Zorrilla, Alicia María Sobre las palabras y los números / Alicia María Zorrilla. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2022. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-599-838-4 1. Lingüística. 2. Morfología. 3. Números. I. Título. CDD 415.01 |
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Buenos Aires, Argentina
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Impreso en Argentina / Printed in Argentina
Hecho el depósito que marca la ley 11723
Dichas o escritas, las palabras avanzan y se inscriben una detrás de otra en su espacio propio: la hoja de papel, el muro de aire.
Octavio Paz
Índice
Prólogo
Sostiene Pedro Laín Entralgo que «los medios sociales de la comunicación verbal —la prensa, la radio y la televisión— son los más eficaces recursos para mantener la unidad nacional y supranacional del idioma, y pueden ser, si no se cuida su lenguaje, los agentes más temibles de su deterioro y su fragmentación».
¿Por qué —y esto lo padecemos a diario— no se cuida el idioma en los medios de comunicación? ¿Por qué se tiende, con cierta rebeldía, a veces, a transgredir la norma básica y a anarquizar la expresión? ¿Por qué se maneja con tan poca dignidad la gramática y la ortografía? Don Ramón Menéndez Pidal calificaría esta actitud de pereza fatalista que deja el trabajo de corrección «a los otros». Vivimos «inmersos en una atmósfera oral», más aún, en una atmósfera de incontinencia oral, cuyo influjo nos invade. La trasgresión de los grandes valores humanos atenta continuamente contra la ética de la palabra. Y esa atmósfera crea el estado de indeterminación en que se halla el idioma.
Parece que las palabras, en la radio y en la televisión ocuparan un segundo lugar. En la televisión, se busca con ansiedad el efecto de la imagen sobre el espectador. Si esa imagen no es suficiente, se recurre, entonces, a la palabra, pero no existe la inquietud de la corrección. No hace mucho apareció una historieta, cuyo texto era el siguiente: «A los jóvenes que quieran triunfar en tv, les recomendamos cumplir estas reglas: cuando aparezcan en cámaras, deberán lucir la mejor ropa, la mejor sonrisa, el mejor peinado... ¡y el peor lenguaje!». ¿No sería importante, ante esta realidad, que se aprovechara el valor de la imagen para comunicar al público los errores que se cometen al hablar y al escribir, y el modo de corregirlos? Los programas para niños y para adolescentes deberían crear —por ejemplo, mediante el juego— la necesidad y la obligación de hablar bien, y premiar esa aptitud. Nunca tan acertadas como ahora estas palabras del poeta latino Horacio: Scribendi recte sapere est principium et fons , es decir, «Saber es el principio y la fuente del escribir bien».
Los medios de comunicación ideales deberían ser escuela de orientación idiomática; deberían informar formando con claridad, concisión y corrección. La prisa, uno de los males de nuestro siglo xxi , no puede justificar el yerro. Errores sintácticos y ortográficos, dislates preposicionales corroboran que se desconoce el español. Saber hablar y escribir en nuestra lengua es el corolario de un trabajo circunstanciado que comienza en la infancia; primero, en el hogar y, luego, en la escuela. La lengua también necesita su tiempo para crecer, como todas las grandes realizaciones, y el hablante, desde pequeño, con la ayuda de adultos responsables, debe aprender a diferenciar las formas extraviadas de expresión de las formas correctas, debe aprender que no todo es lo mismo. El sistema educativo, en todos los niveles, no ha dado lugar preferente a la normativa del español y no ha sabido explicar con claridad el valor concreto de la Gramática, que más que una asignatura es considerada un castigo, un tedioso castigo.
Nunca se logrará corregir el mal uso del idioma, si este no se manifiesta como preocupación principalísima en todos los niveles de enseñanza, en todas las asignaturas y en todas las instituciones ajenas al quehacer educativo. La lengua, que es de todos, debe ser una responsabilidad compartida por todos.
