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Bogotá D. C., diciembre de 2017
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P OCO ANTES DE MORIR EN 2002, el historiador de la medicina, Roy Porter, sostuvo una conversación con su colega peruano, Marcos Cueto, en la que le expresó dos razones por las cuales dedicó su vida a este campo de la historiografía. La primera, porque «la enfermedad y la muerte han sido dos de los mayores determinantes de la experiencia humana»; la segunda, porque en esas dos experiencias inevitables «hay algo intensamente subjetivo». Si estas razones no fueran suficientes para evidenciar la importancia que la medicina tiene para los seres humanos, se podría echar mano del concepto de medicalización indefinida, de Michel Foucault, que establece que desde el vientre materno hasta después de muertos somos objeto permanente de los saberes, las prácticas y las instituciones médicas. Así ha sido desde finales del siglo XVIII , cuando la modernidad industrial y globalizada, la burguesía y los Estados nación se impusieron en la historia, y lo sigue siendo en estos tiempos de la biopolítica. Así pues, sea cual sea nuestra situación social y sean cuales sean nuestras convicciones, la medicina nos debería interesar como asunto de vida o muerte. Además, porque la medicina ha sido una herramienta indispensable para la sobrevivencia de los pueblos y para la construcción de las naciones.
La medicina, como hecho general, surge durante el proceso de conformación del Homosapiens con los primeros intentos por paliar el dolor propio de las enfermedades, los accidentes y el desgaste del cuerpo, y por aliviar, si ello fuera posible, la tremenda experiencia de la muerte. Han existido y existirán múltiples medicinas inscritas en diversos esquemas cosmológicos, religiosos, epistemológicos, etcétera. Por los avatares de la historia, una de esas medicinas logró la hegemonía dentro de esta diversidad. Contribuyeron a ello sus logros innegables en el combate del dolor y las enfermedades, y en la ampliación de la esperanza de vida. Pero también pesaron factores económicos, geopolíticos, técnicos y científicos de los países europeos que la formularon y la perfeccionaron al ritmo de su posicionamiento en el poder planetario. Se trata de la medicina que ha sido rotulada por el Dictionary of Medical Biography (London, Greenwood Press, 2007) como medicina de tradición occidental.
Esta medicina nació en Grecia hacia el siglo VI a. C. con la escuela hipocrática que la entendió como una técnica curativa guiada por la razón, el logos occidental, que se expresaría paradigmáticamente en la ciencia. Por ello, tal medicina ha evolucionado entrelazada con las sucesivas versiones de ciencia y teniendo como aspiración su conversión en una ciencia. Una buena parte de sus profesionales considera que tal aspiración es una realidad y hablan de medicina científica. También se le ha llamado medicina universitaria, porque cuando surgió la institución universitaria en la Edad Media se entronizó como una de sus escuelas o facultades fundamentales, al lado de la Jurisprudencia y la Filosofía (o Teología). Al continente americano arribó con la violenta expansión de algunas naciones europeas de los siglos XVI y XVII , a la que la historia oficial llama «el Descubrimiento». Durante el periodo colonial fue abriéndose paso en forma de cátedras aisladas, y luego como programas integrales de formación de profesionales en los colegios mayores y las universidades que venían de ese periodo o que nacieron en la época republicana. Siempre el punto de referencia, el modelo, fue la medicina universitaria europea y, preponderante, la medicina francesa que estuvo en la vanguardia de la medicina internacional desde la Gran Revolución de 1789 hasta bien entrado el siglo XX . Esta versión médica obtuvo el reconocimiento de los Estados nacionales que surgieron desde el Renacimiento y que se instauraron en el continente americano con las independencias.
De la historia de esta medicina en nuestro país trata el libro de Pedro María Ibáñez titulado Memorias para la historia de la medicina en Santafé de Bogotá (Imprenta de Vapor de Zalamea Hermanos, 1884), aunque de todas maneras los practicantes de otras medicinas se asomen allí bajo los epítetos de charlatanes, curanderos, etcétera. Estos eran «médicos» no occidentales, de escasa educación formal, y que provenían de los grupos sociales y étnicos subalternos que iba dejando el proceso del mestizaje. Eran, en su mayoría, de origen indígena, africano, mestizo, y uno que otro individuo marginal o disidente de raza blanca. La élite de los criollos que dirigieron y usufructuaron el proceso de la independencia de España —que se autodenominaban «americanos europeos»— solían despreciarlos. La mayoría de los médicos universitarios de aquellas épocas estaban ligados a esa élite por lazos familiares, sociales y, no pocas veces, políticos. Quizás algún día sea posible una