JESUCRISTO
EN EL PLURALISMO
RELIGIOSO
¿UN ÚNICO SALVADOR UNIVERSAL?
Jesucristo en el pluralismo religioso
¿Un único salvador universal?
©Antonio Bentué
©Ediciones Universidad Alberto Hurtado
Alameda 1869 Santiago de Chile
56-02-8897726
www.uahurtado.cl
ISBN 978-956-8421-66-3
eISBN 978-956-8421-93-9
Registro de propiedad intelectual Nº 212808
Este texto fue sometido al sistema de referato ciego
Este es el séptimo tomo de la colección Teología de los tiempos
Colección Teología de los tiempos
Dirección Colección Teología de los tiempos: Carlos Schickendantz
Dirección editorial: Alejandra Stevenson Valdés
Editora ejecutiva: Beatriz García Huidobro
Diseño de la colección y diagramación interior: Alejandra Norambuena
Imagen de portada: Dome of the Rock
Dome of the Rock in Jerusalen. Fotografía de Simeon Eichmann
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JESUCRISTO
EN EL PLURALISMO
RELIGIOSO
¿UN ÚNICO SALVADOR UNIVERSAL?
A NTONIO B ENTUÉ
CONTENIDO
PRÓLOGO
La pretensión de un único salvador del mundo, Cristo, es para los cristianos tan irrenunciable como problemática.
Los cristianos creen que Jesucristo es el Hijo de Dios encarnado para su salvación y la salvación del mundo. Esta convicción les obliga a salir de sí mismos y anunciar el Evangelio hasta los confines de la Tierra. La misión cristiana, en principio, comprueba a los mismos cristianos que cumplen con su identidad de hijos e hijas de Dios en la medida que proclaman que todos los seres humanos somos hermanos y hermanas, llamados a vivir en justicia y paz en virtud del amor del Padre.
Esta convicción, sin embargo, ha sido practicada, desde los mismos comienzos de la religión cristiana, de un modo complejo o traumático. Los cristianos, arraigados en el mundo, no siempre han sido conscientes de que sus mejores intenciones evangelizadoras han escondido poderosos intereses narcisistas, dirá Antonio Bentué, intenciones de manipulación y de conquista universal. En otros casos, la confesión de la absolutez del cristianismo les ha servido para la defensa, también violenta, de territorios y empresas muy mundanas.
Hoy, en tiempos de plena globalización, cuando el mundo se interrelaciona multiplicando los contactos y a una velocidad vertiginosa, la unidad de la humanidad y, por ende, la necesidad imperiosa de justicia, se acrecienta. En Europa y en América Latina, así como en otras partes del globo, las religiones pueden ser factores de paz o de intolerancia, de concordia o de conflictos. El ataque a las Torres Gemelas, corazón del imperio norteamericano, ha sido justificado con razones religiosas. No se puede decir que el Islam haya entrado en conflicto con el cristianismo, pero muchas personas pertenecientes al mundo no-cristiano, e islámico en particular, han simpatizado con el derrumbe simbólico de una nación que, a menudo, ha hecho del cristianismo el aliento de su expansionismo. Deben recordarse, por otra parte, las innumerables iniciativas de búsquedas de unidad (ecuménica) y de diálogo (interreligioso) que, aquí y allá, a veces pequeñas, ayudan a tejer un mundo compartido y más pacífico. El encuentro de oración en Asís de 1986 entre líderes de diversas religiones, por ejemplo, ha representado un anhelo hondamente querido por millares de seres humanos de nuestra era e indica la senda por donde seguir.
No han sido las guerras de religión europeas o las cruzadas para rescatar el santo sepulcro intentos legítimos de defensa de la verdad del cristianismo o de la religión verdadera. Hoy, avergonzados, podemos decir que aquella obsesión por la verdad doctrinal, que también puede percibirse en nuestros días en determinados ambientes del catolicismo, se tradujo precisamente en un formidable antitestimonio de la verdad del Evangelio. Este, creemos hoy, no necesita prosperar a la fuerza ni por coacción. Es más, muchos pensamos que la violencia sacra es la peor de todas, pues nada causa más daño que invocar el nombre de Dios para imponerse a los demás. El Dios de Jesucristo se expone al rechazo libre del ser humano y respeta la autonomía de las conciencias.
En estas aguas navega esta obra de Antonio Bentué, maestro y amigo. En ella aborda uno de los temas centrales del quehacer teológico internacional. Pocos temas son tan urgentemente actuales. La Iglesia posconciliar tiende a ser cada vez más universal y, por lo mismo, experimenta una enorme tensión para construir la unidad. Surgen posibilidades de varios “cristianismos”: asiático, negro, latinoamericano, feminista, del primer mundo… Todos ellos descubren, poco a poco, esos “caminos por Dios conocidos” (GS 22) por los cuales otras personas, que no comparten la fe cristiana, pueden llegar a reconocer que Cristo es su Salvador y el Salvador universal. ¿Cuánto tendría que ceder el magisterio de la Iglesia Católica en formulaciones de doctrina, de moral y de liturgia para que estos “cristianismos” alcancen la unidad que el Padre de Jesucristo quiere para sus más diversos hijos e hijas?
Antonio Bentué, de la mano del Concilio Vaticano II y de la mejor teología del siglo XX, avanza distinguiendo entre el Misterio de Cristo y su verificación histórica, la cual se ha dado explícitamente en la Iglesia y el cristianismo tradicional, pero que también es preciso reconocer en la animación de las demás tradiciones religiosas. Bentué apunta a lo fundamental: la misericordia. Allí donde se ha dado un trascender los mezquinos intereses religiosos, la religión autojustificatoria o pretendidamente superior a las demás; allí donde el amor samaritano por el ser humano ha sido practicado por cristianos, por creyentes de otras denominaciones religiosas o por personas “de buena voluntad”; allí Jesucristo, el Salvador, ha operado a través de su Espíritu.
La tarea es compleja. El cumplimiento de semejante misión universal de misericordia aún necesita clarificaciones teóricas. La justicia no se consigue sin superar formulaciones de fe inadecuadas. El “frente” latinoamericano ha apostado a la universalidad de Cristo desde “el reverso de la historia”: la teología de la liberación ha relativizado la necesidad de la Iglesia, toda vez que ha procurado reconstituirla a partir de la solidaridad con todas las víctimas del mundo y de la opción preferencial por los pobres. La identificación del Cristo, el Mesías, con Jesús de Nazaret, que anunció el reino a los pobres y por ello fue asesinado, resulta decisiva. El “frente” asiático, por el contrario, reclama que una identificación completa entre el Verbo de Dios y Jesús de Nazaret, de lo cual se sigue en los hechos un cristianismo estrechamente vinculado al mundo occidental, dificulta una inculturación del Evangelio entre los asiáticos. Jesús no tendría por qué agotar la virtud salvadora de Dios o del Logos.
Es mérito de esta obra, también, el recorrer algunos tramos significativos de la Iglesia en Latinoamérica donde se perciben luces y sombras. Si es verdad que no faltan ejemplos de una evangelización acompañada de violencia, como muestra el autor, también puede comprobarse el esfuerzo de otros que hicieron avanzar la reflexión creyente en la dirección adecuada, conforme al Evangelio y a la dignidad humana.