Mónica Echeverría Yáñez
AGONÍA DE UNA IRREVERENTE
Echeverría Yáñez, Mónica
AGONÍA DE UNA IRREVERENTE / Mónica Echeverría Yáñez
Santiago de Chile: Catalonia, 2018
ISBN: 978-956-324-595-0
ISBN Digital: 978-956-324-600-1
BIOGRAFÍA
921
Diseño y diagramación:
Diseño portada: Guarulo & Aloms
Fotografías: archivo personal de la autora.
Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial.
Primera edición: febrero 2018
ISBN: 978-956-324-595-0
ISBN Digital: 978-956-324-600-1
Registro de Propiedad Intelectual: Nº A-287257
© Mónica Echeverría Yáñez, 2018
© Catalonia Ltda., 2018
Santa Isabel 1235, Providencia
Santiago de Chile
www.catalonia.cl – @catalonialibros
A Joaquín Barceló Larraín
con respeto y admiración
por haber permitido el relato
de esta dolorosa historia.
AGRADECIMIENTOS
A Fernando Castillo Velasco, mi marido, por su positiva crítica en momentos de desaliento.
Óscar Ortiz, asesor histórico, y gracias a quien también logré descubrir los libros, documentos, archivos y artículos perdidos.
Luz Lagarrigue Castillo, quien con su juicio crítico, ponderado y certero guión mis escritos y calmó mis excesos.
Jaime Castillo Velasco, consejero jurídico.
Philipe La Roche, conocedor de almas y asesor psicológico.
Gonzalo Figueroa Yáñez, Eduardo Novoa Monreal y Gonzalo Vial Correa, por las opiniones que, como profesores y penalistas, aportaron al juicio Barceló.
Sonia Pérez Bieti, que como investigadora, profesora y crítica literaria, me entregó su visión de mujer latinoamericana.
Eduardo Labra Contreras, terapeuta e intérprete de simbologías.
Francisco Aguirre Flores, abogado ético.
César Lobos, por haberme aportado libros y documentos.
Leopoldo Castedo, por haberme facilitado fotografías de su iconografía histórica.
Todos los entrevistados, aun aquellos que a regañadientes entregaron opiniones, anécdotas y juicios sobre la personalidad y época de Inés Echeverría-Iris.
Los “Memorialistas” sin los cuales la reconstrucción de épocas y costumbres no habría sido posible.
Los historiadores que, con sus fechas y datos reales, produjeron en este relato la simbiosis necesaria entre recuerdos, sueños y hechos comprobables.
ENTREVISTAS:
Isidora Aguirre Tupper
Joaquín Barceló Larraín
Rebeca Barceló Larraín
Tobías Barros Ortiz
Rosalía Bianchi Gundián
José Echeverría Yáñez
Rafael Agustín Gumucio Vives
Iris Larraín Echeverría
Hernán Millas
Miguel Munizaga Iribarren
Eduardo Novoa Monreal
Verónica Noguera Larraín
Oreste Plath
Pilar Subercaseaux Morla
Isidora Tupper Huneeus
Clotilde Vicuña Baullon
Gabriela Yáñez Bianchi
PRIMERAS PALABRAS
No sé por qué debo escribir unas primeras palabras cuando creo que a lo largo de este relato lo esencial está dicho. Pero por allí andan murmurando que no tengo derecho de apropiarme con nombre y apellido real de un ser tan controvertido como fue Inés Echeverría Bello, de seudónimo Iris.
La verdad es que yo no me apropié de Inés, sino que ella con sus sortilegios se fue metiendo dentro de mí y yo, por librarme de tan dominante y entrometido personaje, del cual desde mi niñez me sentía embarazada, tuve que darla a luz.
Porque la tía Inés, la media hermana de mi padre y veinte años mayor que él, fue parte de mi infancia y juventud. ¡Cómo no recordarla! ¡Tantas anécdotas, imágenes, sonidos y penas compartidas!
