Abril I
EL DIOS DEL 5
DURANTE LOS CUATRO MESES y medio que estuve solo en la Base Avanzada llevé un diario bastante completo. Casi cada noche, antes de acostarme, me sentaba y escribía una descripción detallada del día. Sin embargo, al leer las páginas cuatro años después, me ha sorprendido y desconcertado encontrar que ninguna de las emociones y circunstancias que siempre he relacionado con los primeros días tuvieron su reflejo en el papel. Parecía que nunca había estado más ocupado; aunque me levantaba antes de las ocho de la mañana y pocas veces me acostaba antes de medianoche, los días no eran lo bastante largos como para realizar todo lo que tenía que hacer. Y en mitad de una tarea una mente ocupada tiene poca paciencia con las nimiedades autobiográficas. Para muestra:
29 de marzo
… Anoche cuando terminé de escribir me fijé en una mancha oscura que se extendía en el suelo desde debajo de la estufa. Había una fuga en el conducto del combustible. Como me preocupaba el riesgo de incendio, apagué la estufa y busqué entre el equipo un conducto de repuesto. No encontré ninguno, lo que me contrarió, aunque al final conseguí tapar la fuga con cinta adhesiva que cogí del equipo médico. Resultado: estuve levantado hasta las cuatro de la mañana, la mayoría del tiempo con un frío horrible, con el fuego apagado y una temperatura de 58o bajo cero. El frío metal me cortó la carne de tres dedos de una mano.
[Después]. Hoy es el vigésimo segundo aniversario de la muerte del capitán Robert Falcon Scott y he estado leyendo su diario inmortal. Murió en la barrera, aproximadamente en la misma latitud en la que se encuentra la Base Avanzada. Lo admiro como admiro a pocos hombres, más que a la mayoría; quizá puedo sentir lo que vivió…
30 de marzo
No tendré descanso hasta saber que el equipo de tractores ha llegado a Little America sano y salvo. Me culpo a mí mismo por haberlos retenido aquí tanto tiempo. Bueno, el contacto por radio dentro de dos días contestará a mi pregunta. He estado ocupado, sobre todo en ordenar los túneles, pero no lo he logrado del todo por mi hombro, que me enfada no tanto por el dolor como por su inutilidad. Falta por levantar una terrible cantidad de cosas y tengo que usar la cadera como apoyo…
31 de marzo
… Ha sido una tarea horrible levantarse sin despertador. Y es sorprendente porque siempre he sido capaz de ajustar mi mente a la hora a la que debería despertarme y hacerlo en ese momento, casi en el minuto exacto. Nací con ese don y me ha servido mucho cuando viajaba por el país dando conferencias, saltando de hoteles a trenes en horarios muy ajustados. Pero ahora ese don se ha desvanecido, quizá porque lo he presionado demasiado. Por la noche, en el saco de dormir, murmuro para mí mismo: «Siete y media». «Siete y media». «Tienes que despertarte a esa hora». «Siete y media». Pero me lo he estado saltando ampliamente; ayer, casi una hora y, esta mañana, media hora más.
*
No tardé mucho en descubrir una cosa: si finalmente conseguía regular el ritmo al que viviría en la Base Avanzada no sería por el tiempo, sino por los instrumentos meteorológicos. Había ocho en continuo funcionamiento. Uno era el anemógrafo, ya descrito, que guardaba anotaciones continuas de la velocidad y dirección del viento; el circuito eléctrico, que conectaba la veleta y las semiesferas del poste del anemómetro, estaba alimentado por nueve baterías, y el cilindro de latón con la hoja de registros que giraba por el mecanismo de reloj al que había que dar cuerda a diario. La hoja estaba pautada con intervalos de cinco minutos y, entre esas dos líneas, dos varillas, una que representaba la velocidad del viento y, la otra, su dirección, escribían incansablemente desde las doce de la mañana de un día hasta las doce de la mañana del siguiente.
