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Andrei Tarkovski - Esculpir en el tiempo

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Andrei Tarkovski Esculpir en el tiempo
  • Libro:
    Esculpir en el tiempo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1984
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Esculpir en el tiempo: resumen, descripción y anotación

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EPÍLOGO

Fotograma de Solaris Este libro surgió a lo largo de los años Por eso me - photo 1

Fotograma de Solaris

Este libro surgió a lo largo de los años. Por eso me parece especialmente necesario hacer un balance de todo lo dicho con la perspectiva de hoy.

En primer lugar, este libro, por supuesto, no tiene la coherencia propia de un libro escrito «de un tirón». Por otra parte, lo considero como una especie de diario que revela todos los pasos de aquellos problemas con los que comenzó y se mantiene mi trabajo en el cine.

Hoy me parece menos importante reflexionar sobre el arte en sí o sobre la función de la cinematografía. Más importante me parece la vida. Pues un artista que no sea consciente del sentido que ésta tiene, difícilmente podrá expresar algo sustancial.

Y como no quiero definir sólo mis tareas como artista, sino sobre todo como persona, aquí también tengo que afrontar la cuestión de cuál es la situación en que se encuentra nuestra civilización. La cuestión por la responsabilidad personal del individuo frente al proceso histórico en que participa.

Tengo la impresión de que en nuestra época se está acabando una etapa histórica marcada por los «inquisidores», los líderes y demás «personalidades extraordinarias» dominadas por la idea de configurar una sociedad más justa y organizaría de acuerdo con unos objetivos. Intentaron dirigir la conciencia de las masas, comprometerlas con nuevas reflexiones ideológicas y sociales y, en nombre de la felicidad para la mayoría del pueblo, llamarlas a renovar las formas de organización de la vida. Ya Dostoievski ponía en guardia frente a los «inquisidores» que quieren tomar sobre sí la responsabilidad de la felicidad de otras personas. Y nosotros hemos vivido cómo el conseguir los intereses de una clase o de un grupo que hablaba de los intereses de la humanidad o del «bien común» se oponía de forma crasa a los intereses de un individuo tortuosamente enajenado por la sociedad.

En el fondo, todo el proceso de civilización no le trajo al hombre otra cosa que ofertas de caminos cada vez «mejores» para salvar el mundo y para mejorar su situación, caminos que iban saliendo de las cabezas de los ideólogos y los políticos. Para poder adaptarse a las grandes transformaciones, unos pocos tenían que olvidarse de sus propios pensamientos, para —de cara al exterior— adaptarse a las directivas propuestas. Bajo las condiciones de una actuación dinámica en lo externo, en pro del «progreso», para asegurar el futuro de la humanidad, el hombre ha ido olvidando su propia individualidad, perdida en esa dinámica general. Pensando en los intereses de todos, el hombre ha perdido el interés por sí mismo. Ha perdido lo que Cristo enseñaba en su mandato: «Amarás al prójimo como a ti mismo». Supongo que esto quiere decir que hay que amarse tanto que uno descubra y respete dentro de sí ese elemento divino, más allá de lo personal, que hay en él y que le hace capaz de superar sus intereses privados, sus ansias de posesión, y de vivir una entrega sin cálculos y un amor al prójimo. Pero todo esto presupone una verdadera conciencia del propio valor, la conciencia de una verdad profunda: de que el «yo», que forma el centro de mi vida terrena, tiene un valor objetivo y un significado, cuando tiende a la perfección espiritual y se libera de ambiciones egocéntricas. El interés por el propio yo, es decir, la lucha por la propia alma, presupone una enorme decisión y colosales esfuerzos. Es mucho más fácil abandonarse en el campo ético y moral que liberarse, siquiera sea mínimamente, de intereses egocéntricos y pragmáticos.