Sabemos que las Academias han adoptado hoy una actitud más vital respecto del uso de la lengua, pero, no lenificativa. Sin duda, no podemos continuar con los viejos cánones dieciochescos, respecto de dar por definitivamente constituido el idioma. Nada más equivocado que tratar de inmovilizar las palabras y oponerse al nacimiento de otras. Ya don Miguel de Unamuno, acérrimo enemigo de academias, gramáticas, gramatiquerías, «tiquismiquis lingüísticos» y diccionarios, manifiesta esta preocupación:
… una de las cosas que tenemos que hacernos en España para poder entrar de lleno en la cultura de los pueblos nuevos es el lenguaje. Hay que movilizar la hierática rigidez del viejo romance castellano; hay que darle flexibilidad y mayor riqueza; hay que aprovechar sus energías potenciales haciéndolas actuales; hay que poner en juego su poder de derivación y asimilación, por ridículas preocupaciones de contenido.
La lengua es un río infinito. Su fuerza incontenible vence todo intento de estatismo. A pesar de ello, debemos impedir la deformación del léxico existente, el empleo de expresiones ilógicas o de adjetivos desatinados, el uso de un significado por otro, la introducción de neologismos o de extranjerismos, cuando el español cuenta con sus voces propias, la alteración de la sintaxis, de la morfología o de la ortografía —cacografía, ausencia de la puntuación—, el reemplazo de las mayúsculas obligatorias con las minúsculas, la omisión de los signos que abren las oraciones interrogativas o exclamativas. Debemos incentivar el uso del diccionario, pues, pese a los sentimientos contradictorios que este despierta —Unamuno lo considera un «mamotreto» plagado de «palabrotas fósiles» y de «terminachos muertos»—, es el límite real para contener una extremada libertad en el uso del idioma. No debe considerarse una obra perimida, una antigualla cultivada por arqueólogos, sino un libro actual —aun para conocer los arcaísmos del español—, vivo o que debemos hacer vivir desde la lectura, siempre omitida, siempre relegada, de las «Advertencias para su uso» y, sobre todo, obra perfectible, para que valga lo que pesa. Muchos —no solo el escritor vasco— lo tachan de tumba léxica; a su juicio, las palabras sufren una especie de embalsamamiento al ser registradas en él. Otros lo definen como el mejor diccionario medieval que tenemos. Algunos critican solo ciertos términos, como aquella diputada española que, en 1986, le pidió a la Real Academia que omitiera todas las voces relacionadas con la discriminación de la mujer; ese mandato debía cumplirse en un plazo de dos años. Por supuesto, la Academia no es la propietaria del Diccionario ; no puede introducir vocablos y eliminarlos de acuerdo con su gusto o con el de los demás. Esa tarea requiere, sin duda, un largo proceso.
Los que trabajamos con la palabra sabemos bien que el tan vapuleado Diccionario es uno de nuestros grandes aliados; sabemos bien que es una necesidad su consulta asidua, a pesar de no ser exhaustivo y sí selectivo. No es obra perfecta, pero debemos aprovechar sus aciertos. Las severas críticas que algunos hacen hoy al Diccionario , ¿no provendrán de un enmascarado desprecio por la propiedad idiomática, la proprietas verborum , tan elogiada por Quintiliano? El doctor Fernando Lázaro Carreter reconoce que «el impulso casticista» sigue moviendo a los académicos «cuando, para otorgar plaza en el Diccionario a una palabra nueva o a una nueva acepción», piden «que sea acreditado su empleo por textos solventes» o aplazan «su introducción hasta que obtenga ese crédito. Por su parte, el purismo [...] impide ceder ante vocablos extranjeros comúnmente empleados e insustituibles —de hecho, insustituidos— porque su catadura gráfica o fónica proclama ostensiblemente su extranjería». Desde nuestro punto de vista, el académico español no condena con estas palabras la utilidad de la obra, sino que proclama el requerimiento urgente de un nuevo Diccionario , de un libro dinámico que esté a la altura de los tiempos.