Martín Olmos - Escrito en negro
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- Libro:Escrito en negro
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2014
- Índice:3 / 5
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MARTÍN OLMOS nació en Bilbao en 1966 y lleva cinco años contando crímenes en el periódico El Correo.
«Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente».
Thomas de Quincey
El hombre lleva asesinando a sus semejantes desde que descubrió que una piedra es más dura que una cabeza, pero generalmente necesita un motivo, que o lo tiene o se lo inventa. La razón de matar es grandilocuente en los magnicidios, quizás altruista, pero normalmente es codiciosa y se viene matando frecuentemente por quitarle al otro lo que tiene y, puestos a buscar causas, David Berkowitz decía que asesinaba porque se lo mandaba el perro de su vecino, que era el diablo Belcebú. Se mata por amor y por desamor, por celos o por un calentón de pitarra, se mata por una idea que normalmente no merece la pena y se mata porque uno siempre tiene la razón; y por un millón lo mismo que por una perra gorda, por la linde de la huerta, por el honor, por presumir de macho delante de la novia y por hambre. Pero no se mata por nada como no se sale a la calle una noche de diluvio si no se tiene que ir a por pitillos. Ni se mata por juego, que para eso se inventaron los árabes el ajedrez. Los niños juegan a matar en verano, disparando con el dedo índice, que amartillan con el pulgar, pero luego se les pasa. La muerte en los juegos de los niños es un estado transeúnte que limita con la resurrección a la hora de la merienda, pero cuando los chiquillos dejan de serlo descubren que la muerte de verdad no tiene arreglo, como la mona que se viste de seda, y ya no les hace tanta gracia dejarse matar la tarde del domingo porque les tocó ser indios. El asesinato como crucigrama es un entretenimiento de diletantes que juegan al Cluedo, pero al revés, y entretienen la sobremesa haciendo una disertación estética sobre el arte de matar que se queda en toreo de salón. Cualquiera con un concepto mediano de sí mismo piensa que es un Moriarty, pero se queda en pensarlo. Nathan Leopold y Richard Loeb tenían un gran concepto de sí mismos y decidieron cometer el asesinato perfecto para demostrar que eran los más listos del club de campo. Secuestraron y mataron a un chaval de catorce años pero el crimen les salió chapuza, les trincaron en un par de días y se arrugaron a la primera vuelta de tuerca que les atornilló un poli con los pies planos que se tenía por un tío del montón.
Nathan Leopold y Richard Loeb eran amigos, eran raros, leían a Nietzsche, descendían de familias forradas de pasta y vivían en esa clase de vecindarios en los que los perritos mean en francés. Tuvieron una infancia con juguetes, dejaron de mojar la cama a una edad razonable, sus padres no llegaban a casa trompas y pegaban a la abuela y no sufrieron ni diez minutos de frustración. Nathan Leopold era hijo del presidente de la Fibre Can Company, tenía diecinueve años y dijo su primera palabra esdrújula a los cuatro meses. Y la pronunció bien. Con dieciocho años se licenció en Filosofía por la Universidad de Chicago, hablaba diez idiomas y era un ornitólogo notable que había llamado la atención al Departamento de Historia Natural del estado de Michigan por filmar en libertad a una curruca del pino, un ave tan extremadamente esquiva que los expertos hacía años que la consideraban extinta. Por lo demás, gastaba sus ocios visitando iglesias de barrio porque le fascinaba la contemplación de las imágenes de Jesucristo crucificado y practicaba el desprecio riguroso hacia sus contemporáneos. A Richard Loeb le decían Dick por humanizarlo, tenía dieciocho años, le pregonaban de sarasa, era hijo del vicepresidente de la cadena de tiendas Sears & Roebuck y fue el graduado más joven de la Universidad de Michigan. Los dos muchachos se conocieron en la facultad de Derecho y comenzaron una amistad hecha de chistes con segundas y bromas aparte y descubrieron que ambos concedían una valoración subterránea a la humanidad. Estornudaban pasta y matrículas de honor e iban para Gatsbys empollones porque eran los años veinte de Chicago, durante la monarquía de Capone, y faltaba un lustro para que los linces de Wall Street se tirasen ventana abajo. Leopold y Loeb mezclaron las lecturas de las teorías de Nietzsche sobre el superhombre con el gin de desagüe y decidieron cometer un asesinato perfecto como juego intelectual. Quizás les aburría el golf. Eligieron secuestrar y matar a un chico del vecindario para demostrar que podían salir impunes y, por el camino, cobrar un rescate que no necesitaban. Construyeron su plan durante cuatro meses, se procuraron identidades falsas en hoteles de los alrededores, escribieron una pauta de carta de rescate que servía para cualquiera, hicieron una lista de posibles víctimas contra las que no tenían nada en contra, pero tampoco nada a favor, y urdieron un sistema para hacerse con el botín que minimizara los riesgos. Armaron su rompecabezas entre jerez y risas. Ellos no eran hombres ordinarios.
