Este libro tiene deuda con muchos amigos y colaboradores. Muchas gracias sobre todo a Bibiana Belsasso, mi compañera de trabajo y de vida, con quien comparto, día con día y desde hace 12 años, la elaboración y conducción de Todo Personal. Gracias a mi familia, a mi madre y mi hermana, a mis hijos e hijas, nietos y nietas, a mis amigos y amigas entrañables, sin ellos ningún esfuerzo tiene sentido.
Muchas gracias a todo mi equipo de Todo Personal, en primer lugar a Mauricio García, que participó activamente en la recolección de material para este libro, y a todos los compañeros y directivos de ADN40 y de Excélsior, mi entrañable espacio de televisión y mi querido periódico desde hace 15 años. Muchas de estas ideas se plasmaron originalmente en esos espacios. Y gracias a todos los amigos y editores de Random House, sobre todo a Juan Carlos Ortega, por el apoyo proporcionado para que este texto se convierta en algo real, palpable, sea en papel o formato digital.
A todos, diría Gustavo Cerati, gracias totales.
Prólogo
Me he convencido de que aun cuando todo está o parece perdido, es preciso reanudar tranquilamente el trabajo, recomenzando desde el principio. Me he convencido de que es preciso contar siempre sólo con uno mismo y con sus propias fuerzas […] es necesario hacer sólo lo que se sabe y se puede hacer, y seguir el propio camino.
ANTONIO GRAMSCI, Cuadernos de la cárcel
Decía Jean-Paul Sartre, después del 68 francés, que nada había cambiado y, sin embargo, todo existía de otra manera. Nadie sabe cómo será, ni en los próximos meses ni en los próximos años, el mundo que nos dejará la pandemia, como no pudimos imaginar en aquellos días cómo sería el mundo después de los atentados del 11-S.
Esa sociedad universal más solidaria, más intimista, más familiar de la que algunos hablan es probablemente mucho más una expresión de deseos que una posibilidad. ¿Habrá espacio para la solidaridad en un mundo, y un país, con millones de nuevos desempleados, con miles de empresas, sobre todo pequeñas y medianas, en quiebra o simplemente cerradas? ¿Habrá espacio para la intimidad cuando la vigilancia posterior a la pandemia se base en controlar a través de las redes sociales nuestros movimientos y relaciones? ¿Realmente la familia saldrá reforzada de la larga etapa de confinamiento que hemos vivido?: simplemente ver las cifras de divorcios y de violencia intrafamiliar derivados del confinamiento hace suponer todo lo contrario.
Lo cierto es que la solidaridad, que siempre está presente a la hora de desastres naturales y en ocasiones sociales, suele estrecharse a sus mínimos niveles en las crisis económicas. Después de la crisis del 29 lo que hubo fue una oleada de suicidios y el nacimiento, en toda su actual expresión, del crimen organizado; las organizaciones sindicales, entonces en auge, se enfrentaron a la más dura intransigencia empresarial y a un número creciente de rompehuelgas y sindicatos blancos, ligados a su vez al crimen organizado; los grandes movimientos sociales que no devinieron en una caricatura del socialismo transitaron hacia el fascismo y el nazismo, y de sus fracasos nació una forma de populismo que permea, un siglo después, toda la política latinoamericana, incluyendo, por supuesto, la nuestra.
No sabemos cómo será el mundo postcovid-19, pero sabemos que no será ni un mundo mejor ni más equitativo o con menos desigualdades. Y sí sabemos que de la mano de la crisis económica tendremos una crisis de seguridad cuyas dimensiones son difíciles de evaluar en toda su dimensión, incluso en el corto plazo.
Pero siguiendo a Sartre, ese mundo de la violencia, la inseguridad, el crimen organizado, sin cambiar, existirá de otra manera. La caída del Chapo Guzmán y su juicio significan, en el mundo del narcotráfico y el crimen organizado, el fin de una era, no sólo por la virtual desaparición de un capo emblemático, sino también porque el mundo del Chapo, el de la cocaína, no ha muerto, pero ya ha nacido otro que lo eclipsará: el mundo de las drogas sintéticas que ejemplifica mejor que cualquier otra el fentanilo.
