Antonio Checa Godoy
Viaje al otro Mediterráneo
Del Magreb a Siria y Kurdistán
Viaje al otro Mediterráneo: Del Magreb a Siria y Kurdistán
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Derechos reservados © 2017, respecto a la primera edición en español, por:
© Antonio Checa Godoy
© Editorial Samarcanda
ISBN: 9788417103170
ISBN eBook: 9781524303464
Producción editorial: Lantia Publishing S.L.
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IMPRESO EN ESPAÑA-PRINTED IN SPAIN
A cuantos con riesgo de su vida cruzan el Mediterráneo
de sur a norte en la esperanza de matar el hambre.
Introducción
Cuando doy el último repaso a estas páginas, la radio me cuenta un nuevo atentado en El Cairo, contra la minoría cristiana ―coptos―, con secuela de 28 muertos. Podemos pensar, y sería cómodo, que oriente está metido en una espiral de violencia de la que no se atisba salida. Pero pocos días antes, otro atentado yihadista en Manchester, causaba 23 muertes, con alto porcentaje de niños y adolescentes entre ellas. Oriente no es algo lejano y ajeno, nos afecta y debemos intentar conocerlo y entenderlo.
Pero ¿dónde comienza Oriente? Quizá muy cerca de mí, en la Giralda de Sevilla, en el Albaicín de Granada o en algún pueblo de la Alpujarra, la Axarquía o la Serranía de Ronda; para los españoles, y para muchos europeos, en Marruecos, al otro lado del estrecho de Gibraltar. Comienza… o termina. Porque no hay un solo Oriente, lo comprendes muy pronto, en cuanto visitas más de un país. Como comprendes la inmensidad del concepto, solo desde Europa, desde la visión eurocéntrica, puedes hablar de un oriente, sea próximo o lejano. Qué diferente Egipto de Marruecos, siendo ambos norteafricanos, qué distintos Siria y Túnez, aunque contengan desiertos y formidables ruinas romanas. Qué complejos, pero qué atractivos, los países-frontera, como Turquía, casi un continente. Y más allá del mar Mediterráneo o el mar Rojo siguen los orientes.
Oriente ha ido creciendo en mí con los años. Es todavía, en esencia, un oriente musulmán. Resulta fácil familiarizarse con sus laberintos, con su ausencia de prisas y la relatividad de los horarios, con los alminares y los cuscús, en tanto se van arrumbando los tópicos y los desdenes. Es inmenso, y creo que inabarcable, pero poco a poco me voy adentrando en él.
Es un amor doloroso. Amargan las persecuciones, las intolerancias incluso entre vecinos, con frecuencia me entiendo mejor con el pueblo, sencillo, abierto, curioso, hospitalario, a veces algo pillo, que se enfada conmigo si no regateo en la compra, que con sus clases dirigentes, aunque hablen idiomas occidentales.
Por el momento, mi oriente es sobre todo el oriente mediterráneo, el inmediato. Viajamos por varios países ribereños de religión musulmana en los años previos al estallido revolucionario de 2011. En 2007 Egipto, en 2008 Siria y Jordania, en 2009 Turquía, antes habíamos visitado, más próximos a España, Marruecos y Túnez; ultimábamos un viaje a Libia cuando llegó la inesperada sacudida y fueron cayendo dictadores como Ben Alí en Túnez y Mubarak en Egipto y finalmente Gaddafi. De inmediato llegaron la larga guerra civil siria, tan lacerante, el retroceso egipcio, el marasmo libio, las dudas, los desconciertos y las desilusiones sobre la fracasada primavera árabe. Regresé a Turquía, la Turquía más oriental, en 2014. Pisaba al fin el Kurdistán, para mí casi mítico. Y en 2017 el cinematográfico sur de Marruecos.
