inmensa mayoría que vive sin poder devolver esa gloriosa mercancía que se va depositando en las neuronas, en el alma, en el laberinto de los oídos, en el sudor que se transpira cada día? No es una pregunta de respuesta fácil, como tampoco de fácil formulación. Ni siquiera sé si ha de expresarse con bemoles o sostenidos, con una cadena tonal o con una suerte de hartazgo atonal. Aquí Haydn y Berg se darían la mano hasta desollárselas con furor. Quizá la música sea sólo una concatenación de audición y disfrute y eso debiera bastarnos. Pero… ¿y qué hay más allá? Dicho de otra forma: ¿en qué registros no convencionales se movía la materia gris de aquellas maravillosas calaveras? El poeta rumano Paul Celan tiene unos versos magistrales: «Tierra había en ellos / y cavaron». Yo llevo más de la mitad de mi vida cavando en la música y plantando las semillas de mi personalidad en esa tierra, descubriendo en cada ciclo estacional que no sólo somos los libros que hemos leído o las personas que hemos amado o aborrecido, sino también la música que hemos invitado al festín de los oídos. ¿Cómo emanciparnos entonces de esta sensación de permanente endeudamiento a la que, sin embargo, muchos vivimos consagrados? En mi caso creo haberlo logrado. Ellos, los creadores y los intérpretes, han merecido este esfuerzo para la perpetuación de sus memorias, que no pasa sólo por acomodarnos en su música, sino también en sus engranajes vitales más íntimos. Ellos no son sólo la música que produjeron o interpretaron, eso sólo es la consecuencia, pero ¿y el esplendor de la causa? He tratado de hacer una presentación múltiple e integradora de tantos destinos y rebuscar la vida que hay detrás de cada nombre, y las debilidades que hay detrás de cada vida, incluso haciéndola posible, sólo tras lo cual ya es posible explicarse las motivaciones que guiaron a los músicos para componer determinada música y para hacerlo de determinada forma, con el resultado de todos conocido y otro resultado para muchos más desconocido. En esta larga travesía he podido extraer algunas conclusiones: que la mecánica creativa es asombrosa en su embrión y en su estímulo originario, que los motores vitales en los músicos tienen más pistones y bielas que el vehículo de tecnología más complicada que se pueda imaginar, y, sobre todo, que el hecho diferencial de esa creatividad, de ese creacionismo, de esa atribución inexplicable de facultades portentosas les ha hecho necesariamente diferentes al común de los mortales, salvo que se me quiera convencer de que es normal que a un niño se le den las primeras lecciones de violín a los cuatro años y sea capaz de tocar el Concierto para violín de Mendelsohn ante nueve mil personas sólo dos años y medio después, tal como sucedió con el genial Yehudi Menuhin.
A pesar de incurrir con frecuencia en lo anecdótico, éste no desea ser sólo un libro de anécdotas, sino de captación, exposición y ensamblaje de las maravillosas singularidades que han guiado a compositores e intérpretes por la senda de la extravagancia y de la marginalidad, pero sobre todo de la sublimidad. He intentado (sólo intentado) omitir obviedades por todos conocidas del tipo Beethoven era sordo, Mozart un niño genial o Schumann un esquizofrénico, para centrarme en aquellos hechos y correspondencias músico-personales menos conocidas y, por ello, más impactantes, acudiendo siempre a fuentes de información fiables y contrastadas, evitando en todo momento el acopio de datos en labores de espeleología por internet, siempre insanas y hostiles a un trabajo que ha pretendido presentarse como una depuración biográfica de actitudes ante la vida, ante la muerte y ante el hecho creador, que para muchos músicos era una síntesis de las otras dos magnitudes. Aun así no me he librado de topar con sorprendentes patinazos, del todo imperdonables en severos musicólogos entregados y obligados a la exactitud del dato, como le ha ocurrido a uno en una biografía de Villa-Lobos, cuando queriendo ensalzar la proliferación en cuartetos de cuerda de su compositor, diecisiete, lo contrapone a otros creadores con reducida producción en ese campo, adjudicando uno a Shostakovich, cuando sabido es que tiene catorce; o en el atolladero en que se mete otro cuando, refiriéndose en su biografía de Prokófiev al Concierto de piano n.º 2, estima que «por la monumentalidad de su técnica de piano se le puede comparar con el Concierto n.º 5 de Rachmaninov», quinto éste por el que muchos hubiéramos suspirado, siendo de común dominio que este compositor se plantó en el cuarto. Imperdonable también haberme topado con la encendida alusión a Shura Cherkasski de quien hablaba de él como una «pianista norteamericana nacida en Rusia», tildándola de «niña prodigio», algo bastante lejos de la realidad, dada la robusta complexión de aquel varón bajito y arrugado que tuve ocasión de comprobar hace veinte años en su recital de conmemoración de sus ochenta años, y al día siguiente al acompañarle en taxi hasta el aeropuerto de Asturias, en cuyo recorrido, por cierto, se quedó pálido al revelarle lo que él quizá suponía un secreto guardado durante largos años: que lo que había destruido a su profesor Joseph Hoffmann era su irredenta afición a la bebida. «¿Cómo puede saber usted algo así? ¿Cómo?», me espetó a gritos una y otra vez. Yo, asombrado, tan sólo tuve que responderle: «Maestro, viene en los libros». Ahora entiendo por qué Joseph Horowitz, biógrafo de Claudio Arrau, desveló que la inocencia de este a sus setenta y siete años sólo era comparable a la de Cherkassky.
De otro lado extrañará la pródiga salpicadura de referencias a la edad del protagonista en la alusión biográfica, algo que espero sea de agradecer por el lector, pues no es lo mismo decir sin más que en una carta de Chaikovski a Balakirev de mayo de 1870 el primero confesaba estar hecho un «hipocondriaco insoportable», a revelar que contaba veintinueve años en el episodio, siendo mucho más ilustrativo conocer el registro de años que el registro de fechas, siempre más impersonal y notablemente molesto desde el momento en que ello obligaría al lector a acudir, constante e intempestivamente, al portal de Wikipedia.
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