El destino de los palestinos ha sido, de algún modo, no terminar donde empezaron sino en algún lugar inesperado y remoto.
I. La agonía de las cosas
volveres prestados
Regresar. Ese es el verbo que me asalta cada vez que pienso en la posibilidad de Palestina. Me digo: no sería un volver sino apenas un visitar una tierra en la que nunca estuve, de la que no tengo ni una sola imagen propia. Lo palestino ha sido siempre para mí un rumor de fondo, un relato al que se acude para salvar de la extinción un origen compartido. No sería un regreso mío. Sería un regreso prestado, un volver en el lugar de otro. De mi abuelo. De mi padre. Pero mi padre no ha querido poner pie en esos territorios ocupados. Solo se ha acercado a la frontera. Una vez, desde El Cairo, dirigió sus ojos ya viejos hacia el este y los sostuvo un momento en el punto lejano donde podría ubicarse Palestina. Soplaba el viento, se levantaba un arenal de película y pasaban junto a él centenares de turistas de predecibles zapatillas y pantalones cortos y mochilas, turistas estrangulados por sus cámaras japonesas, las manos sudorosas llenas de paquetes. Turistas rodeados de guías y de intérpretes a los que no prestaban atención. Mi padre asomó la cabeza entre ellos. Extendió la mirada hacia ese pedacito de Palestina pegado al borde de Egipto, esa Palestina que se sentía distante y distinta a la idea que él tenía de Beit Jala. Esa era la Gaza cercada, acosada, musulmana y ajena. Estuvo, otra vez, mi padre, en el borde de Jordania; su vista pudo abarcar el desierto que atravesaba la frontera. Habría sido cosa de acercarse al cruce pero sus grandes pies permanecieron hundidos en la arena escurridiza de la indecisión. Viendo una oportunidad en la duda mi madre señaló, a lo lejos, su pequeño índice estirado y tieso, el extenso valle del río Jordán que se desprendía del monte Nebo, todas las aguas apuradas que la religión cristiana da por benditas, e insistió en pasar a Cisjordania. Tenemos que ir, le dijo con urgencia, como si fuera ella la palestina. Después de tantos años juntos así había llegado a sentirse mi madre, otra voz en ese clan rumoroso. Pero mi padre se dio la vuelta y caminó en dirección opuesta. No iba a someterse a la espera arbitraria, a la meticulosa revisión de su maleta, al abusivo interrogatorio de la frontera israelí y de sucesivos puestos de control. No iba a exponerse a ser tratado con sospecha. A ser llamado extranjero en una tierra que considera suya, porque ahí sigue, todavía invicta, la casa de su padre. Ahí, del otro lado, se encuentra esa herencia de la que nadie nunca hizo posesión efectiva. Quizás le espante la posibilidad de llegar a esa casa sin tener la llave, tocar la puerta de ese hogar vaciado de lo propio y lleno de desconocidos. Debe espantarle recorrer las calles que pudieron ser, si solo las cosas hubieran sido de otro modo, su patio de juegos. El martirio de encontrar, en el horizonte antes despejado de esas callejuelas, las pareadas viviendas de los colonos. Los asentamientos y sus cámaras de vigilancia. Los militares enfundados en sus botas y sus trajes verdes, sus largos rifles. Los alambres de púas y los escombros. Troncos de añosos olivos rebanados a ras de suelo o convertidos en muñones. O quizás es que cruzar la frontera significaría para él traicionar a su padre, que sí intentó volver. Volver una vez, en vano. La guerra de los Seis Días le impidió ese viaje. Se quedó con los pasajes comprados, con la maleta llena de regalos y la amargura de la desastrosa derrota que significó la anexión de más territorios palestinos. Esa guerra duró apenas una semana, pero el conflicto seguía su curso infatigable cuando murió mi abuela: la única compañera posible de su retorno. Esa pérdida lo lanzó a una vejez repentina e irreparable. Sin vuelta atrás. Como la vida de tantos palestinos que ya no pudieron o no quisieron regresar, que olvidaron incluso la palabra árabe del regreso; palestinos que llegaron a sentirse, como mis abuelos, chilenos comunes y corrientes. Los cuerpos de ambos están ahora en un mausoleo santiaguino al que yo no he vuelto desde el último entierro. Me pregunto si alguien habrá ido a visitarlos en estos últimos treinta años. Sospecho que no. Sospecho incluso, pero no pregunto, que nadie sabría decirme en qué lugar del cementerio están sus huesos.
