Primera edición, 2013
Primera edición electrónica, 2013
DR © E L C OLEGIO DE M ÉXICO , A.C.
Camino al Ajusco 20
Pedregal de Santa Teresa
10740 México, D.F.
www.colmex.mx
ISBN (versión impresa) 978-607-462-458-8
ISBN (versión electrónica) 978-607-462-493-9
Libro electrónico realizado por Pixelee
ÍNDICE
PRÓLOGO
I
E l libro que el lector tiene en las manos es la inesperada recompensa de un arduo trabajo detectivesco: buscando el destino de unas cartas intercambiadas entre Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) y destacadas figuras de la política dominicana, nos llegó la noticia de que doña Sonia Henríquez de Hlito había cedido el archivo personal de su padre a El Colegio de México. Con la esperanza de encontrar la correspondencia que nos confirmaría la participación activa de Henríquez Ureña en asuntos políticos de su patria, comenzamos a escudriñar el archivo personal del dominicano en 2006. Para nuestra alegre sorpresa, dimos con dos manuscritos inéditos. El primero de ellos, un cuaderno de poemas fechados entre los años 1897 y 1904, nos sorprendió no sólo por la meticulosa organización, sino por el hecho evidente de que la muestra echaba por el suelo la teoría de la supuesta desidia del pensador dominicano en lo tocante a esas composiciones de juventud. Este cuaderno se publicó en la República Dominicana bajo el título de Versos . El otro importante hallazgo es el libro que aquí presentamos: México o el hermano definidor . Se trata de un conjunto variopinto de textos en torno al acontecer político y cultural de México que Henríquez Ureña estaba organizando para su eventual publicación. El proyecto quedó incompleto, aunque el maestro dejó esbozado un índice con anotaciones en las que da cuenta de qué material hacía falta añadir e incluso dónde encontrarlo. Se trata de textos escritos con la agudeza, el rigor y el apasionamiento propios del testador que se propone dar cuenta cabal de la vitalidad de una cultura que entendió como modélica para los afanes democratizadores de Hispanoamérica.
II
Así como Henríquez Ureña entendió la importancia del liderazgo de México para el resto del continente, el maestro dominicano fue reconocido por sus contemporáneos como una figura fundamental para la interpretación de la cultura americana. Ya en 1914 Alfonso Reyes se desborda en elogios a quien fuera su entrañable amigo por espacio de 40 años: “Educador por temperamento, despierta el espíritu de aquellos con quienes dialoga. Enseña a oír, a ver y a pensar”.
El tropo del intelectual como guía del devenir político hispanoamericano tiene una larga tradición en la ensayística del continente. Acaso el texto que mejor represente esta idea sea “Nuestra América”, un intertexto fundamental en la obra de Pedro Henríquez Ureña. En este artículo, publicado en 1891, José Martí desarrolla una tipología del sujeto latinoamericano en la cual el intelectual se presenta como modelo moral frente a la historia de tiranías que caracterizaron la vida política decimonónica. Para Martí, el intelectual capaz de interpretar los signos de la “naturaleza” latinoamericana sin la mediación de esquemas mentales foráneos es el único que puede engendrar instituciones y formas efectivas de gobierno. Henríquez Ureña asimiló bien esa idea de la necesidad de encontrar modelos autóctonos de organización social y política. En 1925, un año después de iniciar su periodo argentino a raíz de sus desavenencias con José Vasconcelos y Martín Luis Guzmán, entre otros intelectuales mexicanos, Henríquez Ureña pronuncia la famosa conferencia en torno a la influencia de la Revolución en la vida intelectual de México. En su charla el pensador dominicano teoriza sobre los beneficios que históricamente ha obtenido México de su relativo aislamiento tras ingresar en la vida independiente: “¿Cuál ha sido el resultado? Ante todo, comprender que las cuestiones sociales de México, sus problemas políticos, económicos y jurídicos, son únicos en su carácter y no han de resolverse con la simple imitación de métodos extranjeros, así sean los ultraconservadores de los Estados Unidos contemporáneos o los ultramodernos del Soviet ruso”.
III
A pesar de las obvias consonancias entre las utopías políticas imaginadas por Martí en “Nuestra América” y Henríquez Ureña en “La utopía de América”, son contados los análisis comparativos en torno a estas dos obras seminales. La crítica se ha ocupado más de analizar el diálogo por oposición entre Sarmiento y Martí, o la complicada defensa del ideal “arielista” de Rodó por parte de Henríquez Ureña, que de sopesar las equivalencias y distancias de este último con respecto al pensamiento de Martí. Piénsese, por ejemplo, en la fascinación que ambos sienten por la modernidad norteamericana, una fascinación que no disipa del todo el temor a que esa misma modernidad pudiera trastocar el ideal de sociedad que imaginaban para Latinoamérica. Asimismo, vale la pena mencionar el modo en que los textos de Martí y Henríquez Ureña se enfrentan a la necesaria pregunta de quién está capacitado para regir los destinos de los pueblos latinoamericanos, pregunta de corte eminentemente moral que desata a su vez la articulación de toda una epistemología. En Martí esa pregunta se resuelve cerrándole el paso al intelectual para dejar el camino libre al héroe. En Henríquez Ureña la intervención del intelectual en el devenir de la polis estará mediada por una actitud vacilante ante la cosa pública, que tomará variados matices a lo largo de su vida. En un provocador análisis del papel desempeñado por el grupo del Ateneo, Horacio Legrás ha identificado este gesto de vacilación ideológica en Henríquez Ureña:
Henríquez Ureña poseía la profunda convicción, que transmitió a buena parte de los ateneístas, de que la forma más acabada de persuasión era el arte, y que el destino del arte, como su discípulo Reyes terminaría de enunciar, era cumplir una misión unificadora frente al vórtice siempre aterrador —y la Revolución misma será en su momento su mejor recuerdo— de la política y la división.
Legrás lee bien la escrupulosa actitud de Henríquez Ureña frente a los vertiginosos cambios históricos del México de principios del siglo pasado. Pero incluso con esa reticencia a flor de piel, esa “misión unificadora” de la cultura que Henríquez Ureña predicó a sus colegas del Ateneo implicaba una política. En efecto, Henríquez Ureña entendía su lugar como intelectual en semejante estado de cosas como una suerte de arúspice que ejerce vaticinios a partir del examen meticuloso de esos momentos de “crisis y creación”, “conflicto y armonía”, de los que nos habla en “La utopía de América”. El resultado de semejante operación no era propiamente una síntesis, como ha querido ver la crítica en torno a su obra, sino más bien el hacer inteligible lo confuso en momentos en que la cercanía de los eventos históricos amenaza con nublar toda posibilidad de análisis. En otras palabras, identificar en la contingente vorágine social una morfología. Visto desde este ángulo, es posible apreciar mejor el alcance del concepto de “cultura social” que Henríquez Ureña desarrolla en “La utopía de América”:
No se piensa en la cultura reinante en la era del capital disfrazado de liberalismo, cultura de diletantes exclusivistas, huerto cerrado donde se cultivaban flores artificiales, torre de marfil donde se guardaba la ciencia muerta, como en los museos. Se piensa en la cultura social, ofrecida y dada realmente a todos y fundada en el trabajo: aprender no es sólo aprender a conocer sino igualmente aprender a hacer.
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