Índice
I
El naufragio del discurso de austeridad
DÍAS DE FURIA
El presidente estaba irreconocible. Como nunca se le ha visto en público. Furioso, lanzaba insultos al aire y golpeaba la mesa. Se quitaba y ponía los delgados anteojos que sólo usa en privado. Se sobaba la cara, de la barbilla a la frente, como suele hacer cuando algo le inquieta en extremo, y su mirada echaba lumbre. Su enojo era doble: por un lado, contra los que llamaba sus opositores, que habían exhibido en video la casona en Houston que habitaba su hijo mayor, y, por otro lado, con el propio José Ramón y con su pareja Carolyn, por descararse con un ostentoso estilo de vida que contradecía por completo el espíritu franciscano que a él le daba identidad. “¿Quién fue?”, repetía colérico, ansioso por conocer la fuente que había aportado la pista de la llamada “Casa Gris”. Las reuniones y reclamos iban del despacho presidencial a los salones de Palacio donde suele reunirse con su equipo. Jesús Ramírez Cuevas, su vocero, no atinaba qué decir. Su jefe de asesores, Lázaro Cárdenas Batel, apenas balbuceaba. “¿De dónde salió?”, preguntaba, urgiendo a respuestas rápidas. Quería encontrar culpables, y muy pronto surgieron múltiples posibilidades. Lo primero que pensó el presidente fue en un traidor en Palacio. Su secretario, Alejandro Esquer, alimentaba esa posibilidad, pues él mismo había sido exhibido semanas antes en un video que, suponía, había salido del círculo cercano al presidente. Pero Ramírez y Cárdenas sofocaron la idea del enemigo en casa. Seguramente era alguien dolido por haber sido relegado. Entonces repasaron los nombres de personajes que habían salido de su equipo de colaboradores: Julio Scherer, Santiago Nieto, Gabriel García Hernández, César Yáñez… “¿Quién?”, repetía López Obrador. Luego se pensó en una posibilidad externa a Palacio. Y Ramírez alimentó la idea conspiratoria de que la filtración era parte de un golpe desde el extranjero. El famoso golpe blando que él y sus colegas de doctrina han cultivado en su imaginación. Y fue cuando entró a escena el canciller Marcelo Ebrard, a quien le llovieron reproches por no haber contenido la quimérica confabulación.
La furia del presidente se había desatado la misma noche del 27 de enero de 2022, cuando simultáneamente las plataformas de Latinus y de Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI) dieron a conocer una investigación periodística que reveló un par de casonas, cada una valuada en un millón de dólares, que José Ramón López Beltrán —el hijo mayor del presidente— había habitado en Houston con su pareja Carolyn Adams.
Una de las fincas llamó de inmediato la atención de las audiencias: una residencia de dos pisos, con tejados de pizarra gris, acondicionada con salón de juegos, bar, cine privado y altos techos interiores de los que colgaban enormes candelabros, y que en la parte trasera contaba con una alargada alberca climatizada de 23 metros. Las imágenes de ese inmueble, que esa misma noche fue bautizado por los sorprendidos cibernautas como “La Casa Gris”, se volvieron virales en minutos. La página de MCCI colapsó ante los miles de visitantes que buscaban conocer el video de la finca. En pocas horas el reportaje se había vuelto un fenómeno de audiencia. La mañana del 28 de enero ya era el número 1 de tendencia en Twitter y en esa posición se mantuvo durante varios días consecutivos. Eso desquició al equipo propagandístico del presidente, que no supo cómo reaccionar. La turba sectaria, acostumbrada a contrarrestar con frases hechas e insultos a quienes se atrevían a contradecir a su líder infalible, quedó muda, sin argumentos sobre cómo refutar las imágenes rotundas que evidenciaban una conducta distanciada por completo de la doctrina obradorista. Su repertorio de lugares comunes se volvió inútil; ya no pudieron reciclarlos para articular una defensa creíble. Lo peor vino después, al paso de los días, cuando López Obrador se descubrió desnudo, despojado por su propio hijo del manto de austeridad que lo arropaba a él y a los suyos. Entonces perdió el control de sí mismo. Se volvió