Pedro Henríquez Ureña (1884-1946). República Dominicana.
Hijo de Francisco Henríquez y Carvajal y de la escritora Salomé Ureña.
Vivió en Cuba, país en que publicó sus primeros textos, luego en México y Francia, donde en 1910 publicó Ho ras de estudio .
Más tarde ejerció la docencia en los Estados Unidos y Argentina. Allí publicó El nacim iento de Dionisios (1916), E n la orilla: mi Españ a (1922), La utopía de Améri ca (1925), y Seis ensayos en busca de nuestra ex presión (1928), entre otras obras.
Este libro traza un minucioso panorama de la tradición literaria de la República Dominicana y muestra su riqueza intelectual con una abundante documentación bibliográfica.
I. INTRODUCCIÓN
En toda la América española, el movimiento de independencia y las preocupaciones de la vida nueva hicieron olvidar y desdeñar, durante cien años la existencia colonial, proclamándose una ruptura que solo tuvo realidad en la intención. En el hecho persistían las tradiciones y los hábitos de la colonia, aunque se olvidasen a personas, obras, acontecimientos. Hubo empeño en romper con la cultura de tres siglos: para entrar en el mundo moderno, urgía deshacer el marco medieval que nos cohibía —nuestra época colonial es nuestra Edad Media—; pero acabamos destruyendo hasta la porción útil de nuestra herencia. Hasta en las letras olvidamos el pasado, con ser inofensivo, y ahora solo el esfuerzo penoso lo reconstruye a medias, recogiendo notas dispersas del que fue concierto vivo.
Así en Santo Domingo, la Haití de los aborígenes, la Española de Colón, la Hispaniola de Pedro Mártir. No es mucho cuanto sabemos ahora de su cultura colonial, en otro tiempo famosa en el Mar Caribe. La leyenda local dice que la ciudad de Santo Domingo, capital de la isla, mereció el nombre de Atenas del Nuevo Mundo. Frase muy del gusto español del Renacimiento; pero ¡qué extraña concepción del ideal ateniense: una Atenas militar, en parte, en parte conventual! ¿En qué se fundaba el pomposo título? En la enseñanza universitaria, desde luego; en el saber de los conventos, del Palacio Arzobispal, de la Real Audiencia, después.
Santo Domingo, «cuna de América», único país del Nuevo Mundo habitado por españoles durante los quince años inmediatos al Descubrimiento, es el primero en la implantación de la cultura europea. Fue el primero que tuvo conventos y escuelas (¿1502?); el primero que tuvo sedes episcopales (1503); el primero que tuvo Real Audiencia (1511); el primero a que se concedió derecho a erigir universidades (1538 y 1540). No fue el primero que tuvo imprenta: Se ignora cuándo apareció la tipografía en la isla: la versión usual, sin confirmación de documentos, la coloca a principios del siglo XVII; pero solo se conocen impresos del XVIII.
Y hubo de ser Santo Domingo el primer país de América que produjera hombres de letras, si bien los que conocemos no son anteriores a los que produjo México. Dominicanos son, en el siglo XVI, Arce de Quirós, Diego y Juan de Guzmán, Francisco de Liendo, el padre Diego Ramírez, fray Alonso Pacheco, Cristóbal de Llerena, fray Alonso de Espinosa, Francisco Tostado de la Peña, doña Elvira de Mendoza y doña Leonor de Ovando, las más antiguas poetisas del Nuevo Mundo. Había muchos poetas en la colonia, según atestiguan Juan de Castellanos, Méndez Nieto, Tirso de Molina. Desde temprano se escribió, en latín como en español. Y desde temprano se hizo teatro. Gran número de hombres ilustrados residieron allí, particularmente en el siglo XVI: teólogos y juristas, médicos y gramáticos, cronistas y poetas. Entre ellos, dos de los historiadores esenciales de la conquista: Las Casas y Oviedo; dos de los grandes poetas de los siglos de oro: Tirso y Valbuena, uno de los grandes predicadores: fray Alonso de Cabrera; uno de los mejores naturalistas: el padre José de Acosta; escritores estimables como Micael de Carvajal, Alonso de Zorita, Eugenio de Salazar. Hubo escritores de alta calidad, como el arzobispo Carvajal y Rivera, que se nos revelan a medias, en cartas y no en libros. Cuál más, cuál menos, todos escriben —todos los que tienen letras— en la España de entonces: la literatura «es fenómeno verdaderamente colectivo —dice Altamira—, en que participa la mayoría de la nación».
Pero España no trajo solo cultura de letras y de libros: trajo también tesoros de poesía popular en romances y canciones, bailes y juegos, tesoros de sabiduría popular, en el copioso refranero. Y es en Santo Domingo donde se hace carne una de las grandes controversias del mundo moderno, la controversia sobre el derecho de todos los hombres y de todos los pueblos a gozar de libertad: porque España es el primer pueblo conquistador que discute la conquista, como Grecia es el primer pueblo que discute la esclavitud.
La isla conoció días de esplendor vital durante los cincuenta primeros años del dominio español: cuando allí se pensaban proyectos y se organizaban empresas para explorar y conquistar, para poblar y evangelizar. Mientras duró aquel esplendor, se construyeron ciudades, se crearon instituciones de gobierno y de cultura. Ellas sobrevivieron a la despoblación que sobrevino para las Antillas cuando las tierras continentales atrajeron la corriente humana que antes se detenía en aquellas islas: Santo Domingo conservó tradiciones de primacía y de señorío que se mantuvieron largo tiempo en la iglesia, en la administración política y en la enseñanza universitaria. De estas tradiciones, la que duró hasta el siglo XIX fue la de la cultura. Su vigor se prueba en el extraordinario influjo de los dominicanos que emigraron a Cuba después de 1795: Manuel de la Cruz, el historiador de las letras cubanas, los llama civilizadores.
En el orden práctico, la isla nunca gozó de riqueza, y desde 1550 quedó definitivamente arruinada: nunca se había llegado a establecer allí organización económica sólida, nunca se estableció después. Los hábitos señoriles iban en contra del trabajo libre: desde los comienzos, el europeo aspiró a vivir, como señor, del trabajo servil de los indios y de los negros. Pero los indios se acabaron: los pocos miles que salvó la rebelión de Enriquillo (1519-1533) quedaron libres. Y bien pronto no hubo recursos para traer a nuevos esclavos de África. A la emigración de pobladores hacia México y el Perú, y a la ausencia de fundamento económico de la organización colonial, se sumaban la frecuencia y la violencia de terremotos y ciclones, y, para colmo, los ataques navales extranjeros: los franceses llegaron a apoderarse de la porción occidental de la isla, y en el siglo XVIII se hizo opulenta su colonia de Saint Domingue, independiente después bajo el nombre de República de Haití; la riqueza ostentosa del occidente francés contrastaba con la orgullosa pobreza del oriente español.