Otros dos instrumentos eran termógrafos, que registran cambios en la temperatura. El llamado «termógrafo interior» era un invento prácticamente nuevo cuya única virtud consistía en que se podía instalar dentro de la cabaña. Un tubo de metal relleno de alcohol se proyectaba a través del tejado y las expansiones y contracciones del líquido en el tubo hacían subir y bajar una varilla sobre una hoja rotativa colocada en una esfera de reloj colgada de la pared, justo encima del equipo de radio de emergencia. La hoja, marcada con veinticuatro líneas para las horas y círculos concéntricos para los grados de temperatura, hacía una rotación en veinticuatro horas y registraba de forma exacta hasta 85o bajo cero. El termógrafo exterior era un pequeño mecanismo compacto que realizaba la misma función, pero se encontraba en la parte superior de la caseta meteorológica y solo había que cambiar las hojas una vez a la semana.
Aparte de estos instrumentos tenía un barógrafo para registrar la presión atmosférica que estaba guardado en una funda de cuero en el túnel de provisiones. También un higrómetro que empleaba un cabello humano para medir la humedad (aunque no era muy fiable a bajas temperaturas). Además, un termómetro de mínimas que registraba las temperaturas más bajas. En él había una pequeña aguja que caía por la contracción del alcohol en la columna. Se utilizaba alcohol en lugar de mercurio porque este último se congela a -38o mientras que el alcohol puro se mantiene líquido hasta los -179o. Este instrumento era útil como comprobación de los termógrafos. Se guardaba en la caseta meteorológica, una estructura en forma de caja, sostenida por cuatro patas y situada arriba, cerca de la cabaña. Los laterales eran paneles con lamas superpuestas separadas por dos centímetros y medio para que el aire pudiera circular libremente, pero impidiendo que entrase la nieve.
Si en algún momento había tenido la ilusión de ser el señor de mi propia casa, pronto lo descarté. Los dueños eran los instrumentos, no yo, y el hecho de que no supiera demasiado acerca de ellos incrementaba mi humildad. Apenas había una hora del día en la que no dedicase un rato a ocuparme de ellos o en observaciones relacionadas con ellos.
Cada mañana a las ocho en punto, y de nuevo a las ocho de la tarde, tenía que subir al tejado y apuntar la lectura de la temperatura mínima, después sacudía el termómetro con fuerza para que la aguja volviera a situarse en el líquido. Luego pasaba fuera cinco minutos más o menos, sobre la cabaña, e inspeccionaba el cielo, el horizonte y la barrera para apuntar en una hoja de papel el porcentaje de nubosidad, la neblina o claridad, la dirección y velocidad del viento (una comprobación visual del anemógrafo) y cualquier otra cosa especialmente interesante acerca del viento. Todos estos datos se introducían en el formulario n.o 1083 del Instituto Meteorológico de Estados Unidos.
Cada día, entre las doce y la una, cambiaba las hojas de registros del anemógrafo y el termógrafo interior. Las varillas y almohadillas de repuesto siempre necesitaban más tinta y había que dar cuerda al reloj del termógrafo. Los lunes realizaba la misma tarea con el termógrafo exterior y el barógrafo.
*
Abril llegó el domingo de Pascua. Llegó con ventisca y trajo un viento del sudeste que espolvoreó el aire con nieve, pero hizo subir la temperatura de -48o a -25o antes de que acabase el día. No fue un día agradable, pero sí cálido después del gélido marzo. Por la mañana, a las diez, intenté realizar el primer contacto por radio con Little America. Teniendo en cuenta mi experiencia, el hecho de que fuese un éxito, al menos porque conseguí hacerme entender, me animó enormemente puesto que, si había alguna contingencia que realmente me preocupaba, era la posibilidad de perder el contacto por radio con Little America. No en lo que a mí respecta, sino por la expedición en general. A pesar de las órdenes que había dado y las promesas de acatarlas que se habían hecho, en el fondo de mi corazón sabía que ambas podían ser ignoradas si Little America no estaba en contacto conmigo durante demasiado tiempo. Y si Little America decidía actuar, el resultado podía ser una terrible tragedia. Sabía cuánto dependía de mi habilidad para mantener la comunicación y me angustiaba la idea de fallar por pura ignorancia. Dyer me había enseñado a arreglar la radio y Waite me había enseñado a manejar el equipo, pero cuando miraba el conjunto de canales, interruptores y bobinas, mi corazón me hacía dudar. Apenas sabía código Morse. Por suerte, Little America podía hablar conmigo por radio, así que no estaba obligado a descifrar aludes de puntos y rayas de operadores experimentados. Sin embargo, debía responder con puntos y rayas, y dudaba si sería capaz de hacerlo.