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Andrew Paxman - En busca del señor Jenkins: El gringo que a los mexicanos les encantaba odiar

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Andrew Paxman En busca del señor Jenkins: El gringo que a los mexicanos les encantaba odiar
  • Libro:
    En busca del señor Jenkins: El gringo que a los mexicanos les encantaba odiar
  • Autor:
  • Editor:
    Penguin Random House Grupo Editorial México
  • Genre:
  • Año:
    2016
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En busca del señor Jenkins: El gringo que a los mexicanos les encantaba odiar: resumen, descripción y anotación

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La gran biografía William Jenkins, precursor de la actual plutocracia mexicana.

Criticado como explotador de obreros, asesino de campesinos y titiritero de políticos, William Jenkins fue el gringo que a los mexicanos más les gustaba odiar

William O. Jenkins fue un niño granjero de Estados Unidos que se convirtió en el empresario más rico -y más controvertido- de México. Producto de la época de los barones ladrones como Carnegie y Rockefeller, Jenkins asistió becado a la Universidad de Vanderbilt, pero pronto la abandonó para fugarse con una joven sureña. En 1901 cruzó la frontera hacia el sur atraído por las promesas de la industria porfiriana.

Jenkins dedicaría seis décadas a la acumulación de una enorme fortuna. Durante la Revolución hizo préstamos predatorios a porfiristas vulnerables; también experimentó un roce con un pelotón de fusilamiento carrancista y un secuestro por zapatistas que estuvo a punto de provocar una intervención norteamericana. Después administró el ingenio azucarero más productivo del país y patrocinó el ascenso político de los Ávila Camacho. Durante la Época de Oro, fue un amo de la industria cinematográfica, controlando un monopolio de cines y una buena parte de la producción nacional.

A lo largo de estas páginas, el rigor historiográfico da cabida a la gran intuición del investigador con la que Andrew Paxman descubre a un personaje que influyó de manera decisiva en la historia moderna de México. En busca del Señor Jenkins es un relato contradictorio donde confluyen el espíritu emprendedor y las prácticas monopólicas, un individualismo temerario y los tratos oscuros con políticos, el amor a una mujer y el amor a los negocios. El itinerario vital de Jenkins le permite al autor seguir la transformación de la sociedad semifeudal mexicana en un poder económico emergente, revelando al mismo tiempo diversas tendencias del capitalismo en esta región, las relaciones entre las élites y la gringofobia que son evidentes hasta nuestros días.

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Un día de 1993, mientras trabajaba como reportero en The News de la Ciudad de México, un viejo estadounidense se me acercó por mis artículos. Su nombre era Richard Johnson y vivía en México desde los años treinta cuando su padre se reubicó para aceptar un puesto en General Electric. Me sugirió que escribiera más sobre la colonia de expatriados americanos. “Hay abundantes ejemplos de personas interesantes de las que nada se ha escrito. Por ejemplo, hubo un tipo llamado Jenkins, William Jenkins...”

El señor Johnson procedió a hilar una fascinante serie de anécdotas. Jenkins fue en algún momento uno de los hombres más ricos y poderosos de México, a pesar de haber llegado prácticamente sin un quinto. Radicó en Puebla, donde organizó su autosecuestro durante la Revolución y luego utilizó el rescate para construir su fortuna. Contrató a sus propios pistoleros para acosar a sus vecinos propietarios y convencerlos de venderle sus haciendas. Su pistolero de mayor confianza fue un tal Alarcón y con él mantuvo una cadena de cines. Tuvo otro socio, Espinosa, con quien asentó otra cadena. Espinosa era el cerebro del grupo Jenkins. Además, Jenkins fue amigo cercano del presidente Manuel Ávila Camacho. Cuando murió, donó todos sus millones a la beneficencia.

Le pregunté al doctor Alex Saragoza, un historiador de Berkeley que entonces vivía en México, si había escuchado de ese tal Jenkins. Desde luego, contestó, y citó más fragmentos que había recogido en su investigación sobre el magnate Emilio Azcárraga Vidaurreta; Jenkins fue quien detuvo los intereses de Azcárraga en el cine. Fue un hombre enigmático. A pesar de su gran fortuna, mantenía una oficina destartalada con la ayuda de un solo secretario. Siempre vestía la misma ropa y se cubría con el mismo sombrero gastado. En ocasiones, mientras su mujer tomaba el tranvía, trotaba detrás para ahorrarse la tarifa de cinco centavos.

Saragoza me comentó sobre varios libros que debía buscar: Atencingo, que trata sobre las haciendas azucareras del magnate; otro llamado El libro negro del cine mexicano, que critica sus actividades en la industria del cine, y Arráncame la vida, una narrativa novelada de Maximino Ávila Camacho, hermano del presidente. Este hombre fue un infame gobernador de Puebla, para quien Jenkins y sus socios actuaron como chulos al conseguirle estrellas de cine. También mencionó El secuestro de William Jenkins: “Es una dramatización del secuestro, que probablemente fue un montaje”.