traducción definitiva
¿Con qué nombre se los despidió? ¿Con el Salvador del castellano o con el Issa árabe que significa Jesús? ¿Con el Milade o el María? Mi madre da un respingo en su silla y yo doy otro al escuchar por primera vez esos nombres: los de la lengua perdida. Mi padre se remueve en su asiento intentando recordar cuáles de ellos se tallaron en las lápidas.
falsa pista de un apellido
Empiezo por escribir la palabra Meruane. Oprimo la lupa que inicia la búsqueda en una base de datos. El único resultado que me devuelve la pantalla es un artículo publicado en una revista británica. «Sahara en 1915»: así se titula. Echo a andar la máquina de la imaginación. Un Meruane explorador-de-cantimplora en el desierto. Un Meruane negro trasladado a Palestina (pasan por mi memoria las fotografías de mi padre treintañero, su pelo corto de pequeños rizos, grandes anteojos oscuros cubriendo su piel asoleada, labios anchos como los míos). El eslabón perdido de África en mi sangre, pienso. Pero las fechas no cuadran: alrededor de 1915 fue que mi abuelo emigró a Chile desde Levante. Me sumerjo de todos modos en la lectura y me enredo en datos de una topografía interrumpida y destrozada por la construcción de una vía ferroviaria. Se citan seis oasis argelinos y cauces de ríos deshidratados, trozos desolados de desierto, trechos de costra salmuera. Líneas más abajo aparece, por fin, la palabra. Meruane: otro lago salado y seco que nunca tuvo importancia y ha sido completamente borrado del mapa.
recapitular
La recapitulación del pasado se ha vuelto dudosa incluso para mi padre. No le contaron suficiente o no prestó atención o lo que le llegó era material demasiado reciclado. Delega a menudo el relato en las hermanas que le quedan. Seguro tus tías saben, dice él deshaciéndose de mis preguntas, seguramente sabrán más que yo, repite, empujándome un poco más lejos con esa frase porque teme que también en sus hermanas el tiempo haya sembrado sus olvidos. Invariablemente mi tía-la-primogénita se defiende diciendo, cuando le pregunto cualquier detalle: ¿Cómo tu papá no te ha contado? Mi padre se encoge de hombros desde el otro extremo de la mesa. ¿Y no lees la revista Al Damir?, sigue la misma tía, la más memoriosa. Me obliga a recordarle que hace años me fui de Chile y no tengo acceso a esa publicación. ¿Y tu papá por qué no te la manda? Soy yo la que se encoge ahora. Hay una acusación de indiferencia en el aire. Una acusación que cae sobre mí y sobre mi padre aunque él mantiene, como muchos paisanos de esa generación, un vínculo solidario con Beit Jala del que jamás hace alarde. Ayudas monetarias que sumadas sostienen, allá, un colegio llamado Chile. Una plaza llamada Chile. Unos niños, palestinos de verdad, si acaso la verdad de lo palestino todavía existe.
superstición musulmana
Esa es una superstición islámica, me dice Asma cuando llego a conocerla en Nueva York y le cuento esta parte chilena de nuestra historia palestina. ¿Qué es?, pregunto confundida, levantando la voz porque ha aumentado la bulla alrededor. Eso de no declarar lo que se hace por caridad es una creencia muy arraigada en el mundo musulmán, responde. El hecho debe permanecer en secreto o pierde su gracia. Pero mi padre no es musulmán, le digo a Asma, que sí lo es. No lo será, pero tu padre tiene una superstición islámica, insiste ella; como mi marido, agrega: él que también es cristiano está lleno de nuestras supersticiones.