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Humberto Padgett - Jauría: La verdadera historia del secuestro en México

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Humberto Padgett Jauría: La verdadera historia del secuestro en México
  • Libro:
    Jauría: La verdadera historia del secuestro en México
  • Autor:
  • Editor:
    Penguin Random House Grupo Editorial México
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  • Año:
    2011
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Jauría: La verdadera historia del secuestro en México: resumen, descripción y anotación

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El libro más consistente, hasta el momento, de uno de los problemas que más preocupan a la sociedad mexicana: la industria del secuestro. En este libro se examinan la estructura, la operación financiera, la logística, la psicología del secuestrador y la víctima, así como las redes de complicidades.

¿Cuál es la diferencia entre una persona que deja su casa, toma el transporte público y cumple su jornada laboral, y otra que sale, acecha, levanta, tortura, mutila, negocia, asesina, se deshace de un cuerpo y cobra un rescate?

Así comienza el inquietante recorrido de Jauría, una investigación periodística de gran alcance que emprende la tarea de registrar un presente desenfrenado y se adentra en los voluminosos archivos del secuestro en México. En sus páginas se entrelazan decenas de expedientes judiciales y partes policiacos con reveladores testimonios de víctimas, plagiarios, carceleros y ex funcionarios públicos que nos ofrecen las claves para comprender las entrañas de este crimen. Sin precipitarse a emitir juicios morales, Humberto Padgett rastrea todas las modalidades de secuestro por medio de una incisiva mirada crítica y una conveniente dosis de ironía. Al abordar casos como el plagio del joven Fernando Martí o el turbio affaire de Florence Cassez, el autor fundamenta la percepción de que el Estado no sólo ha fracasado en su obligación básica de brindar seguridad, sino que en muchas ocasiones se ha convertido en un cómplice que no nos permite distinguir quién es el verdadero enemigo. Vivir bajo amenaza es una costumbre que se ha arraigado en una sociedad fragmentada donde prevalece la democratización de la impunidad. Desde el primer plagio con características modernas cometido por la Banda del Automóvil Gris a principios del siglo XX, pasando por el secuestro exprés del escritor Carlos Montemayor o el caricaturesco asalto a una sucursal de Sanborns, hasta la desaparición del mismísimo Jefe Diego, en este libro se verifica una amarga sentencia: Nadie está a salvo.

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Para Ignacio Rodríguez Reyna Jacinto Rodríguez Munguía y Alfredo Ornelas - photo 1
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Para Ignacio Rodríguez Reyna,

Jacinto Rodríguez Munguía

y Alfredo Ornelas Álvarez

Introducción

El arrepentimiento es un fantasma, una idea que sólo existe en la cabeza de quien la invoca. Los muertos no vuelven para asomarse sobre el hombro del secuestrador asesino mientras éste se mira en el espejo. Esta conclusión le pertenece a un muchacho preso a los 16 años, cuando llevaba en su cuenta personal cinco secuestros y nueve asesinatos.

¿Qué lo anima? ¿Cuál es la diferencia entre una persona que sale de su casa, toma el transporte público y cumple su jornada laboral, idéntica todos los días durante 30 años hasta su jubilación, y otra que sale, acecha, levanta, tortura, mutila, negocia, asesina, se deshace de un cuerpo y cobra un rescate?

Existen tres ambientes óptimos para la creación de una banda del crimen organizado: la familia, la policía y la prisión. Las claves están en las decenas de expedientes y en los cientos de partes policiacos consultados para este libro, en las entrevistas que en voz baja dan los carceleros, en los testimonios de diversos ex funcionarios públicos, en los informes estadísticos y en los documentos internos de diagnóstico.

Ahí está el caso de Daniel Arizmendi el Mochaorejas, quien consolidó con su familia una de las empresas más boyantes en la historia del secuestro en México. En su fábrica de mutilados tenía empleadas a su esposa y a sus amantes. Además, mientras utilizaba a su hija como comparsa para la compra de casas, hizo que el hermano de su amante preferida se convirtiera en un asesino.

Otra familia emblemática es la de los Montante. Zacatecanos avecindados en el barrio de Tepito, el mayor de ellos inauguró un negocio en el que participaron nueve de los 10 hermanos. Amaban el dinero y lo que éste representaba: mujeres conquistadas con billetes y autos. Pero no sólo eso, si se leen los testimonios de lo que acontecía en la diminuta jaula donde encerraban a sus víctimas, si se imagina a las mujeres plagiadas con una máscara de cinta adhesiva que les cubría los ojos, obligadas a bailar desnudas, se entiende que la persecución desbocada también se debe a la avidez de poder.

Pero no hay esquemas simples. Invariablemente, en este mundo, los hermanos delincuentes se vuelven cómplices de sangre con la policía. Así lo hicieron Daniel y Aurelio Arizmendi bajo la protección de un hombre al que las campañas de publicidad oficial llamaron el Superpolicía, un comandante que pudo detener al Mochaorejas durante su séptimo secuestro, pero fue comprado e hizo el arresto al final del plagio número 21. En los 14 casos que separan un asunto del otro, Arizmendi amputó las orejas de sus víctimas con unas tijeras para descuartizar pollos.