Los largos veraneos en los antiguos y perdidos fundos polvorientos. Lo Herrera, de mis abuelos Yáñez, en que ella solía ser la invitada de honor. La tía Inés sentada en la mecedora bajo las encinas, rodeada de la familia que escuchaba la charla dirigida por mi abuelo Eliodoro con las réplicas únicas y llenas de ingenio de la ilustre visitante. O esos otros fundos en que ella era la castellana: Ocoa, Pahuilmo, Pelvín. Muchos tíos, tías, primos. Nosotros, los niños, subiéndonos a los árboles, recogiendo frutas, cabalgando por los campos. Ella, como siempre, en la mecedora bajo los castaños, cuando no eran encinas, y siempre rodeada y escuchada como si su palabra fuera la de Dios.
A veces, también, nos encontrábamos en esos lagos del sur que Iris describió tantas veces en sus novelas. Salíamos a caminar por los bosques durante las tardes junto a mis padres y un cura alemán, botánico y sabio, como nos advertían. Ellos, los mayores, abriendo la marcha con sus bastones, nosotros más atrás recolectando hierbas e insectos, empeñados en la búsqueda del más grande de todos: la madre de la culebra, que no era madre de ninguna culebra, pero sí poseedor de fuerzas ocultas curanderas.
Pero, sobre todo, rememoro sus visitas a casa. “¡Acaba de llegar misia Inés!”, anunciaba la sirviente. Se producía un silencio. Los pequeños, mi hermano Alfonso y yo, interrumpíamos bruscamente nuestros juegos y la niñera, presta, nos recluía en el otro extremo de la casa: “A misia Inés le irritan los niños y tan importante persona no debe ser molestada”. Mi madre, tensa y nerviosa, corría a recibirla. Mi padre irradiaba felicidad. Para él, Inés era la madre perdida cuando solo tenía cuatro años, un ser sobrehumano. La actitud servil y apocada de mi madre parecía incomprensible: ¡Era tanto más joven y bella que mi tía y hablaba perfecto francés! Mucho tiempo después he pensado que su apellido Yáñez, originario de La Chimba, barrio menospreciado por la arrogante aristocracia de principios de siglo, típico de una clase media advenediza y siútica, como decían, debe haber sido la causa inconsciente de esa actitud. Y si agregamos a esto que su padre, Eliodoro Yáñez, estaba encantado con Inés, según las malas lenguas enamorado de ella, se comprenderá que, entre el patriarca de mi abuelo Yáñez y la dominante tía, mi madre apareciera disminuida. Y así lo estuvo. Solo después de la muerte del padre y del deterioro físico de la cuñada logró levantar cabeza y emprender su propio camino, adoptando, ¡oh, cruel ironía!, la misma actitud altanera de la temible Inés.
Regreso a esos días de visita de la tía: poco antes que ella se retirara, los niños, atildados y compuestos, eran llevados a su presencia. Nosotros la saludábamos y ella, desde su altura, esbozaba una sonrisa. Pero una tarde mi tía Inés dirigió sus impertinentes, que utilizaba para suplir su miopía, hacia mi hermano de cabellos rubios rizados y grandes ojos verdes:
—¡Cada día este niño se parece más a Eliodoro, sí tiene su misma mirada verde mar! Heredará su talento.
A mí, de ojos oscuros y mechitas negras, me pasó por alto. Pero algo en mi actitud debe haberla intranquilizado:
—¿Y tú qué edad tienes? —exclamó como para salir del paso.
—La edad de la razón, como la suya —respondí de inmediato.
Consternación de mis padres. Pausa. Mi tía parecía tocada:
—¡Ah, ja...! Atrevida la niña... Cuiden sus pasos.
Yo me retiré airosa del salón. Había enfrentado a esa mujer excepcional, a esa que nadie lograba desafiar.
No es que mi tía llamara la atención por su hermosura o su imponente figura. Más bien baja de estatura, excesivamente delgada para los gustos de esa época, de nariz alargada y ojos corrientes, quizás lo único rescatable de ese físico fuese su abundante cabello castaño dorado enrollado alrededor de su cabeza. Normalmente habría pasado desapercibida. Sin embargo, algo irradiaba en ella, misterioso y seductor. Nunca fue motejada de fea y su vida transcurrió rodeada de pretendientes y admiradores.
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