Este opiáceo sintético es mucho más barato de producir; para su consumo se necesitan dosis de menos de dos miligramos, por lo que se pueden hacer miles con apenas unos kilos; se puede producir en cualquier cocina, no huele, su apariencia es similar a la del azúcar glas, y se vende en pequeñas pastillas imposibles de distinguir de cualquier medicamento; las utilidades que deja son superiores a las de cualquier otra droga. Tiene un gran inconveniente: mata con enorme facilidad. Sufrir una sobredosis es una posibilidad real, con que una pastilla tenga medio miligramo de más, se acaba el viaje.
Pero además, el fentanilo es la droga de la época. La marihuana y el LSD fueron las drogas desde la década de los sesenta hasta la de los ochenta, de alguna forma los años de la paz y el amor, de la liberación sexual, de la búsqueda de los sentidos y la paz interior, de encontrar el yo mediante procesos alucinógenos que iban tan de la mano con la mejor música de aquellos años.
A partir de los ochenta la cocaína fue la droga que reflejó ese ánimo: de la paz y el amor pasamos a los amos del universo de Wall Street de los que hablaba Tom Wolfe, a la competencia y el individualismo, a la necesidad de estar siempre un poco más allá, de vivir en el levantón cotidiano. Era la droga del boom reaganiano, del dios dinero. Las metanfetaminas y las drogas sintéticas acompañaron a la generación X, la del fin del milenio, de la incertidumbre, la de la pérdida de esperanzas post 11-S. Había que escapar.
El fentanilo y los nuevos opiáceos, incluyendo los legales, son las drogas de esta época depresiva, sin líderes, donde el escapismo adquiere otras formas, donde las políticas de Trump (y todos los populistas que lo acompañan) obligan a huir de la realidad, a buscar una droga fuerte que actúe como una suerte de síntesis de todas las anteriores, como un opioide psicodélico que al mismo tiempo relaja y provoca visiones intensas, activa los sentidos.
Los adictos dicen que han caído en el fentanilo porque las primeras veces que lo consumieron sentían unos colores y una intensidad tan vívidos como las primeras veces que habían consumido heroína u opio en grandes dosis. El fentanilo, agregan, aunque es un opioide, produce un exceso de liberación de dopamina, lo cual hace que se quiera volver a consumir en forma recurrente, como sucede con la cocaína, pero sus efectos son más perdurables. Ésa es otra de las razones que lo hacen tan atractivo y mortal.
Las sobredosis llegan con una enorme facilidad: 60 000 muertos al año por sobredosis de opiáceos en Estados Unidos lo demuestran, sobre todo de fentanilo, con el añadido de que los efectos son tan rápidos y la posibilidad de caer en la inconsciencia si se pasa la dosis es tan inmediata que los accidentes pueden producirse de cualquier forma.
En el mundo del crimen organizado que viviremos después de la pandemia, el fentanilo y otras drogas sintéticas, sobre todo las derivadas de los opiáceos, tendrán un papel preponderante. En un mundo un poco o muy depresivo, con una economía en recesión, con menos trabajo, peor pagado y absoluta incertidumbre, cuando aún tengamos el miedo en el cuerpo ante la amenaza de lo desconocido que significa una pandemia, ese opioide psicodélico de efectos inmediatos se entronizará como la más importante de las drogas ilegales. Eso cambiará todo el mundo del narcotráfico.
Se necesitarán menos manos pero más arriesgadas para el gran tráfico de drogas, y muchas y buenas relaciones internacionales, porque el fentanilo o sus derivados provienen de laboratorios asiáticos en la mayoría de los casos; se requerirá de buenas redes de distribución con una capacidad de ingreso al mercado estadounidense mucho mayor, aunque no será necesario pasar toneladas sino kilos de droga para tener las mismas o mucho mayores utilidades.