1. Alfonso Reyes
El libro de las jitanjáforas y otros papeles.
Selección, prólogo y notas de Adolfo Castañón
2. José Balza
Red de Autores. Ensayos y ejercicios de literatura hispanoamericana
3. Arturo Souto Alabarce
Cuentos a deshora
4. Emilio Uranga
Análisis del ser del mexicano y otros escritos sobre la filosofía de lo mexicano (1949-1952).
Selección, prólogo y notas de Guillermo Hurtado
5. Armida de la Vara
La creciente y otras narraciones
6. Rodolfo Usigli
Obliteración y dos conversaciones con George Bernard Shaw
7. Saúl Yurkievich
Del arte pictórico al arte verbal
8. Pedro Henríquez Ureña
En la orilla: gustos y colores
9. José Kozer
Una huella destartalada
10. Angelina Muñiz-Huberman
Arritmias
Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana.
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Primera edición: enero de 2015
D.R. © Herederos de Pedro Henríquez Ureña
D.R. © Miguel D. Mena
D.R. © Adolfo Castañon
De la presente edición:
© Bonilla Artigas Editores, S.A. de C.V., 2014
Cerro Tres Marías número 354
Col. Campestre Churubusco, C.P. 04200
México, D.F.
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ISBN edición papel: 978-607-8348-39-8
ISBN edición ePub: 978-607-8348-79-4
Responsables en los procesos editoriales:
Cuidado de la edición: Bonilla Artigas Editores
Diseño editorial: Saúl Marcos Castillejos
Diseño de portada: Teresita Rodríguez Love
Hecho en México
Contenido
Un abril para Pedro Henríquez Ureña.
En la orilla: gustos y colores . Adolfo Castañón
En la orilla
[1a]
E n el principio era el caos…. El caos no ha desaparecido: está en torno nuestro a toda hora. Para el espíritu, el universo es caos. Armonioso quizás, sumiso a leyes, el mundo de la materia y de la energía física; pero enigmático el mundo del espíritu: nada lo justifica, nada lo explica. ¿Qué valor definitivo ha de tener el mundo espiritual, si su término natural es la extinción completa? ¿A qué, entonces, el esfuerzo continuo de creación en que se agita el espíritu?
[1b]
C omo el universo es caos, o enigma, el espíritu, que es ansia de perfección, crea luz para iluminarlo, armonía para imponérsela. Con los materiales toscos del caos universal, el espíritu crea el mundo perfecto. Unas veces, aspira sólo a poner paz entre los hombres, y crea la moral, los ideales de libertad y justicia: su cumbre son las utopías, magnas creaciones espirituales del Mediterráneo. Otras veces, crea el espíritu su mundo perfecto en simple representación: el arte. Otras, en fin, la religión define —definía— formas ideales de vida, que los más aceptan como realidades hasta concretas. Finalmente, existe la creación espiritual pura y perfecta dentro de una vida humana, cuando esa vida se da toda al mundo en generosidad. Tales vidas realizan la plenitud espiritual, hacen que cobre sentido, momentáneo siquiera, la existencia de todos.
[2]
A l recorrer la atestada galería de figuras que llamamos historia de la civilización occidental, nos detenemos siempre en Sócrates. Inútil compararlo con los fundadores de religiones: eso, aunque hayan sido hombres, paran en dioses, y a la doctrina que predicaron se suman la que heredaron con su tradición nacional y la que sus sucesores inventan en nombre suyo. Aventurado, si no imposible, decidir qué significación les atribuiríamos si conserváramos su doctrina sola y no como base de una iglesia; si, por ejemplo, Jesús no fuera “el Cristo” y Sakia Muni “el Buda”; Sócrates no sólo no es fundador de religión; es lo contrario: no en absoluto el inventor de la razón, pero sí su héroe y su mártir, el que aspiró a someterle todos los problemas de la vida, el fundador de “la virtud que en la razón se inspira”. Por eso es Sócrates el hombre máximo que ha nacido en Europa; es aquel cuya influencia ha durado más y durará mientras la civilización occidental no pierda —como no ha perdido aún, a pesar de todos los vaivenes, a pesar de todas las rectificaciones— la fe en la razón. Sin Sócrates, la civilización occidental carecería de su héroe epónimo.
[3]
¿Q ue la obra de Sócrates se hubiera cumplido sin él? ¡Quién sabe! Las explicaciones deterministas de la historia quieren que los sucesos humanos ocurran en fecha fija, con héroes o sin héroes, o, como se diría en gusto romántico, con genios o sin genios. Bien: en América se da el caso; la Independencia se hizo en todas partes pero con héroes de muy distintas calidades. Y el Descubrimiento es la obra de un hombre, no mediocre como lo pretenden sus detractores, pero superior sólo en la perseverancia, no en la inteligencia ni en la virtud. Pero sin Sócrates la civilización occidental carecería de su héroe epónimo, que es además su mártir extraordinario.
[4]
T odos recordamos aquellos libros viejos en que los términos de comparación, para grandes hazañas, eran Alejandro y César; los modernos, faltando a leyes esenciales de perspectiva, y confundiendo la audacia del propósito y la actividad genial con la ha de apreciarse por su duración, —ya que la apreciación del valor puro depende de otros puntos de vista—, la influencia de Alejandro y de César es inferior a la de Sócrates.
[5]
E l ritmo de la historia moderna hace que cada siglo reaccione —a sabiendas o no— contra el que lo precede. El siglo XX reacciona contra el XIX: se opone a la barbarie industrial, al espíritu fenicio, a la interpretación de la libertad como tolerancia para el hombre lobo, y vuelve a la generosidad humanitaria del siglo XVIII. El XIX, por su parte, había reaccionado contra el XVIII: lo encontraba demasiado teórico o demasiado frívolo (¡grave error!); volvía al esplendor teatral y ruidoso, al sentido mundano y al espíritu práctico del XVII. ¿Y el XVIII, a su vez, no gustaba de las cualidades del XVI, aquel siglo de reformadores y humanistas?
[6]
D iríase que la historia está sujeta a una ley de aceleración. Los cambios trascendentales se suceden, al parecer, en progresión geométrica decreciente cuya fórmula aproximada sería: 3000: 1000: 333: 111. Si tomamos como punto de partida la época de Moisés y de la emigración israelita, veinte y cinco siglos antes de nuestra era, encontraríamos —a la distancia de tres mil años— la emigración de los bárbaros del Norte al Sur de Europa. Mil años después, sobreviene la transformación europea del siglo XV; antes de que se completen trescientos cincuenta años, sobreviene la Revolución Francesa; y de ésta a la Guerra Europea median poco más de cien años. Si la ley de aceleración se cumpliese, antes de cuarenta años ocurrirá otro cambio trascendental: ¿quizás la bolchevización del mundo? Pero como los periodos en que deberán realizarse nuevos cambios, después de aquél, serían cada vez más cortos, y acabaríamos por tener revolución diaria, cabe suponer que el término de nuestra aceleración será un cataclismo: volveremos al caos, y de él surgirá lentamente una nueva evolución histórica, sujeta a igual aceleración que la nuestra.