Foto de portada por Don Bartletti. Copyright © Los Angeles Times
Reimpreso con permiso.
Todos los derechos reservados. Publicado en los Estados Unidos de América por Delacorte Press, sello de Random House Children’s Books y división de Penguin Random House LLC, New York. Esta obra está basada en el libro La Travesía de Enrique, copyright © 2006 Sonia Nazario, publicado originalmente en tapa dura por Random House, sello de Penguin Random House LLC, en 2006.
Delacorte Press es una marca registrada y su colofón es marca registrada de Penguin Random House, Inc.
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La Travesía de Enrique: la historia real de un niño decidido a reunirse con su madre / Sonia Nazario
p. cm.
ISBN 978-0-385-74327-3 (tapa dura) — ISBN 978-0-375-99104-2 (glb) — ISBN 978-0-307-98315-2 (e-book)
1. Honduras—Estados Unidos—Biografía—Literatura juvenil. 2. Niños inmigrantes—Estados Unidos—Biografía—Literatura juvenil. 3. Inmigración ilegal—Estados Unidos—Biografía—Literatura juvenil. I. Título.
Random House Children’s Books apoya la Primera Enmienda y celebra el derecho a leer.
PRÓLOGO
Es viernes, a las ocho de la mañana. Oigo una llave que gira en la cerradura de la puerta de calle de mi casa en Los Ángeles. María del Carmen Ferrez, la mujer que limpia mi casa cada dos semanas, abre la puerta. Entra a la cocina.
Normalmente, a esta hora yo estoy ansiosa por largarme a toda prisa a mi oficina en el periódico Los Angeles Times. Pero cuando viene Carmen, mi actitud es diferente. Me quedo en la cocina y charlo con ella.
En esta mañana de 1997, Carmen y yo nos inclinamos sobre la isla de la cocina, una de cada lado. Hace tiempo que quiere hacerme una pregunta, me dice. “Señora Sonia, ¿piensa usted tener un bebé alguna vez?”.
No estoy segura, le contesto. Carmen tiene un hijo pequeño que a veces viene con ella y mira la televisión mientras su madre trabaja. ¿Quiere ella tener más hijos?, le pregunto.
Carmen, que es siempre risueña y conversadora, se calla súbitamente. Incómoda, fija su mirada en la isla de la cocina. Luego, en voz baja, me habla de otros cuatro hijos que yo no sabía que existían. Estos hijos—dos niños y dos niñas—están lejos, dice Carmen, en Guatemala. Los dejó atrás cuando vino a los Estados Unidos a trabajar. Ha estado separada de ellos por doce años.
Carmen me cuenta que su hijita más pequeña tenía sólo un año de edad cuando ella se marchó. Con el correr de los años, ha sentido cómo iba creciendo Minor, su hijo mayor, al oír cómo se hacía más grave el timbre de su voz.
Carmen empieza a sollozar mientras me cuenta la historia.
¿Doce años? Mi reacción es de incredulidad. ¿Cómo puede una madre dejar a sus hijos y viajar más de dos mil millas, sin saber cuándo volverá a verlos o si los verá otra vez? Carmen se seca las lágrimas y me explica. Su esposo los abandonó a ella y a sus hijos por otra mujer. Por más que trabajara, no podía ganar lo suficiente como para alimentar a cuatro hijos ella sola. “Me pedían comida, y yo no la tenía”. Muchas noches se iban a dormir sin haber comido. Ella trataba de calmarles las punzadas de hambre cuando los arrullaba para dormir. “Dormí boca abajo para que no te haga tanto ruido la tripa”, decía Carmen, tratando de que se voltearan.
Preocupada por que yo pueda censurar su decisión, Carmen me dice que muchas mujeres inmigrantes que han venido a Los Ángeles desde Centroamérica y México son como ella: madres solteras que dejaron hijos en sus países de origen. Yo comienzo a comprender el abismo de desesperación que enfrentan las mujeres en países como el suyo. En Honduras, por ejemplo, la mayoría de las mujeres ganan entre 40 y 120 dólares por mes como obreras, empleadas domésticas o niñeras. El alquiler de una choza sin baño ni cocina cuesta 30 dólares por mes.
Las madres mandan a sus hijos a la escuela vestidos con uniformes raídos, y a menudo no tienen dinero para lápices, papel o un almuerzo decente. Un director de escuela de Tegucigalpa me dijo que muchos de sus alumnos estaban tan malnutridos que no podían mantenerse de pie para cantar el himno nacional. Muchas madres hondureñas dejan de mandar a sus niños a la escuela cuando tienen sólo ocho años. Los hacen cuidar de sus hermanos más pequeños mientras ellas trabajan o venden tortillas en una esquina.
Carmen partió hacia los Estados Unidos por amor. Esperaba ganar dinero y mandarlo a casa para que sus hijos pudieran escapar de la pobreza agobiante que ella conoció de niña. Quería que tuvieran la oportunidad de ir a la escuela más allá del sexto grado. Se jacta de la ropa, el dinero y las fotos que les envía.
También reconoce que ha pagado un costo brutal. Siente la distancia entre ella y sus hijos cuando hablan por teléfono. Pasan los días y ella no está para los hitos importantes de sus vidas. Su ausencia deja heridas profundas. Su hija mayor se asusta cuando tiene su primera menstruación. No entiende qué le pasa. ¿Por qué no estabas aquí para explicarme?, le pregunta la niña a Carmen.
En Guatemala, los amigos de sus hijos envidian el dinero y los regalos que Carmen manda. “Tenés todo. Buena ropa. Buenas zapatillas”, dicen. Su hijo Minor responde: “Lo cambiaría todo por mi madre. Nunca he tenido alguien que me consienta. Que diga: haz esto, no hagas lo otro. ¿Has comido? Nunca se puede obtener de otros el amor de una madre”.
Para los latinos, la familia tiene una importancia trascendental. La maternidad representa el valor supremo de la mujer. Me conmovió la encrucijada que enfrentan las madres cuando dejan a sus hijos. ¿Cómo toman una decisión tan imposible? ¿Qué haría yo en su lugar? ¿Vendría a los Estados Unidos a ganar mucho más dinero y asegurarme de que mis hijos pudieran comer e ir a la escuela más allá del sexto grado? ¿O me quedaría con ellos sabiendo que se criarían en la miseria?
LOS QUE SE QUEDAN
Los hijos de Carmen podrían venir con un contrabandista que los pasara clandestinamente por la frontera de Centroamérica a México y luego de México a los Estados Unidos. Pero Carmen no ha conseguido ahorrar lo suficiente para pagarle a un contrabandista. Además, le da miedo someter a sus hijos a ese viaje ilegal y lleno de peligros. Cuando ella vino hacia el norte en 1985, el contrabandista que la traía le robó el dinero que llevaba. Pasó tres días sin comer. Sabe que la experiencia podría haber sido aun peor. Teme que violen a sus hijas en el viaje.