Las desigualdades estaban a la vista durante nuestros viajes, las dictaduras también; pero era difícil predecir la revolución y la posterior involución en puertas. Vago consuelo: no hubo cancillería que alertase a su gobierno de lo que se venía encima. La vigilancia flotaba en el ambiente. Durante nuestra visita a El Cairo estuvimos permanentemente acompañados por un policía en el autobús que nos trasladaba de un punto a otro de la gran urbe; nuestro discreto guía nos lo presentó como una ayuda para afrontar o evitar problemas burocráticos. Poco hizo o dijo el policía en ese tiempo, pero todos sentimos la tensión por el intruso que nos transmitía, acaso sin ser plenamente consciente, el propio guía. Y guardamos bromas o comentarios para cuando, al anochecer, su presencia concluía.
El culto a la personalidad, con los retratos de cualquier líder en todos los comercios, por humildes que fuesen, y en los rincones más insospechados del país, estaba bien visible, sobre todo en Siria. También, en otro contexto, no vi pueblo turco sin su monumento a Kemal Atatürk. Mi desconocimiento del árabe o el turco, más allá de algunas palabras de salutación, transporte o alimentos, limitaba sin duda el contacto con el pueblo llano, pero la pobreza estaba igualmente a la vista, mucho más si te apartabas un poco de las rutas oficiales. La corrupción también, transmitida por los propios guías locales, con escasas excepciones. Nuestro afable y parlanchín guía sirio consiguió vender a todo el grupo unas cajas de galletas de pistacho «exquisitas e inencontrables», que sin embargo estaban a la venta bastante más baratas en todas las pequeñas confiterías de Damasco o Alepo; cualquier visita o movimiento exigía propina, pero todo era, a nuestros ojos, lo usual en unos países que despertaban al turismo de masas. ¿No era más o menos la España de los años sesenta o setenta del pasado siglo? Me acordaba también de aquella novela de Ben Jelloun que leí hace unos años, El hombre roto, ambientada en Casablanca, sobre la corrupción cotidiana y enraizada.
Estaba igualmente la mujer, su débil presencia de las mezquitas, que tanto me llamaba la atención, de tantos lugares públicos que no fuesen el zoco o el bazar, pero en ellos como compradora y nunca sola, casi nunca vendedora; su caminar tras el marido, su trabajo forzado en el campo, tan llamativo cuando recorríamos el Nilo y las veíamos inclinadas y afanosas en una u otra orilla, y estaba siempre la nube de niños. También dominantes, casi omnipresentes, las antenas parabólicas, los televisores , ofreciendo el inmenso escaparate consumista de los canales extranjeros, los del primer mundo.
La bomba y la mecha estaban ante nosotros, solo faltaba la chispa; esa llegó en Túnez y tuvo una fulgurante expansión en todo el mundo árabe. El resto del mundo, sorprendido, volvió los ojos hacia estos países que, creíamos, abrían una nueva págin a en la historia, la primavera árabe. No se ha cerrado totalmente, pero ya sabemos que no hay primavera. El proceso ha costado, en Libia, en Siria, en Egipto muchos miles de vidas. Se han superado los cinco años de guerra en Siria, la dictadura militar ha vuelto a Egipto y ha dictado masivas sentencias de pena de muerte, con un triste record mundial. No hay ya primavera posible; salvo Túnez, todo ha fracasado.
Esos viajes me fueron acercando a estos pueblos, a su gente sufrida y amable, a su inmenso legado histórico, más y más culturas sorprendentes, sepultadas, sin embargo, por el tiempo; conocí sus minorías milenarias, me familiaricé con el desierto y con la mezquita, en paralelo fui penetrando en su cultura, devoré primero a Amin Malouf, Naguib Mahfuz, Ben Jelloun, Orhan Pamuk ―pero Turquía es otra historia― o incluso Yasmina Khadra, luego a autores menos conocidos y menos traducidos, a los viajeros que hace años o hace siglos recorrieron estas tierras y dejaron testimonios de su paso, me adentré en su bien poco conocido cine, mientras me sorprendían y fascinaban sus ciudades. Viajes y lecturas me hicieron un poco más universalista y un poco menos eurocéntrico.
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