Pero cuando lo leí, encontré que planteaba que el rapto no fue un montaje. El libro no era una novela histórica cualquiera: contenía un ensayo sobre las fuentes archivísticas. Me comuniqué con el autor, Rafael Ruiz Harrell. “Fue un secuestro auténtico —me contó—. En ese momento, las relaciones entre México y Estados Unidos estaban en crisis. Para protegerse, el gobierno mexicano sostuvo que el evento fue una simulación.” A Ruiz Harrell no le interesaba limpiar el nombre de Jenkins. Describió cómo el empresario otorgó préstamos con una tasa de interés altísima a propietarios que sabía que jamás le pagarían su deuda y luego se agenció las haciendas que le dieron bajo garantía; cómo produjo alcohol en su ingenio durante la Ley Seca estadounidense y se lo envió a la mafia; y cómo rancheros poblanos fueron asesinados para que Jenkins pudiera expandir sus cañaverales.

Fue en ese momento cuando una semilla comenzó a germinar. Si la historia del autosecuestro en verdad era falsa, ¿qué tan fidedignas eran las demás historias del tal Jenkins?

Mientras razonaba sobre esta pregunta, la prensa estaba en pleno debate acerca del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). El presidente Carlos Salinas se jugaba su nombre en la liberalización económica y prometía una ola de inversiones extranjeras y creación de empleos. Como la prensa estadounidense, los comentaristas conservadores le echaban porras. Por otro lado, los críticos ridiculizaron la agenda de Salinas como un “sueño primermundista”. Alertaron que dicho tratado era la puerta de entrada al sometimiento económico. Los columnistas recordaron a los lectores la guerra entre México y Estados Unidos. Los caricaturistas dibujaron a empresarios rubios o pecosos conspirando para afanarse del petróleo mexicano. Mientras los mexicanos tenían razones históricas para ser cautelosos con sus vecinos, mucho de lo que se publicó sacó provecho de los prejuicios. Esa retórica, a mi juicio, consistía en la “gringofobia”.

Me parecía que podía existir un vínculo entre lo que leía en la prensa y lo que me contaban de Jenkins. ¿Qué habría pasado si en su momento Jenkins hubiera sido objeto de semejante alarmismo politizado? Las historias extraordinarias acerca de este hombre podrían ser más que la cosecha de décadas de plática informal; podrían ser una mezcla de embelesamientos e invenciones construidos por distintos grupos. Separar los hechos de la ficción y rastrear la evolución de la leyenda podrían ser una forma útil para examinar cómo el miedo exagerado hacia los norteamericanos había moldeado el debate político, económico y cultural de México.

Se plantearon otras preguntas enigmáticas. Por cada nueva lectura que hacía sobre Jenkins y su entorno, quedaba más claro que el hombre no era tan excepcional. Excepcionalmente rico sí, pero no tan distinto de la élite mexicana contemporánea en su forma de manejar los negocios y buscar protección política. ¿Podría ser que Jenkins fuera el blanco de críticas especiales porque era gringo?

Mientras indagaba, resultó que docenas de personas sabían algo de Jenkins. Ron Lavender, decano de los agentes inmobiliarios de Acapulco, recordó la forma en que Jenkins anunciaba su llegada al club municipal de yates con una voz ensordecedora. Alfonso Vélez Pliego, de la Universidad Autónoma de Puebla, me contó cómo Jenkins intentó construirse una imagen para la posteridad a través de obras filantrópicas. Conocí a algunos graduados universitarios que fueron beneficiarios de las “becas Jenkins”. En los años siguientes conocería innumerables taxistas en México y Puebla que tenían una anécdota que contar; uno de ellos incluso había trabajado para él conduciendo camiones cargados de alcohol para contrabando. Pero los recuerdos sobre Jenkins eran anormalmente subjetivos (parecía inspirar aprecio o aversión), y los escritos sobre él estaban impregnados de un nacionalismo combativo.

Una semblanza de 1980 en Proceso encarnó esta tendencia. Titulada “Se perpetúa el nombre del ‘extranjero pernicioso’ expulsado por Abelardo Rodríguez”, el artículo era un profundo cajón de agravios jenkinsianos. Ninguna de sus fuentes ofrecía una sola palabra positiva. Incluso en esta etapa temprana de mi investigación, era obvio que la semblanza estaba tapizada de exageraciones, rumores y errores básicos. Había leído acerca de la Leyenda Negra que pesa sobre la conquista española y la manera en que los historiadores anglosajones exageraron las atrocidades cometidas por Cortés y otros conquistadores a fin de que, por contraste, la colonización británica en tierras americanas pareciera benigna. Había aquí otro ejemplo de historia manipulada y politizada: la Leyenda Negra de William Jenkins.

Surgió la oportunidad de coescribir una biografía de otro empresario controvertido: Emilio Azcárraga Milmo. Como éste aún estaba vivo, mis prioridades cambiaron durante un lustro.

Cuando volví a Jenkins, me topé con vacíos asombrosos en su historial. Lo peor de todo era que no existía un archivo empresarial suyo. Un nieto conservaba algunos documentos, sobre todo unas cartas relativas a “viajes de pesca y tales cosas”. Una nieta mantenía un baúl de escritos con recortes acerca del secuestro y paquetes de cartas de amor que Jenkins le escribió a su prometida alrededor de 1900. Pero la correspondencia profesional era casi nula.

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