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Sinopsis
Los sistemas políticos liberales se encuentran amenazados en todo el mundo. Asistimos a una “recesión democrática”, en la que los indicadores sobre derechos y libertades se están resintiendo en los últimos años. El ascenso al poder de líderes como Donald Trump, Jair Bolsonaro, Viktor Orbán o Jarosław Kaczyński ha ido de la mano de la vulneración de la separación de poderes, la independencia judicial y de intentos de control de los medios de comunicación.
En su nuevo libro, Francis Fukuyama argumenta que la expansión de estas “democracias iliberales” es fruto de una reacción frente a la percepción social de que los regímenes liberales se han mostrado impotentes para enfrentar los problemas generados por la desigualdad que ha traído consigo el capitalismo globalizado.
Fukuyama se hace cargo de las distintas objeciones al liberalismo provenientes tanto de los planteamientos conservadores como de los progresistas, para concluir que el problema del liberalismo no está realmente en debilidades fundamentales de su doctrina, sino que lo que genera los descontentos es más bien la forma en la que los sistemas liberales han evolucionado desde los años setenta.
Por grande que sea el descontento en las democracias liberales, la opción liberal sigue siendo superior a las alternativas iliberales. Y Fukuyama demuestra que el liberalismo, al contrario de lo que sostiene Vladimir Putin, no está “obsoleto”, sino que continúa siendo necesario, hoy más que nunca, en nuestro mundo diverso e interconectado.
El liberalismo y sus desencantados
Cómo defender y salvaguardar nuestras democracias liberales
Francis Fukuyama
Traducción de Jorge Paredes Soberón
Introducción
Este libro pretende ser una defensa del liberalismo clásico, o bien —en caso de que este término esté demasiado cargado de connotaciones históricas— de lo que Deirdre McCloskey denomina «liberalismo humano». Creo que en la actualidad el liberalismo se encuentra seriamente amenazado en todo el mundo; si bien se asumió como algo natural en su día, sus virtudes y su valor tienen que exponerse y ponderarse de nuevo.
Por liberalismo me refiero a la doctrina surgida por primera vez en la segunda mitad del siglo XVII y que aboga por la limitación de los poderes de los gobiernos o los Estados mediante las leyes y, en última instancia, las constituciones, así como con la creación de instituciones que protejan los derechos de los individuos que viven bajo su jurisdicción. No me refiero al «liberalismo» con el que se hace referencia actualmente en Estados Unidos a las políticas de centroizquierda; ese conjunto de ideas, como veremos, difiere del liberalismo clásico en algunos aspectos cruciales. Tampoco hace referencia a lo que en este país se denomina «libertarismo», el cual es una doctrina peculiar basada en la oposición al gobierno o al Estado como tales. Asimismo, tampoco utilizo el término liberal en el sentido europeo, el cual define a partidos de centroderecha escépticos con el socialismo. El liberalismo clásico es un gran paraguas bajo el que se cobija una amplia gama de posicionamientos políticos que, no obstante, coinciden en cuanto a la importancia fundamental de la igualdad de los derechos individuales, la ley y la libertad.
Es evidente que el liberalismo ha estado en horas bajas en los últimos años. Según Freedom House, los derechos políticos y las libertades aumentaron en todo el mundo durante las tres décadas y media transcurridas entre 1974 y principios de la década de los 2000, pero llevan quince años seguidos disminuyendo hasta 2021, durante lo que se ha dado en llamar «recesión democrática» o incluso «depresión democrática».
En las democracias liberales consolidadas, son las instituciones liberales las que han sido objeto de un ataque directo. Líderes como Viktor Orbán en Hungría, Jarosław Kaczy ń ski en Polonia, Jair Bolsonaro en Brasil, Recep Tayyip Erdo ğ an en Turquía y Donald Trump en Estados Unidos fueron elegidos democráticamente y han utilizado sus mandatos electorales para atacar a las instituciones liberales a la primera oportunidad. Entre ellas se incluyen los tribunales y el sistema judicial, las administraciones estatales imparciales, los medios de comunicación independientes y otros organismos cuya función es limitar el poder ejecutivo mediante un sistema de controles y contrapesos. Orbán ha tenido bastante éxito a la hora de situar al grueso de los medios de comunicación de Hungría bajo el control de sus aliados. Trump tuvo menos en sus intentos de debilitar instituciones como el Departamento de Justicia, los servicios de inteligencia, los tribunales y los principales medios de comunicación, pero su intención era fundamentalmente la misma.
El liberalismo no sólo ha sido cuestionado en los últimos años por populistas de derechas, sino también por una renovada izquierda progresista. La crítica de este sector nace de la acusación —de por sí correcta— de que las sociedades liberales no estaban a la altura de sus ideales de ofrecer un trato igualitario a todos los grupos. Esta crítica fue ampliándose con el tiempo, hasta atacar los principios mismos del liberalismo, como dar prioridad a los derechos individuales frente a los colectivos, la premisa de la igualdad universal entre los hombres en la que se han basado las constituciones y los derechos liberales y el valor de la libertad de expresión y el racionalismo científico como métodos para comprender la realidad. En la práctica, esto ha provocado la intolerancia ante opiniones que se alejan de la ortodoxia progresista y el uso de diferentes formas de poder social para imponer dicha ortodoxia. Las voces discordantes han sido apartadas de posiciones de influencia y los libros discrepantes han sido vetados en la práctica, no por los gobiernos, sino por organizaciones poderosas que controlan su distribución masiva.
A los populistas de derechas y a los progresistas de izquierdas, el liberalismo actual no les desagrada, en mi opinión, a causa de una debilidad fundamental en la doctrina, sino que están descontentos por la manera en que el liberalismo ha evolucionado a lo largo del último par de generaciones. Desde finales de la década de 1970, el liberalismo económico ha evolucionado hacia lo que actualmente se denomina «neoliberalismo», el cual ha incrementado drásticamente la desigualdad económica y ha provocado devastadoras crisis financieras que perjudican a la gente corriente mucho más que a las élites adineradas en muchos países del mundo. En esta desigualdad se basa el argumento progresista en contra del liberalismo y del sistema capitalista a él asociado. Las normas institucionales del liberalismo protegen los derechos de todo el mundo, incluyendo a las élites existentes reacias a renunciar tanto a su riqueza como a su poder y que, por tanto, representan un obstáculo en el camino hacia la justicia social de los grupos excluidos. El liberalismo constituyó la base ideológica de la economía de mercado y, por consiguiente, está, en opinión de muchos, implicado en las desigualdades que conlleva el capitalismo. En Estados Unidos y Europa, muchos jóvenes e impacientes activistas de la generación Z consideran el liberalismo como un enfoque pasado de moda, propio de la generación del