LORENZO BERNALDO DE QUIRÓS (Ávila, 1959) es presidente y socio de la consultora Freemarket Corporative Intelligence, especializada en estrategia y operaciones. Es también académico del Cato Institute, una institución de investigación en políticas públicas y director de la Fundación Internacional para la Libertad, presidida por Mario Vargas Llosa, y vicepresidente del Instituto Von Mises de Barcelona,institución que tiene como misión la creación y difusión de ideas y proyectos sobre los retos de una sociedad abierta.
Asimismo,también es miembro del Consejo Editorial del diario El Economista y colabora de manera habitual en los principales medios de comunicación nacionales. Ha sido asesor económico del Círculo de Empresarios, director de estudios económicos de la Cámara de Comercio e Industria de Madrid y director de relaciones institucionales de la Confederación Española de Empresas del Metal.
Es autor de Por una derecha liberal (2015), un razonamiento acerca de porqué la derecha española debe alejarse del conservadurismo y acercarse al liberalismo. Entre otras publicaciones, es coautor, con Jordi Sevilla, de¿¿Mercado o Estado? Dos visiones sobre la crisis (2011) y participó con un capítulo en la obra colectiva Podemos. Deconstruyendo a Pablo Iglesias (2014).
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Tiempos de penumbra
A lo largo de un dilatado proceso evolutivo, interrumpido en ocasiones durante prolongados espacios temporales, Occidente logró crear un orden social que ha proporcionado a las personas las mayores cuotas de libertad, dignidad y prosperidad conocidos en la historia de la humanidad. La sociedad abierta, en sus dos expresiones institucionales, la democracia liberal y el capitalismo, ha encarnado y estimulado lo más noble del ser humano: su capacidad de ser el autor y el arquitecto de su vida conforme a su mejor saber y entender, a sus gustos y preferencias; su predisposición a cooperar de manera pacífica y constructiva con los demás; su simpatía y sensibilidad hacia el infortunio; la idea de que la razón, el derecho y la tolerancia han de presidir las relaciones entre los individuos; la creencia en que el gobierno legítimo ha de reposar en el consentimiento de los ciudadanos… Todos esos principios incorporan algunas de las conquistas realizadas por el ser humano en una lucha constante frente a las fuerzas oscuras de la irracionalidad, el privilegio y la nostalgia de la tribu.
Aunque resulta una provocación, y lo es en estos tiempos de penumbra, es preciso resaltar que la mayoría de los seres humanos viven en el mejor mundo conocido hasta la fecha. Sin duda, las democracias liberales no son perfectas, porque el individuo no lo es, pero son perfeccionables e infinitamente mejores que cualquiera de sus potenciales y reales alternativas. Nunca ha existido menos pobreza a escala global, nunca ha habido tantas oportunidades para que los individuos tengan la opción de mejorar su existencia, nunca la esperanza de vida ha sido tan larga, nunca se han producido avances médicos tan espectaculares en la lucha contra la enfermedad y la muerte, y nunca ha habido una sensibilidad parecida hacia los desfavorecidos. Los ejemplos podrían ampliarse mucho más… Y todo esto no ha sido una casualidad ni el resultado de las fuerzas del destino, sino la consecuencia de la extensión, con mayor o menor intensidad, de los principios del liberalismo. Éstos han permitido desatar la energía creadora del individuo, lo que se refleja en una correlación casi milimétrica entre la asunción del ideario liberal y la transformación a mejor experimentada por los países que lo han aplicado con mayor amplitud y coherencia.
Sin embargo, hoy como ayer, la sociedad abierta está en peligro. Se encuentra en una tesitura similar a la del período de entreguerras (1918-1939), época sintetizada a la perfección por Zara Steiner en los títulos de dos libros memorables: Las luces que se apagaron y El triunfo de la oscuridad. En esos años, los totalitarismos nazi, fascista y comunista pusieron en peligro de supervivencia el mundo civilizado. Si bien es verdad que la actual amenaza totalitaria no reviste la brutalidad de sus antecesoras, lo cierto es que ésta existe y su peligro es quizá mayor en tanto no impugna de manera abierta y frontal los fundamentos del sistema, sino que los desfigura de una forma gradual y persistente hasta volverlos irreconocibles. Por eso, combatirla es mucho más difícil cuando, además, sus doctrinas se envuelven en las vestiduras de la democracia, en la voluntad de satisfacer las demandas del pueblo y en la apelación a la moral. Éste es el mensaje de la izquierda identitaria, cuyo ideario y programas actúan como termitas que corroen los cimientos del maltrecho orden liberal democrático.
Como ocurrió entre las dos guerras mundiales, el ataque lanzado por la izquierda neototalitaria contra el sistema ha provocado el renacimiento de la derecha autoritaria y populista, cuya respuesta es el intento de «salvar Occidente» haciendo abstracción o, mejor aún, dando un salto atrás, hacia un mundo desaparecido cuyos rasgos se pierden y se difuminan en la neblina del ayer. La trayectoria de Occidente, no sabemos desde hace cuánto, es un error y es necesario frenar e invertir una tendencia que sólo conduce al caos. La democracia liberal y el capitalismo, tal como se conocen o como han llegado a ser, no constituyen una respuesta al problema, sino que son parte del problema. Esta reacción no es nueva.
En el interregno entre las dos conflagraciones mundiales, muchas personas de derechas, permítase la simplificación, vieron en los totalitarismos anticomunistas la única manera de preservar su mundo y defenderlo ante la barbarie bolchevique. Ahora, muchas sucumben o tienen la tentación de sucumbir a los cantos de sirena de la derecha iliberal por motivos similares. Ante este panorama, es preciso recordar que la única manera de consolidar un orden social viable, incluido el que estas personas desean preservar, no estriba en un imposible acuerdo sobre fines, porque los individuos son diferentes y persiguen metas distintas, sino sobre los medios, esto es, sobre unas reglas del juego que acepten la diversidad de los seres humanos y permitan resolver las discrepancias entre ellos sin recurrir a la violencia.
Hablar de tentación totalitaria, refiriéndose a la actual dialéctica acción-reacción de la izquierda y de la derecha identitarias, quizá parezca exagerado, pero no lo es tanto si se analiza con una cierta frialdad. Ambas, en nombre de la moral, pretenden imponer a todos su peculiar concepción de la vida buena usando el poder del Estado para alcanzar ese objetivo; ambas profesan una doctrina propia de corrección política que asfixia la disidencia y aspira a la uniformidad; ambas clasifican a los seres humanos en términos colectivos, por su pertenencia a un determinado grupo, haciendo abstracción de su individualidad, y ambas, por tanto, reniegan del pluralismo de valores, intrínseco a las personas, a su identidad como seres libres e independientes.
En la práctica, la sociedad anhelada por la izquierda y por la derecha identitarias guarda una gran similitud con la descrita en numerosas distopías con una diferencia: no existe la pretensión de imponer una dictadura formal. Ya no hace falta un Estado-Partido Único que controle todos los ámbitos de la vida política, social, cultural y económica, se puede alcanzar ese mismo objetivo manteniendo las apariencias de la democracia, pero eliminando o arrumbando todo lo que la «mayoría social» no considere políticamente correcto. La forma de llevar a término este proyecto es la sustitución del pluralismo verdadero, el de la sociedad civil (la libre y trasversal unión de personas en asociaciones de todo tipo) por un pluralismo falso, el colectivista que encuadra