La elección de la víctima fue aleatoria. El 21 de mayo de 1924 se encontraron con Bobby Franks, de catorce años, vecino de Loeb e hijo del millonario Jacob Franks. Le convencieron para subir a su coche para ir a jugar unos puntos de tenis y en cinco minutos le mataron rompiéndole la cabeza con un cincel. Desnudaron su cadáver, lo rociaron con ácido clorhídrico y lo arrojaron al lago Wolf, después enviaron una petición de rescate de diez mil dólares al señor Franks y se fueron a cenar perritos calientes. Un obrero polaco llamado Tony Minke encontró el cuerpo cuando atajó por el lago para ir a un taller para que le arreglasen el reloj. El detective Patrick Byrne encontró en el escenario un par de gafas con un sistema especial de bisagra que pertenecían a Nathan Leopold (hoy se enseñan en el Museo de Historia de Chicago). El plan perfecto se fue al carajo. Leopold y Loeb no le aguantaron media hora a un poli que no leía a Nietzsche y arrastraba un verbo vernáculo, tirando a monosilábico. Reconocieron que cometieron el crimen por la emoción de llevarlo a cabo, como quien inventa una trampa infalible en el bridge. Sus trajes caros se llenaron de piojos en el calabozo, durmieron con dos chorizos y llamaron a sus papás. Sus papás contrataron los servicios de Clarence Darrow, un picapleitos zurdo de las dos manos que era capaz de presentarle un contencioso a las tablas de Moisés. Un cuarto de hora de sus consejos legales costaba lo mismo que el producto interior bruto de un país mediano. Nathan Leopold intentó sobornar a un pasma para que le procurase ginebra. Un muerto de hambre llamado Curt Geissler se ofreció para ser ahorcado en el lugar de alguno de los dos muchachos a condición de que les pagasen a sus herederos un millón de dólares. Lamentó no tener dos pescuezos para sacar el doble. Clarence Darrow les libró de la soga y les metieron cadena perpetua por asesinato y noventa y nueve años por secuestro. El padre de Loeb se suicidó un mes después de la sentencia. Richard Loeb observó el clasicismo carcelario y se dejó matar de cincuenta cuchilladas en las duchas de la prisión de Stateville en 1936. Nathan Leopold enseñó a leer a los negros analfabetos del penal, se contagió voluntariamente la malaria para investigar la enfermedad y después de treinta años en el trullo le concedieron la condicional, se fue a vivir a Puerto Rico, se casó con una viuda y cuando murió de diabetes en 1971 hablaba veintisiete idiomas y en ninguno de ellos aprendió la palabra compasión. En el juicio había dicho: «Estábamos haciendo un experimento. El crimen fue accidental y secundario. Pero es tan justificable una muerte en dichas circunstancias como lo es que un entomólogo empale un escarabajo en un alfiler». Donó sus córneas.
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