INTRODUCCIÓN
En 1995 escribí un libro que titulé Entre la Historia y la Esperanza, publicado por esta misma editorial, en el cual relaté el origen de las primeras acciones del movimiento democrático en Tabasco. Ahora, en estas páginas, doy razones y argumentos para continuar en la transformación de la vida pública de México.
De aquel entonces a la fecha han acontecido muchas cosas en el terreno de la política. En términos generales, se puede decir que prácticamente ha permanecido inalterable la estructura de poder. Sin embargo, han surgido movimientos de resistencia y de lucha por la transformación de México y, lo que considero más importante, se han registrado cambios de mentalidad en amplios sectores de la población del país.
En lo que a nosotros corresponde, hemos vivido estos tiempos con intensidad. Avanzando y recibiendo reveses. Y buscando ese hermoso ideal del triunfo de la justicia sobre el poder, hemos aprendido que, aun en condiciones adversas, con el predominio del régimen antidemocrático, se va avanzando en la creación de conciencia, en la organización del pueblo y en la conquista de espacios políticos.
Prueba de ello, por ejemplo, es el triunfo del movimiento progresista en Tabasco. Este año, a pesar del raudal de dinero utilizado para la compra de votos y de otras trampas, el pueblo dijo basta y se pudo ganar la gubernatura del estado, luego de 83 años ininterrumpidos de gobiernos priistas.
Esta experiencia es, repito, una prueba de que en esta noble labor nada es en vano; se pueden obtener victorias parciales al mismo tiempo que se crean las condiciones para el cambio profundo que postulamos y que necesita el país. La fórmula es sencilla: asimilar las derrotas, resistir, avanzar, caer y levantarse, reincorporarse, recomenzar y así hasta la victoria.
Todo depende de no perder la fe o desmoralizarse; de comprender que los procesos de transformación son lentos pero indispensables y sublimes. Más aun, que deben ser asimilados como forma de vida, porque hasta en lo personal producen una estimulante dicha. Es decir, se puede ser feliz atendiendo nuestros asuntos y ocupándonos, al mismo tiempo, del bienestar del prójimo.
Este libro trata sobre la campaña de 2012, del nuevo fraude y de seguir adelante con inquebrantable fe por la justicia. Agradezco como siempre el apoyo invaluable de Jesús Ramírez Cuevas y de Laura González Nieto. Asimismo, expreso mi gratitud a Pedro Miguel y a Jaime Avilés, quienes leyeron la versión preliminar del libro, por sus comentarios y aportaciones valiosas.
C APÍTULO I
LOS ANTECEDENTES Y LA CAMPAÑA
Quién manda en México
Nadie podría decir con honestidad y argumentos que no hemos acertado en el diagnóstico sobre la crisis de México. Hemos sido claros y precisos. Además, el tiempo y la realidad nos han dado la razón. Antes que otros, de manera articulada, elaboramos e hicimos pública la forma como se ejerce el poder en nuestro tiempo.
Dijimos que el actual régimen de corrupción, injusticias y privilegios, se implantó en nuestro país cuando se impuso, en casi todo el mundo, el llamado modelo neoliberal. Hicimos ver que, desde finales de los años 70, quienes mandan en los organismos financieros internacionales, ordenaron a sus técnicos y políticos, diseñar y aplicar un nuevo sistema para dominar a los estados nacionales y permitir que particulares se apoderaran de los recursos naturales y de los bienes de la inmensa mayoría de los seres humanos.
