¿Cómo puede la izquierda recuperar sus valores y ofrecer un proyecto de futuro comprometido con la sociedad? El análisis y las conclusiones de Lilla son de lectura obligatoria a ambos lados del Atlántico para entender qué sucede a los partidos progresistas.
La victoria electoral de Donald Trump en noviembre de 2016 causó un terremoto devastador en la izquierda estadounidense. Uno de los primeros en reaccionar fue Mark Lilla, el respetado autor de ensayos como Pensadores temerarios o La mente naufragada .
Su polémico diagnóstico consideraba que la bizantina deriva del pensamiento progresista hacia debates y posiciones relacionados con la identidad, la alejaban irremisiblemente de la mayoría de los votantes: la izquierda solo podría volver a gobernar si lograba reconstruir un mensaje que apelara a la sociedad en su conjunto y propusiera una visión de un futuro común.
En El regreso liberal , Lilla presenta un argumento apasionado, duro y doloroso acerca del fracaso del liberalismo estadounidense desde los años de Reagan. Aunque Clinton y Obama repitieron mandato, el debate político central sigue dominado por las ideas republicanas: un papel reducido del Estado, impuestos bajos e individualismo a ultranza. Enfrente, los demócratas no han sido capaces de construir un discurso alternativo, perdidos en la selva de las identidades.
MARK LILLA
El regreso liberal
Más allá de la política de la identidad
© Mark Lilla
The Once and Future Liberal: After Identity PoliticsNueva York, 2017, Harper Collins
Barcelona, 2018, Debate
Traducción de Daniel Gascón
Editor digital: SnrB 2021
INTRODUCCIÓN: LA RENUNCIA
Donald J. Trump es presidente de Estados Unidos. Y su sorprendente victoria ha dado por fin energía a los liberales y progresistas estadounidenses. Están organizando lo que llaman «resistencia» a todo lo que representa. Crean redes, van a manifestaciones, asisten a los plenos del ayuntamiento e inundan las líneas telefónicas de sus representantes en el Congreso. Ya se habla con entusiasmo de recuperar escaños en la Cámara de Representantes y en el Senado en las elecciones de mitad de la legislatura, y la presidencia en tres años. La búsqueda de candidatos ha comenzado y, sin duda, hay asesores que sueñan con los despachos que ocuparán en el Ala Oeste de la Casa Blanca.
Ojalá la política estadounidense fuera tan sencilla. Pierdes la bandera y la recuperas. Nosotros, los liberales, hemos jugado a este juego antes y, a veces, hemos ganado. Hemos tenido presidentes demócratas en cuatro de las diez legislaturas que siguieron a la victoria de Ronald Reagan en 1980 y hubo importantes logros en cuestiones de medidas políticas durante los gobiernos de Bill Clinton y Barack Obama. Pero si rascas la superficie de las elecciones presidenciales, que parecen seguir su propio ritmo histórico, las cosas se vuelven muy oscuras, muy deprisa.
Clinton y Obama fueron elegidos y reelegidos con mensajes que hablaban de esperanza y de cambio. Pero se vieron bloqueados en casi cada momento por republicanos llenos de confianza en el Congreso, un Tribunal Supremo escorado a la derecha y una mayoría creciente de gobiernos estatales en manos de los republicanos. Los triunfos electorales de esos presidentes no hicieron nada para detener o ralentizar siquiera la deriva derechista de la opinión pública estadounidense. De hecho, en buena medida gracias al complejo mediático sin escrúpulos y enormemente influyente de la derecha, cuanto más tiempo se mantenía en el cargo, más despreciaba el público el liberalismo como doctrina política. Y ahora nos enfrentamos a páginas web de la extrema derecha populista que mezclan medias verdades, mentiras, teorías de la conspiración e invenciones para crear un mejunje tóxico que se tragan fácilmente los crédulos, los indignados y los amenazadores. Los liberales se han convertido en el tercer partido ideológico de Estados Unidos, por detrás de los autodenominados «independientes y conservadores», incluso entre los jóvenes y algunas minorías. Nos han repudiado en términos nada ambiguos. Donald Trump no es, para ser sinceros, la mayor de nuestras preocupaciones. Y, si no miramos más allá de él, hay muy poca esperanza para nosotros.
