ANABEL HERNÁNDEZ (México, 1971). Es una destacada periodista con una carrera de 26 años, durante la cual se ha dedicado a investigar a los cárteles del narcotráfico en México, la corrupción, las violaciones de los derechos humanos, la desaparición forzada y el abuso de poder. Es autora de seis libros, entre ellos, Los señores del narco (2010), traducido al italiano y al inglés, y La verdadera noche de Iguala (2016).
En 2001 recibió el Premio Nacional de Periodismo. En 2003 fue reconocida por UNICEF, la Oficina Regional para América Latina y el Caribe, la Agencia EFE y la Fundación Santillana por su investigación sobre niñas mexicanas traficadas y explotadas sexualmente en campos agrícolas de San Diego, California. En 2012 fue galardonada con el premio Golden Pen of Freedom de la Asociación Mundial de Periódicos y Editores de Noticias (WAN-IFRA). En diciembre de 2017 fue condecorada por el gobierno de Francia con la medalla de la Legión de Honor. En diciembre de 2018 recibió el Premio Internacional de Periodismo del diario El Mundo, en España. En febrero de 2019 la emisora pública de Alemania, Deutsche Welle, le entregó el Premio a la Libertad de Expresión 2019.
1
La reina Emma
Era la medianoche del domingo 23 de septiembre de 2018 —tiempo de Culiacán, Sinaloa— cuando la mujer de entonces 29 años, trasnochada y preocupada, decidió buscar en sus viejos contactos mi número telefónico. Titubeó. Sabía que a su familia política no le gustaba mi trabajo como periodista, mucho menos las cosas que había revelado sobre ellos, sin duda estaban más cómodos sin que nadie metiera las narices en sus asuntos.
La venció el impulso de teclear un mensaje por WhatsApp. Quizá lo hizo justo por eso, porque a ellos no les iba a gustar; quizá se sentía demasiado sola; quizá solo necesitaba hablar con alguien que perteneciera al extremo opuesto del mundo en el que ella vivía, pero que al mismo tiempo lo entendía porque había excavado durante años en sus secretos.
Su número era distinto al de la última vez que conversamos, y muchas cosas habían pasado desde entonces. Era público que yo vivía bajo amenaza de muerte y ella sabía perfectamente que, por regla, no respondo mensajes de teléfonos desconocidos, a menos que sea con clave o que la persona que escribe compruebe fehacientemente su identidad. De esa forma nos habíamos mantenido en contacto por largo tiempo desde febrero de 2016, cuando la conocí, y parte de 2017.
El mensaje era inconfundible, no había duda de quién escribía: «Hace más de un año te di una entrevista en un restaurante de Sinaloa, ¿sabes quién soy?», y añadiría el nombre «Mar & Sea». Solo nosotras dos, su hermana Claudia, su cuñada Armida y un camarógrafo de Telemundo sabíamos que la primera vez que nos encontramos fue en aquel restaurante de mariscos localizado en el Desarrollo Urbano Tres Ríos, en la ribera del río Humaya en Culiacán.
Era Emma Coronel Aispuro, la esposa de Joaquín Guzmán Loera, el Chapo, el líder más conocido del Cártel de Sinaloa, acusado por el gobierno de Estados Unidos de ser uno de los narcotraficantes más peligrosos y poderosos del mundo, cuyo juicio en la Corte Federal del Distrito Este de Nueva York estaba programado para iniciar el 5 de noviembre en Brooklyn; debía enfrentar cargos por haber traficado drogas durante 25 años (de 1989 a 2014), lavado de dinero, secuestro y homicidio; además de que le adjudicaban una fortuna ilegal de más de 14 mil millones de dólares y el pago de millonarios sobornos a autoridades de todos los niveles en México y otros gobiernos para obtener protección y ayuda en sus actividades criminales.
¿Qué preocupaba a Emma en la víspera de lo que era ya denominado el «juicio del siglo»? ¿Qué era lo que le quitaba el sueño?
