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La vida es difícil.
Y luego mueres.
PRÓLOGO
Una mañana nevada de noviembre del año 2016 me encuentro ante una tumba bien conservada, dentro de una vasta necrópolis rusa. No es uno de los túmulos más extraordinarios, pero la figura de Nikolái Zikov a tamaño real me contempla con solemnidad. Su imagen está grabada sobre un elegante mármol negro, y en el espacio que lo rodea hay una mesa minúscula, una cruz ortodoxa de aspecto sobrio y un florero. No muy lejos de él están enterrados algunos de sus colegas. La última vez que lo vi fue a mediados de los años noventa, y desde entonces no había regresado al lugar donde Zikov fuera jefe local de la mafia: la ciudad de Perm, en la región rusa del Ural. Aunque he escrito mucho sobre el tiempo que pasé en Rusia durante los años noventa, nunca creí que valiera la pena detenerme demasiado en nuestros encuentros. Este libro lo traerá de vuelta a la vida. Zikov pertenecía a una fraternidad criminal secreta que ha llegado a ocupar un lugar importante en el mundo europeo del hampa. Sus miembros lucen tatuajes impresionantes, se rigen por un código de honor secreto y operan en la mayor parte de Europa. En Mafia Life encontraremos individuos igualmente exóticos de Sicilia, Hong Kong y Japón, y viajaremos a lugares tan lejanos como Macao, Birmania y Dubái, de vuelta a Grecia y al otro lado del Atlántico, para descubrir las formas que adopta la ilegalidad en nuestros días. Pero no hay que pensar, ni por un instante, que un mafioso es un señor importante que vive en un lugar muy lejano. Bien podría vivir entre nosotros, lo mismo en la Inglaterra suburbana que en Palermo. Pongamos tan solo un ejemplo.
Recientemente, en el pueblo de Salford, Gran Mánchester, un hombre fue atacado con un machete, y lanzaron una granada a la casa de otro. Un niño de nueve años recibió un disparo al abrir la puerta de su casa: el asesino iba a por el padre. Treinta niños viven con miedo al asesinato en este pueblo, que tiene 234.000 habitantes; existen aquí veinticinco grupos del crimen organizado, y se produjeron diecinueve tiroteos en doce meses. «La policía no controla las calles», explicó un pandillero a la BBC en 2016.
Imagina que eres uno de los hinchas que fueron al estadio del Manchester United para ver el partido contra el Wigan Athletic el 26 de diciembre de 2011. Si en verdad lo eres, quizá recuerdes que el Manchester United se impuso al Wigan cinco goles a cero. Pero algo más sucedía fuera del campo. Había «personal» uniformado dirigiendo a los hinchas para que aparcaran cerca del estadio de fútbol Old Trafford. Miles de personas podían encontrar fácilmente un lugar por cinco libras. Una ganga. Alrededor de los edificios de oficinas, grandes áreas de descampados, espacios de exhibición de coches y terrenos baldíos se habían convertido en aparcamientos para los partidos del Manchester United durante la temporada. La pega era que aquellos empleados trabajaban para el crimen organizado local y usaban áreas públicas de manera ilegal. De vez en cuando se enfrascaban en guerras territoriales por ver quién controlaba los mejores lugares. El 26 de diciembre de 2011 la policía se movilizó y detuvo a trece personas de entre quince y cincuenta años de edad. Intentaban acabar con un negocio que reportaba millones de libras cada temporada.
El estadio Old Trafford está junto a Salford, a unos tres kilómetros y medio del centro de Mánchester. The Haçienda, la discoteca europea más emblemática de las décadas de 1980 y 1990, impulsó la música rave y el acid house, además de producir los discos de Joy Division. Un tal Donald Noonan, residente local perteneciente a una temida e importante familia criminal de Salford, regenteaba las puertas del garito. Uno de sus hermanos había sido acusado de homicidio y luego fue absuelto, mientras que otro sumaba más de cuarenta condenas por robo armado y agresión a un oficial de policía. Intimidaban tanto que, cuando los detenía la policía, los dejaban ir, con independencia de lo que hubieran hecho (presuntamente). Donald puso un poco de orden en la discoteca The Haçienda. Se permitía la entrada a las bandas, pero cada una se sentaba en una esquina diferente, para evitar las peleas sanguinarias. Les vendían las bebidas a precio de coste para que no tuvieran que robarlas abiertamente y no hostigaran al personal al hacerlo. Peter Hook, miembro fundador de Joy Division y copropietario del Haçienda, cuenta que recibir a los gánsteres ofrecía ventajas adicionales: algunos de los trabajadores obtenían de ellos créditos sin intereses, en vez de tener que pasar por los bancos. Y la asociación con una banda importante revestía cierto prestigio: «Nuestros gorilas eran tan poderosos y tan jodidamente violentos que adonde quiera que fuéramos nos perseguía la fama de estar asociados con ellos», escribe Peter Hook en su libro sobre The Haçienda. Por otro lado, permitir a los gánsteres que gestionaran las puertas del club tenía algunas desventajas: ellos controlaban el flujo de drogas y los porteros se veían arrastrados a su guerra de bandas pues, para no quedar mal, los obligaban a vengarse por lo que sucediera la noche anterior. Un establecimiento legal que tantos de nosotros frecuentábamos y queríamos era cómplice de esa violencia gratuita.
Han pasado unos veinte años y la mayor parte de los lectores pensará que los días salvajes de The Haçienda son cosa del pasado. Después de todo, la discoteca cerró sus puertas en junio de 1997. El barrio de Salford Quays, tocado por la gentrificación, alberga ahora algunas oficinas de la BBC y la ITV . Sin embargo, mientras escribía este libro alguien segó la vida del gánster más influyente de Salford, el 26 de julio de 2015, en un golpe planeado cuidadosamente. Paul Massey murió de un disparo cuando bajaba de un BMW plateado frente a su casa en Salford. Poco después de su muerte suspendí la escritura de este libro y viajé al pueblo; ahí conocí a Don Brown, un oficial de policía que empezó a trabajar en esas calles en 1983:
Detuve a Massey tres veces. La primera vez cuando él tenía diecisiete años. Era un tipo pequeño, físicamente no valía mucho, pero tenía agallas para el trabajo. Incluso apuñaló a un hombre frente a un equipo de la BBC que filmaba una película sobre él. Y fue a la cárcel por ese crimen.
La violencia es un ingrediente fundamental en este oficio. Massey y los mafiosos como él deben ser capaces de convencer a un público escéptico de que tienen lo que se necesita para apretar el gatillo. Una vez que han consolidado su reputación, la gente será más propensa a obedecer sus órdenes; se deduce que los mafiosos tendrán que usar «menos» violencia en sus negocios cotidianos.