Mariano Beldyk - Refugiados: Crónicas de un drama silenciado

La primera frontera era una valla. De madera, algo vieja y un poco despintada, montada sobre dos caballetes y custodiada por dos uniformados aún más jóvenes que la decena de almas que tenían delante esperando para cruzarla. Nadie le había hablado de ella a Elvis, por lo que no sabía cómo imaginársela. A sus once, la edad en la que otros chicos, en otras partes del mundo, solo piensan en su deporte favorito, quizás un primer cigarrillo a escondidas, y en los tropiezos iniciales del corazón, él estaba planeando cómo saltar fronteras hasta la tierra donde todo era posible. Su padre solía decirle que Honduras no era un lugar para soñar.

—Hay que ir para arriba, hijo, siempre para arriba, y después de mucho, mucho andar, se llega a una tierra donde todo es posible. La llaman América. Hacia allá me dirijo y desde allá los voy a ayudar para que ustedes puedan llegar cuando sea el momento.

Desde aquella despedida con forma de promesa habían pasado ya seis años, algunas fotos por correo electrónico, luego por WhatsApp, meses de silencio y nuevamente mensajes de su padre desde alguna otra ciudad de ese misterioso lugar al que llamaban “la tierra de las oportunidades”.

—¿Cuándo nos vamos con el papi? —le preguntaba a su madre, pero ella solo lo besaba y seguía en lo suyo.

Un día, cuando tenía ocho, un maestro le preguntó a Elvis dónde estaba su padre y él no supo qué responder, porque no encontraba un país llamado América en el mapa colgado sobre el pizarrón del aula.

—América —contestó por costumbre.

—Estamos en América. Todo es América —el maestro le señaló el planisferio y añadió—: Honduras, Nicaragua, Brasil en el sur, Argentina en la punta, y también hacia el norte: México, Estados Unidos y Canadá. Todos somos americanos.

—No, en “América” —respondió señalando con el índice hacia el techo.

—¿Arriba? Arriba solo está el techo.

—Mi padre dice que siempre hay que ir hacia arriba porque ahí están las oportunidades.

—Tu padre está en Estados Unidos de América.

Fue como un flash en su cabeza, la primera vez que pudo divisar aquella tierra tan añorada por muchos en un lugar físico, al menos dibujada, y entendió la distancia que lo separaba: casi 4000 kilómetros. “No parece tanto”, pensó cuando trazaba una ruta imaginaria con su dedo en el recreo, mientras el resto de sus compañeros jugaban en el patio. Rodeando algunos ríos, visitando ciudades cuyos nombres le sonaban extraños, Tecún Umán, Tapachula, Arriaga, DF, Tijuana, solo había que atravesar Guatemala, México quizás le llevara un poco más y ahí estaba: Estados Unidos de América.

—Es enorme —suspiró—. Seguro que ahí se puede soñar con cualquier cosa…

Con unos lempiras que le obsequiaron sus abuelos para el cumpleaños de nueve, se compró un mapa en el que dibujó la ruta que iba a seguir. Y cuando su padre lo llamó para saludarlo “desde Alabama”, le anunció que estaba listo para ir con él.