iracundo. Golpeaba la mesa a la menor provocación. Reclamaba a todos sus colaboradores por no encontrar la forma de contener el escándalo y, sobre todo, porque nadie podía decirle con plena certeza el origen de la información. Quién había aportado los datos que nos habían conducido a Houston. Nombres, quería al menos un nombre del responsable. Cuando en el despacho presidencial se empezaba a percibir cierta calma, López Obrador supo de un video que circulaba en redes sociales en el que se veía a su hijo adolescente bailando junto a la alberca de “La Casa Gris”. Esa imagen era demoledora: era la comprobación de que la casona había sido disfrutada no sólo por la pareja López-Adams. Y, además, era un indicio de que el inmueble era del conocimiento del propio presidente, por una razón muy obvia: él, como padre de familia responsable, tenía que haber sabido el sitio en el extranjero al que había viajado su hijo menor de edad y en dónde se había alojado. Y eso conduce a otro nivel de responsabilidad: sus servicios de inteligencia debieron detectar con mucha antelación —y haberlo alertado— sobre quién era el propietario de la casa que habitaba su hijo José Ramón. El Centro Nacional de Inteligencia, heredero de lo que fue el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN), está obligado a identificar cualquier elemento de riesgo para el presidente. Es su deber. Y un rastreo elemental de los agentes del general Audomaro Martínez Zapata les hubiera permitido conocer que la casa pertenecía a un alto ejecutivo de una empresa contratista de Petróleos Mexicanos (Pemex), y que, por lo tanto, aquello representaba un potencial conflicto de interés, y una bomba mediática si llegaba al conocimiento de periodistas, como finalmente ocurrió.
Tras conocerse el video del hijo menor, hubo un encontronazo de sentimientos: del enojo desbordado se pasó a la preocupación y luego al pánico: había la certeza de que la persona o grupo que había hecho circular esas imágenes en redes sociales tenía en su poder más videos, y que era cuestión de días —quizá de horas— para que se dieran a conocer. Y fue entonces que se acordó una estrategia perversa: aniquilar moralmente al adversario, desprestigiarlo al extremo para restarle credibilidad a sus palabras. La figura pública del reportaje de “La Casa Gris” era Carlos Loret de Mola, director de Latinus, y sobre él se lanzaron inmisericordes las hordas tuiteras pro-AMLO, azuzadas desde la tribuna de Palacio por el propio presidente. Durante meses, López Obrador dedicó horas y horas a denostar a Loret, al punto de incurrir en actos ilegales, violatorios de la Constitución que juró defender. Su furia también la encaminó contra Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad, organización a la que pertenezco, a la que llegó al punto de acusarla de “traición a la patria” en la mañanera del 15 de febrero, porque —según él— nuestra labor periodística contribuye a socavar su proyecto político y de gobierno. “Llamar a alguien traidor a la patria es una acusación muy grave, es el señalamiento de un delito, y cuando es falso, es una calumnia inaceptable”, respondió enérgica en aquel momento la presidenta de MCCI, María Amparo Casar. “Desde Palacio Nacional, el presidente de México nos acusa, sin fundamento, una vez más. No hacemos ‘labor de zapa’ en contra de su proyecto de gobierno. No trabajamos de manera oculta. Lo que hacemos es documentar las causas, los costos y las consecuencias de la corrupción, sea de quien sea y moleste a quien moleste, con el fin de erradicarla”, apuntó Casar en su réplica. Los afanes del mandatario para debilitar la credibilidad de MCCI iniciaron desde los primeros días de su gobierno. De diciembre de 2018 a marzo de 2022 se refirió de manera injuriosa a la organización en 144 ocasiones desde la palestra de Palacio. De los dichos pasó a las acciones, y el presidente ha maniobrado para asfixiar financieramente a la organización. Sus ataques arreciaron luego de la publicación de “La Casa Gris”, como parte del plan para debilitar —y si fuera necesario silenciar— la voz de sus críticos.