Alberto Pliego Fuentes, en cuya existencia cabían los apodos de Superpolicía y Supersecuestrador, fue promovido a finales de la década de 1990 por funcionarios federales que resultan fundamentales para entender la seguridad pública o la falta de ésta en el país: Wilfrido Robledo Madrid, jefe de la Policía Federal Ministerial (la versión contemporánea de la Policía Judicial Federal), y Genaro García Luna, secretario federal de Seguridad Pública.

El Superpolicía, quien se desempeñó como agente entre 1977 y 2002, le vendió sus servicios de protección no sólo a Arizmendi, sino también a gente que trabajó con Andrés Caletri, y a Marcos Tinoco Gancedo el Coronel. Por cierto, este último, llamado por “su conciencia”, reveló la existencia de una red de corrupción que alcanzó incluso los apellidos de un ex presidente de la República: “el villano favorito”, ha dicho de sí mismo; “el innombrable”, han dicho de él.

Desde luego, Pliego Fuentes no es la única autoridad delincuente que ha estado vinculada con varias generaciones de secuestradores. Otro caso ejemplar fue el de Alfredo Ríos Galeana: militar, ladrón, asesino, bígamo, charro cantor, cristiano converso y maestro ejemplar de decenas de secuestradores en la lección fundamental del asalto a mano armada.

E L SECUESTRO es una huella dactilar que se distingue por medio de diversos elementos: la fuerza utilizada en el levantón y el sitio donde ocurrió; el perfil de la víctima; la ubicación de la casa de seguridad; la voz y la actitud del negociador, quien suele ser el líder de la banda; las vejaciones y el maltrato al que es sometido el plagiado durante el cautiverio, etcétera. Los expedientes judiciales dejan en claro que la fuerza pública tiene los medios suficientes para identificar y detener a una banda después de su tercer secuestro. Sin embargo, no siempre ha sucedido así.

En México, las organizaciones que logran 30 secuestros o más, así como los rescates multimillonarios, no son excepcionales. Y aquí cabe una pregunta: ¿qué ocurre con el dinero de los secuestradores detenidos? Las fiscalías estatales y federales, al menos de manera formal, admiten el absoluto desconocimiento de esta información o resuelven clasificarla como confidencial. El dinero se esfuma. Diversas autoridades simplemente se han dedicado a reproducir el esquema de trabajo del Superpolicía: administran el secuestro, dejan crecer a las bandas, las extorsionan, y eventualmente presentan a los delincuentes.

En mayo de 2010, después del secuestro de Diego Fernández de Cevallos, político emblemático de la derecha mexicana, el manantial de evocaciones a la Colombia de la década de 1980 se desbordó. Independientemente de los entretelones del levantón del Jefe Diego, copartidario distinguido del presidente de la República, amigo personal del secretario de Gobernación y tutor político del procurador general de la República, las lecciones son obvias: quien haya levantado la mano contra el ex candidato presidencial ha sacudido la corte de los intocables. El caso representa la democratización de la impunidad, y el mensaje recalca lo ya sabido: aquí nadie está a salvo.

Respecto a la “colombianización” de la privación ilegal de la libertad, hace falta decir que en el país sudamericano la mayoría de los secuestros tiene un origen político. En México, al menos oficialmente, no existen operaciones de este tipo desde hace varios años. Algo más: en México ocurren más secuestros que en Colombia. Ahí están los números, las cifras del horror: en México se secuestra, en términos relativos, más que en cualquier lugar del mundo.

U NA GRAN estirpe de plagiarios ha sido forjada en las prisiones o, más precisamente, en el sistema de impartición de justicia.

Un secuestro precoz ocurrido en 1915 nos puede explicar cómo la cárcel ha sido un centro de aprendizaje y consolidación de los grupos criminales. El caso al que nos referimos es el de la famosa Banda del Automóvil Gris. Algunos años antes, la noche en que el país fue secuestrado por Victoriano Huerta, un grupo de ladrones huyó de la prisión capitalina, que ya conocía bastante bien; posteriormente, tras refinarse en el asalto, cometieron quizás el primer plagio con características modernas.

Algo parecido sucedió mucho tiempo después con Andrés Caletri y José Luis Sánchez Canchola, quienes en 1995 salieron con plomo y sangre de la prisión de la ciudad de México. Pero volvieron, no como si la cárcel los vomitara, más bien como si los quisiera: ésta les da relaciones, les integra una nueva banda y les permite orquestar secuestros dentro de sus muros.

Los prófugos de hace casi un siglo trabajaron al amparo de información privilegiada, con uniformes de la autoridad y por medio de operativos de cateo. No simulaban. Ellos entendieron que en México el mejor negocio al que puede aspirar un policía es ser, precisamente, lo contrario. Así también lo juzgaron los policías federales y del Distrito Federal que secuestraron y asesinaron al joven Fernando Martí en 2008.

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