El viaje hacia dentro
En Ginebra, a orillas del lago Léman, muy cerca de la casa en donde habitaba María Zambrano en la avenida Sécheron, hay un pequeño parque. En una de sus plazoletas podemos ver un busto de Miguel de Cervantes que el Ayuntamiento de Madrid regaló hace años a la ciudad suiza. En realidad se trataba de un intercambio: Ginebra había regalado, a su vez, a Madrid la figura de un escritor suizo no menos notable: J. J. Rousseau. El busto de un Cervantes joven, lleno de sueños —aquel que, por decirlo con las palabras de María Zambrano, «creó nuestro más claro mito, lo más cercano a la imagen sagrada»—, miraba en el parque hacia un edificio, el de la Fondation Europa Cultural.
Esta fundación, institución privada independiente, había creado, hacía ya años, un premio internacional del que debían ser candidatos grandes personalidades literarias y humanistas. María Zambrano, desde su habitual desposesión y con su hermana Araceli enferma, necesitaba la dotación de este y escribió un texto exclusivamente para presentarlo a dicho concurso. El jurado, en el que no faltaba algún hispanista, como el gran Marcel Bataillon, se mostró unánime en su decisión de premiar la obra de Zambrano, pero había un pequeño inconveniente formal: el jurado lo presidía un español, Salvador de Madariaga. Así que se creyó que había que guardar las apariencias, la objetividad, y el premio fue para un alemán y un polaco. María Zambrano recibió una mención especial y el apoyo de otro grande del jurado, Gabriel Marcel. Ella guardó la obra en el cajón de sus numerosos inéditos y olvidó el asunto, aunque todavía años después, en una carta al teólogo Alfons Roig, ella conservaría el recuerdo de esa actitud generosa de Marcel:
Padre: si Ud. quiere ir a saludar a Gabriel Marcel de mi parte, puede llamarle por teléfono a su casa y decirle que tiene una visita mía para él. Yo no le conozco personalmente, pero fue el juez de un jurado que discernió el Premio de Literatura Europea hace tres años en Ginebra. Dieron el premio a dos autores, alemán y polaco. Pero él se levantó para decir —lo que todos los periódicos reprodujeron— que mi libro era el merecedor, añadiendo cosas extraordinarias. A partir de entonces, tengo una cierta relación con él y mi hermana lo visitó, en mi nombre, cuando fue a París.
La anécdota en torno a este premio es significativa porque pone en evidencia la lucha por la vida de esta intelectual española que siempre dejó a salvo su dignidad personal y creadora. En realidad, ella siempre había sabido que escribía por razones más profundas y poderosas que las de prestar ayuda a un familiar o para salir hacia delante ella misma. Escribir para María Zambrano era «defender la soledad en la que se está», así como «descubrir el secreto y comunicarlo». Así que al crear aquel nuevo libro no había hecho otra cosa que salir de sí misma para comunicar losecreto, aunque el mensaje de esa obra nueva corriera el riesgo de ser doblemente secreto si esta era mal difundida o, lo que era más grave, si se mantenía inédita.
¿De dónde nace en el creador auténtico esa necesidad de soledad de la que brota la necesidad de escribir, la palabra que es revelación, la palabra nueva? Probablemente nazca del padecimiento de los humanos, obligado o consciente, del malestar de los enfrentamientos sociales, de la experiencia histórica que en ella fue especialmente perturbadora. Padecimiento revelado sobre todo por su partida obligada hacia el exilio. Porque María Zambrano dejará España al finalizar la Guerra Civil para emprender un peregrinaje por varios países de América y de Europa. Partida, sin rencor en el fondo, también tras su retorno, porque «solo en la soledad se siente la verdad». Y esa verdad primera y última es por la que siempre ha apostado su creación, su pensamiento. Búsqueda, pues, de lo oculto, de cuanto está más allá de lo que los ojos ven, pero en la medida en que esa soledad nos entrega y refleja lo verdadero, la realidad que metamorfosea lo provisional, incluso las más duras heridas del existir.
Estamos, por tanto, ante dos tipos de viajes —el obligado y el consciente— hacia el centro de sí misma. Dos viajes desesperados, un doble viaje, el interior y el físico, este último en distintas etapas: Cuba, México, Puerto Rico, París, Roma, La Pièce (Jura), Ferney-Voltaire, Ginebra. María Zambrano parece encontrarse concretamente en Roma con una soledad poblada y sonora, la que solo comunican las ciudades abiertas y con una rica tradición cultural universalizada, la de Europa; concepto este, como el de España, al que ella siempre fue fiel en vida y obra. Es obvio que, para el que sabe mirar hacia su interior y a la vez contemplar (templarse-con, decía fray Luis de León), también en una gran ciudad se puede encontrar una soledad fértil.
Y si las personas y amigos no ayudaran lo suficiente —que no fue su caso— para despertar esa soledad enriquecedora, siempre estaban para ella en Roma los animales. Los gatos, como más tarde en La Pièce los perros, van a ser intermediarios, parte de ese diálogo de Zambrano con la ciudad. Estos también le crearán problemas con el vecindario romano de los alrededores de la Piazza del Popolo, pero esta es otra historia, unida a otros desencuentros, sobre los que escribiremos más tarde.
Lo significativo de esta estancia italiana (1953-1964) es que no se consolidó la que podía haber sido una curiosa interrelación y permanencia literaria: la invitación de Elena Croce para que María y su hermana habitaran La Ginestra, la villa de las laderas del volcán Vesubio, entre Torre del Greco y Torre Annunziata, donde el poeta romántico Giacomo Leopardi fue acogido por un familiar de su amigo Antonio Ranieri; la casa donde pasó una parte de sus últimos días, sumido en la contemplación de las ruinas de Pompeya y de Herculano, que daría lugar a poemas centrales en su obra, como La ginestra o il fiore del deserto