La energía en el poder ejecutivo es un rasgo fundamental de la definición del buen gobierno. Es esencial para la protección de la comunidad frente a los ataques extranjeros; no es menos esencial para la constante administración de las leyes [...]. Una ejecución débil no es sino otra manera de designar una ejecución mala; y un gobierno que ejecuta mal, sea lo que fuere en teoría, en la práctica tiene que resultar un mal gobierno.
El pueblo inglés, por tanto, ha estudiado durante largo tiempo y con éxito el arte de poner freno al poder ejecutivo a expensas de descuidar el arte de perfeccionar los métodos ejecutivos. Ha ejercitado más el arte de controlar que el arte de vigorizar al gobierno. Ha estado más preocupado por hacer que el gobierno sea justo y moderado que porque sea, bien organizado y efectivo.
Cuando un norteamericano piensa sobre el problema de construir el gobierno, no se enfoca a la creación de autoridad y de acumulación de poder, sino más bien a la limitación de la autoridad y a la división de poderes.
S AMUEL P. H UNTINGTON
Introducción
El desarrollo de las instituciones políticas
hasta la Revolución francesa
Pensemos en varios escenarios muy diferentes que se han desarrollado durante la primera década del siglo XXI .
En Libia, en 2013, un grupo armado con una amplia variedad de armas pesadas secuestró durante un breve espacio de tiempo al primer ministro del país, Alí Zeidan, exigiendo al gobierno el pago de atrasos salariales al ejército. Otro grupo armado ha interrumpido gran parte de la producción de petróleo del país, la cual es prácticamente la única fuente de ingresos de exportación. Otros grupos militares fueron anteriormente responsables del asesinato del embajador de Estados Unidos Christopher Stevens en Bengasi y de disparar a docenas de manifestantes en la capital, Trípoli, los cuales protestaban por la constante ocupación de la ciudad.
Esos grupos armados estaban repartidos en diferentes partes del país en oposición al eterno dictador de Libia, Muamar el Gadafi, al cual expulsaron, con ayuda considerable de la OTAN, el primer año de la Primavera Árabe en 2011. Las protestas contra gobiernos autoritarios que estallaron ese año, no sólo en Libia, sino también en Túnez, Egipto, Yemen, Siria y otros países árabes, estaban a menudo impulsadas por demandas de más democracia. Sin embargo, dos años más tarde, la democracia, tal como se practica en Europa y Norteamérica, sigue siendo un sueño lejano. Desde entonces, Libia ha llevado a cabo algunas tentativas hacia el establecimiento de una asamblea constituyente que redactaría una nueva Constitución. Pero, por el momento, su problema fundamental es que carece de un Estado —es decir, de una autoridad central que pueda ejercer el monopolio legítimo de la violencia en su territorio para mantener la paz e imponer el cumplimiento de la ley.
En otras partes de África, existen sobre el papel Estados que reivindican el monopolio de la fuerza y son menos caóticos que Libia. Sin embargo, siguen siendo muy débiles. Los grupos islamistas radicales, tras ser expulsados del sur de Asia y de Oriente Próximo, se han asentado en países con gobiernos débiles como Malí, Níger, Nigeria y Somalia. La razón por la cual esta parte del mundo es mucho más pobre en cuanto a ingresos, sanidad, educación, etc., que las regiones florecientes como Asia oriental puede atribuirse directamente a la falta de instituciones gubernamentales sólidas.
Durante el mismo período, en Estados Unidos se desarrolló un escenario muy diferente por lo que respecta a su sector financiero. En muchos sentidos, Estados Unidos se encuentra en el extremo opuesto del espectro político de la Libia posterior a Gadafi: tiene un Estado grande e institucionalizado que se remonta a más de doscientos años atrás y bebe de una profunda fuente de legitimidad democrática. Sin embargo, ese Estado no funciona bien, y es posible que sus problemas tengan relación con el hecho de estar demasiado institucionalizado.