Con esa encomienda los ideólogos de la derecha económica inventaron una serie de recetas y recomendaciones y, con el apoyo de los medios masivos de comunicación, las fueron sembrando en la mente de millones de personas para tratar de justificar la codicia y el pillaje. Así, divulgaron e impusieron criterios tan absurdos como la supremacía del mercado, la utilización del Estado sólo para proteger y rescatar a las minorías privilegiadas y, desde luego, proclamaron que las privatizaciones eran la panacea. También postulaban, y siguen sosteniendo, que el nacionalismo económico es anacrónico y la soberanía un concepto caduco frente a la globalidad; que se debían cobrar menos impuestos a las corporaciones y más a los consumidores; que debía predominar lo económico sobre lo político y lo social; que el Estado no tenía que ocuparse de promover el desarrollo ni procurar la distribución del ingreso porque, si le iba bien a los de arriba, les iría bien a los de abajo. Con la idea peregrina de que si llueve fuerte arriba, gotea abajo, como si la riqueza en sí misma fueses permeable o contagiosa.
Con todos estos llamados “paradigmas”, que no son más que una retacería de enunciados sin fundamento teórico ni científico, los barones del dinero, con la colaboración de los organismos financieros internacionales, lograron imponer la agenda de las llamadas “reformas estructurales”, modificaron los marcos legales y sometieron en lo esencial a la mayoría de los gobiernos del mundo.
El resultado, como estamos viendo, ha sido desastroso para los pueblos y las naciones. Se podría decir que nunca el mundo había estado tan mal como ahora. Pero esto, obviamente, no lo comparten los beneficiarios de este sistema, que consiste en fincar la prosperidad de pocos en el sufrimiento de muchos. Cómo explicar, si así no fuera, que durante todo este periodo de crisis una pequeña minoría no haya dejado de acumular riquezas en una dimensión nunca antes vista en la historia de la humanidad.
Por ejemplo, en 1991, hace 21 años, la revista Forbes, que publica la lista de los hombres más ricos del mundo, indicaba que 274 potentados poseían, cada uno, más de mil millones de dólares; este año, la misma publicación registra que mil 226 personas tienen más de mil millones de dólares. Y lo obsceno es que hace 21 años, los 274 magnates acumulaban en conjunto 483 mil millones de dólares y ahora los mil 226 poseen 4 billones 574 mil millones de dólares. Es decir, en dos décadas, la fortuna de esta élite mundial aumentó 10 veces.
En el caso de México, esta política económica para favorecer a la élite, comenzó a impulsarse desde el gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988), y se profundizó durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). En este periodo, todos los dogmas del neoliberalismo fueron adoptados de manera puntual y utilizados como parapeto para llevar a cabo el saqueo más grande que se haya registrado en la historia del país.
Desde luego, todo esto se hizo acompañar de una intensa campaña propagandística, en la que incluso participaron, algunos intelectuales y “líderes de opinión” que repetían como loros sofismas para justificar el bandidaje oficial y el predominio económico de una minoría por encima del interés público.
También se ajustó el marco jurídico para legalizar la rapiña, la cual fue encubierta, con el eufemismo de “desincorporación de entidades paraestatales” consideradas “no estratégicas ni prioritarias para el desarrollo nacional”. Aunque hubo procesos de licitación y rendición de cuentas (“libros blancos”), en todos los casos se sabía de antemano quiénes serían los ganadores en las subastas. Es cosa de recordar que Salinas, su hermano Raúl y el secretario de Hacienda, Pedro Aspe, eran los encargados de palomear, acomodar y alinear a todos los apuntados que participaron en el reparto de empresas y bancos que hasta entonces pertenecían a la nación.
Así, en 13 meses, del 14 de junio de 1991 al 13 de julio de 1992, con un promedio de 20 días hábiles por banco, fueron rematadas 18 instituciones de crédito. Además, en cinco años, del 31 de diciembre de 1988 al 31 de diciembre de 1993, se enajenaron 251 empresas del sector público. Es decir, se privatizaron compañías como Telmex, Mexicana de Aviación, Televisión Azteca, Siderúrgica Lázaro Cárdenas, Altos Hornos de México, Astilleros Unidos de Veracruz, Fertilizantes Mexicanos; aseguradoras, ingenios azucareros, minas de oro, plata y cobre, fábricas de tractores, automóviles y motores, de cemento, tubería, maquinaria, entre otras.