El liberalismo estadounidense en el siglo XXI está en crisis: una crisis de imaginación y de ambición por nuestra parte, una crisis de vínculo y de confianza por parte del público. La mayoría de los estadounidenses han dejado muy claro que ya no responden a cualquier mensaje general que estuviéramos transmitiendo las décadas pasadas. Incluso cuando votan a nuestros candidatos, son cada vez más hostiles hacia nuestra manera de hablar y de escribir (especialmente sobre ellos), hacia nuestra manera de argumentar, hacia nuestra manera de hacer campaña, hacia nuestra manera de gobernar. La famosa observación de Abraham Lincoln resulta de nuevo oportuna: El sentir del público lo es todo. Con él, nada puede fracasar; en su contra, nada puede prosperar.
Quien moldea el sentir del público va más allá que quien promulga leyes o pronuncia decisiones judiciales. La derecha estadounidense entiende perfectamente esta ley básica de la política democrática y por eso ha controlado la agenda política del país durante dos generaciones. Los liberales han rechazado aceptarla el mismo tiempo. Como Bartleby el escribiente, «prefieren no hacerlo». La pregunta es: ¿por qué? ¿Por qué aquellos que dicen hablar por el gran demos estadounidense se muestran tan indiferentes ante la tarea de agitar sus emociones y de ganar su confianza? Esta es la cuestión que me gustaría explorar.
Escribo como un liberal estadounidense frustrado. Mi frustración no se dirige hacia los votantes de Trump o hacia aquellos que han apoyado de manera explícita el ascenso de este demagogo populista, ni hacia aquellos que han engrasado las ruedas de su campaña, ni hacia aquellos cobardes de Washington que se han doblegado ante él. Otros irán a por ellos. Mi frustración tiene su fuente en una ideología que durante décadas ha impedido que los liberales desarrollen una visión ambiciosa de Estados Unidos y de sus ciudadanos capaz de inspirar a toda clase de estos y en todas las regiones del país. Una visión que orientara al Partido Demócrata y le ayudase a ganar elecciones y a ocupar nuestras instituciones políticas a largo plazo, para que pudiéramos realizar los cambios que nosotros queremos y Estados Unidos necesita. Los liberales aportan mucho a la competición electoral: valores, compromisos, propuestas de políticas. Lo que no llevan es una imagen de cómo podría ser nuestra forma de vida compartida. Desde la elección de Ronald Reagan, la derecha estadounidense ha ofrecido una. Y es esa imagen —no el dinero, no la falsa publicidad, no el discurso del miedo, no el racismo— la que ha sido la fuente última de su fuerza. En la competición por la imaginación estadounidense, los liberales han abdicado.
El regreso liberal es la historia de esa renuncia. Su argumento se puede resumir brevemente. Sugiero que la historia política estadounidense del siglo pasado se puede dividir de forma útil en dos «dispensaciones», para invocar el término de la teología cristiana. La primera, la Dispensación Roosevelt, se extendió desde la época del New Deal hasta la era del movimiento de los derechos civiles y la Gran Sociedad de los años sesenta y se agotó en la década de 1970. La segunda, la Dispensación Reagan, empezó en 1980 y ahora la cierra un populismo oportunista y carente de principios. Cada dispensación trajo consigo una imagen inspiradora del destino de Estados Unidos y un claro catecismo de doctrinas que establecían los términos del debate político. La Dispensación Roosevelt presentaba un Estados Unidos en donde los ciudadanos estaban implicados en una empresa colectiva para protegerse unos a otros frente al riesgo, la miseria y la negación de los derechos fundamentales. Sus consignas eran «solidaridad», «oportunidad», «deber público». La Dispensación Reagan presentaba un Estados Unidos más individualista en donde las familias, las pequeñas comunidades y las empresas florecerían una vez quedaran libres de los grilletes del Estado. La primera dispensación era política; la segunda, antipolítica.
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