Emma ya había sido requerida por los abogados de su esposo para estar presente en la sala de la corte en Brooklyn, como parte de la estrategia de defensa para hacer ver al Chapo más humano y menos infame. Pienso que ella presentía que el proceso público al que sería sometido el narcotraficante cambiaría su vida para siempre, como efectivamente ocurrió.
Le respondí enseguida su mensaje. Ella no lo sabía, pero yo estaba del otro lado del mundo, en Italia, analizando fenómenos criminales de familias como la suya. Su mensaje me había remontado varios años atrás, como si al maniobrar el teclado del teléfono para responderle hubiera metido el código de la máquina del tiempo.
La primera vez que escuché hablar de Emma Coronel Aispuro fue en 2007, durante mi investigación para Los señores del narco (2010). Supe de su matrimonio con el Chapo semanas después de que ocurrió gracias a un informante cuyo amigo había sido uno de los invitados. Comencé a recolectar toda la información disponible sobre ella. Era poca.
Durante mucho tiempo a través de diversos canales intenté contactarme con ella para hacerle una entrevista, pero no tuve éxito. Ninguna esposa de un jefe del narcotráfico del nivel de Guzmán Loera había dado una; su rol habitual era vivir en el silencio, con discreción, gastando la fortuna de sus esposos y cuidando de los hijos. Nada de redes sociales.
Con el paso del tiempo, al investigar al Cártel de Sinaloa y la manera en que funciona, comprendí que Emma solo hablaría cuando le fuera indispensable o cuando su esposo se lo ordenara. Ese día llegó, fue el 12 de febrero de 2016, poco después de que el Chapo fuera arrestado por tercera y última ocasión en Los Mochis, Sinaloa en la antesala de una extradición inminente a Estados Unidos.
Emma nunca había dado una entrevista, ni siquiera había fotos recientes de ella. El encuentro fue organizado por uno de los abogados de la defensa de Guzmán Loera. No hubo ninguna condición de por medio, ni temas vetados —yo no lo hubiera aceptado—; lo único que solicitó fue que fuera ella quien fijara el lugar de reunión: un salón privado en el Mar & Sea, en la capital del Cártel de Sinaloa.
Puntual y sin escoltas entró al lugar. Era una mujer alta, de cabello largo e impecablemente teñido, peinado y enrizado; con un espeso maquillaje profesional que hacía resaltar sus ojos redondos, marrones y brillantes, enmarcados con pestañas postizas tan largas que los hacían parecer como los de una muñeca. Sus labios estaban cuidadosamente pintados de un color nude sobrio, aun así no podía disimular que eran voluminosos gracias al silicón. Su nariz era recta, fina y ligeramente respingada. Su figura curvilínea había sido esculpida varias veces por la liposucción, siguiendo el modelo de narcobelleza impuesto en el mundo que la rodeaba, aunque sin vestir de forma escotada ni llamativa, como las típicas buchonas, sino de manera impecable y recatada.
Entendí que Emma creía que estaba llegando al set de una película, no a una entrevista. Era la primera vez que su imagen sería transmitida por televisión y quería que fuera impecable.
Me saludó cordial y nerviosa. Iba acompañada de su hermana Claudia y de Armida Guzmán Loera, hermana del Chapo, quien no se levantaría de su asiento durante las más de cuatro horas que duró el encuentro, ni siquiera para tomar una bocanada de aire fresco.
El tono de voz de Emma era suave y sereno, pero había algo de fingido en él, como si estuviera aguantando la respiración. Parecía dueña de sí, aunque contenida, como una olla exprés a punto de estallar. Era solo cuestión de tiempo.
Emma era, al menos en apariencia, una mujer totalmente distinta a las fotos que yo conservaba de cuando tenía 17 años. No era solo el paso del tiempo natural, sino como si toda esa alteración estética fuera una especie de armadura que escondía a la persona que había sido antes de conocer al Chapo.