En ese caso, las relaciones entre las personas adquieren el cariz siguiente: nadie se exige nada, todo el mundo se despide de sus propias exigencias éticas y abandona sus propios derechos en manos de los demás, de la humanidad. Y de los demás se espera que se adapten y se sacrifiquen, que participen en la edificación del futuro, mientras que uno mismo no quiere saber nada de ese proceso y no se hace responsable del curso del mundo. Se encuentran miles de motivos para sentirse dispensado de ello, para no tener que sacrificar los propios intereses egoístas en aras de tareas más altas, más generales. Nadie tiene el deseo y la audacia de mirar serenamente la propia vida, la responsabilidad que tiene para con su vida y con su alma.

En otras palabras, vivimos en una sociedad que es el resultado de esfuerzos «generales», no de esfuerzos específicos. El hombre se convierte en instrumento de ideas y ambiciones ajenas, o de líderes que utilizan las energías y los esfuerzos de otros, sin tener en cuenta para nada los intereses del individuo. Es como si se hubiera superado el problema de la responsabilidad personal, como si hubiera sido sacrificado a un falso «interés general», que benignamente concede a la persona el derecho a comportarse para sí sin responsabilidad alguna.

Pero, desde el momento en que traspasamos a otro la solución de nuestros problemas, va creciendo cada vez más el abismo entre el desarrollo material y el interior. Vivimos en un mundo de ideas que otros han elaborado para nosotros. Es decir, o nos desarrollamos según esas ideas o nos vamos separando cada vez más de ellas, entrando en conflicto.

Creo que el conflicto entre lo personal y lo general tan sólo se puede superar por una cohesión de la persona con las tendencias sociales. ¿Pero, qué significa sacrificarse por algo general? ¿No es éste el conflicto trágico entre lo personal y lo social? Cuando al hombre le falta la responsabilidad interior por el futuro de la sociedad, cuando se cree con derecho a disponer de otros, de someter el destino de éstos a su particular idea del papel que hayan de jugar en el desarrollo histórico, entonces se va agudizando más y más la dislocación entre el individuo y la sociedad.

El libre albedrío garantiza la facultad de determinar los fenómenos sociales y también nuestra posición respecto a otras personas, garantiza la posibilidad de elegir libremente entre el bien y el mal. Pero con el problema de la libertad surge el problema de la conciencia. Y si bien todos los conceptos desarrollados por una «conciencia social» sufren una evolución, el concepto de conciencia no va ligado a procesos históricos. La conciencia es inmanente a la persona, es algo que se halla en él. Socava los fundamentos de la sociedad, que es un producto de nuestra errónea civilización. En un sentido biológico-evolucionista, el concepto de conciencia es perfectamente absurdo. Pero existe y acompaña al hombre en todo su desarrollo.

Hoy es patente, para cualquiera, que la consecución de bienes materiales y el esfuerzo por llegar a un perfeccionamiento interior tienen un desarrollo sincrónico. Hemos creado una civilización que amenaza con destruir toda la humanidad. Ante esta catástrofe global, me planteo la única cuestión que me parece importante en sus principios: la pregunta por la responsabilidad personal del hombre. La pregunta por su capacidad de sacrificio interior, sin la que cualquier pregunta por lo espiritual resulta superflua.

Esta capacidad de sacrificio de la que estoy hablando no puede ser algo externo, sino que tiene que ser un servicio al prójimo realizado con toda libertad, con naturalidad, como algo normal. Pero ¿en qué consiste hoy el sentido de la comunicación interpersonal? En gran medida, en el interés de conseguir del prójimo todo lo posible para uno mismo. En el deseo de no permitir reducción alguna de los propios intereses. Y, paradójicamente, cada vez nos sentimos más frustrados y solitarios en este mundo cuando humillamos a otras personas, nuestros semejantes.

Provisionalmente somos tan sólo testigos de la muerte de lo espiritual. Lo meramente material, por el contrario, ya ha establecido su sistema, se ha convertido en la base de nuestra vida, enferma de esclerosis y amenazada de parálisis. Todo el mundo sabe que el progreso material no da la felicidad a la persona. Y, sin embargo, nos encaminamos enloquecidamente a mejorar sus «logros». De este modo hemos conseguido que el presente se junte ya con el futuro, como se dice en

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