Antes de la crisis económica de 2008, había casi una docena de agencias federales con autoridad normativa sobre las instituciones financieras, así como entidades reguladoras de bancos y compañías aseguradoras en cada uno de los cincuenta estados. No obstante, a pesar de toda esa regulación, el gobierno de Estados Unidos no fue consciente de la inminente crisis de las hipotecas subprime, lo cual permitió a los bancos asumir un apalancamiento de deuda excesivo y la aparición de un enorme sistema bancario paralelo edificado en torno a instrumentos derivados demasiado complejos como para poder valorarlos adecuadamente. Algunos analistas han tratado de culpar de la crisis exclusivamente a las hipotecas garantizadas por el gobierno a través de agencias como Fannie Mae and Freddie Mac, que, efectivamente, contribuyeron al desplome financiero. No obstante, el sector privado contribuyó alegremente a alimentar el frenesí hipotecario, asumiendo riesgos indebidos porque los grandes bancos sabían que, en última instancia, serían rescatados por el gobierno si tenían problemas. Ése fue exactamente el escenario que tuvo lugar tras la quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008, la cual estuvo a punto de provocar el desplome del sistema de pagos global y condujo a la mayor recesión vivida por Estados Unidos desde la Gran Depresión.
Lo que tal vez resulta más impactante es, sin embargo, lo sucedido desde la crisis. A pesar de la admisión generalizada del enorme riesgo que representaban los bancos «demasiado grandes para quebrar», el sector bancario estadounidense se concentró aún más de lo que lo estaba en 2008. En los años siguientes a la crisis, el Congreso promulgó la Ley Dodd-Frank, una legislación que, teóricamente, debía resolver el problema. Sin embargo, la ley pasó por alto soluciones más sencillas, como un importante aumento de los requisitos de capital bancario o imponer límites al tamaño de las instituciones financieras, en favor de una compleja mezcolanza de nuevas regulaciones. Tres años después de la promulgación de la legislación, muchas de las normas detalladas aún no habían sido redactadas y, probablemente, incluso en el caso de que se hubieran redactado, no iban a solucionar el problema subyacente de los bancos «demasiado grandes para quebrar», aunque fueran a hacerlo.
La quiebra tiene dos causas fundamentales. La primera tiene que ver con la rigidez intelectual. Los bancos, en su propio interés, han afirmado que unas nuevas regulaciones más estrictas sobre sus actividades reducirían su capacidad de conceder crédito y, por tanto, perjudicarían el crecimiento económico, provocando al mismo tiempo consecuencias perniciosas no deseadas. Dichos argumentos son, a menudo, bastante válidos cuando se aplican a instituciones no financieras como las industrias manufactureras, y son del agrado de muchos votantes conservadores que desconfían de un «gran gobierno». No obstante, como han explicado los profesores Anat Admati y Martin Hellwig, entre otros, los grandes bancos son muy diferentes de las empresas no financieras en el sentido de que tienen una capacidad potencial para perjudicar a la economía de formas impensables para una empresa fabricante.
Un tercer escenario relaciona la Primavera Árabe con las protestas que estallaron en Turquía y Brasil en 2013. Esos dos países eran líderes entre las economías de «mercados emergentes», las cuales habían experimentado un rápido crecimiento económico durante la década anterior. A diferencia de las dictaduras árabes, ambas naciones eran democracias con elecciones libres. Turquía había estado gobernada por el islamista Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP, por sus siglas en turco), cuyo líder, el entonces primer ministro Recep Tayyip Erdog˘an (presidente del país desde 2014), había dejado anteriormente su impronta como alcalde de Estambul. Brasil, por su parte, había elegido a una presidenta, Dilma Rousseff, que pertenece a un partido socialista (Partido de los Trabajadores) y que había sido encarcelada en su juventud por la dictadura militar que gobernó el país entre 1964 y 1985.