A pesar de haber puesto el máximo cuidado en la redacción de esta obra, el autor o el editor no pueden en modo alguno responsabilizarse por las informaciones (fórmulas, recetas, técnicas, etc.) vertidas en el texto. Se aconseja, en el caso de problemas específicos —a menudo únicos— de cada lector en particular, que se consulte con una persona cualificada para obtener las informaciones más completas, más exactas y lo más actualizadas posible. EDITORIAL DE VECCHI, S. A. U.
A una «chica» que siempre amaré: mi madre.
El autor quiere agradecer a todos aquellos que han permitido la realización de esta obra. Un especial agradecimiento a mi padre por sus consejos.
También quiere agradecer a las agencias Salmoiraghi & Viagnò (Milán) y Oregon Scientific (Estados Unidos) por poner amablemente a mi disposición los catálogos de los instrumentos que producen y comercializan.
Traducción de Joan Artés.
Fotografías del autor.
Dibujos de S. Binaghi y D. Chokjin.
© Editorial De Vecchi, S. A. 2020
© [2020] Confidential Concepts International Ltd., Ireland
Subsidiary company of Confidential Concepts Inc, USA
ISBN: 978-1-64699-836-4
El Código Penal vigente dispone: «Será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años o de multa de seis a veinticuatro meses quien, con ánimo de lucro y en perjuicio de tercero, reproduzca, plagie, distribuya o comunique públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la autorización de los titulares de los correspondientes derechos de propiedad intelectual o de sus cesionarios. La misma pena se impondrá a quien intencionadamente importe, exporte o almacene ejemplares de dichas obras o producciones o ejecuciones sin la referida autorización». (Artículo 270)
J. Oldani
LA METEOROLOGÍA
Índice
INTRODUCCIÓN
... intentemos, por ejemplo, prever el tiempo que hará dentro de un año en la misma fecha de hoy.
En primer lugar, habrá que escribir cuanto se sepa sobre el estado de la atmósfera en este momento y luego se tendrán que introducir en el ordenador los datos históricos (...).
Supongamos que el resultado sea: buen tiempo, sin nubes.
Ahora bien, se da la circunstancia de que, en algún lugar del planeta, una mariposa ha emprendido el vuelo justo en el momento en que el ordenador ha empezado a trabajar.
No se ha tenido en cuenta, pues, el ligero soplo provocado por el movimiento de sus alas... Eso bastará para modificar el pronóstico para el año siguiente: ¡lloverá!
Hubert Reeves
Actualmente, cerca de diez mil estaciones de control terrestre controlan los movimientos del aire, y otras cuatro mil han sido instaladas a bordo de naves que se apostan en pleno océano o en el interior de centralitas flotantes situadas en puntos estratégicos del globo. A esos centros se suman centenares de satélites que analizan la atmósfera constantemente y con los más sofisticados instrumentos. Todo está conectado las 24 horas del día con los centros de elaboración de datos, y quienes operan en esas estructuras tienen a su disposición el ordenador más potente jamás diseñado por el ser humano.
Sin embargo, ningún meteorólogo digno de tal nombre pretende establecer previsiones ciertas al cien por cien; tampoco se le pide que estas tengan una validez que supere las 24 horas o, como máximo, las 36 horas. Quienquiera que opere profesionalmente en el campo meteorológico sabe que, en este terreno, no sólo no existe la certeza para mañana, sino que, por añadidura, ni siquiera se tiene la seguridad de que el hoy se mantenga fiel a sí mismo. Ciertamente, si se está en medio de un desierto, en pleno verano y con una temperatura de 50° a la sombra, es fácil prever que al día siguiente todavía hará calor y que el sol no faltará. Pero la previsión se convierte en una apuesta si ese espléndido día se sitúa en la alta montaña.
Pero ello no significa que la meteorología no sea una ciencia exacta. Por el contrario, precisamente son sus teorías y sus estadísticas las que permiten entender cómo tienen lugar los distintos fenómenos y explicar con exactitud las causas que los generan. El problema, en todo caso, reside precisamente ahí, en las causas.
Y es por ese motivo que el lector irá advirtiendo, a lo largo del libro, que el uso del condicional es habitual. No se ha pretendido con ello parapetarse en un modo elegante de rehuir las afirmaciones directas; más bien se trata de una necesidad, inducida por una materia que versa sobre los movimientos del aire y del agua, dos elementos que nadie, ni los físicos más tenaces, han conseguido jamás someter a la férrea lógica de las matemáticas. De ahí la invitación a leer estas páginas con espíritu abierto, con la mentalidad de quien quiere adentrarse en el porqué de las cosas, sabiendo bien que tales «cosas» son fáciles de explicar «después» de que hayan tenido lugar. Por lo tanto, no se debe caer en la presunción de pensar que, al llegar a la última página, se podrá competir con las previsiones oficiales efectuadas con las técnicas de análisis más sofisticadas, cuando estas mismas técnicas muestran con frecuencia su falibilidad «humana».
LA BURLA DEL MAL TIEMPO
Waterloo, Bélgica, 18 de junio de 1815. En un bando, los ejércitos anglo-prusianos comandados por los generales Arthur Wellesley Wellington y Gebhard Leberecht Blücher y, en el otro, el ejército francés de Napoleón Bonaparte.
El ex emperador decide jugarse el todo por el todo y pone en liza la formidable potencia de fuego de su artillería, que se añade a la superioridad numérica de la infantería.
Al principio, la batalla parecía evolucionar a su favor, pero en el transcurso del combate los ejércitos aliados invirtieron la situación y castigaron a las líneas francesas.
Napoleón tuvo que aceptar la derrota y el exilio en la isla de Santa Elena, en medio del Atlántico. Esto es todo lo que habitualmente se explica en los libros de texto escolares.
En realidad, el verdadero protagonista de aquel evento fue el mal tiempo, que, en los días que precedieron a la refriega, se cernió sobre la llanura de Waterloo, anegándola por doquier.
El lodo y el agua absorbieron gran parte del impacto de las explosiones procedentes de las granadas francesas y permitieron a los anglo-prusianos soportarlas sin sufrir grandes daños. No fue por que sí que, en las horas previas al combate, los generales franceses intentaron convencer a Napoleón de que no aceptase el desafío y este no quisiera atender a razones; por segunda vez, fue burlado por los factores climáticos. De hecho, una situación análoga ya se había producido en 1812, cuando Napoleón intentó invadir Rusia, aunque, en aquella ocasión, lo que decidió la suerte del ejército francés fueron las condiciones meteorológicas; en particular, el terrible hielo del invierno ruso. Los franceses salieron de París en el mes de junio, en número de 600.000, y casi todos llegaron a Moscú en septiembre del mismo año, combatiendo prácticamente una sola vez.
Pero fueron diezmados por el frío y la nieve en el camino de regreso; sólo 100.000 consiguieron ver el Sena de nuevo.
Bastantes años después, ya en 1941, no le fue de modo muy distinto a otro invasor, esta vez germano y mucho menos simpático que el pequeño francés: Adolf Hitler. Este también decidió invadir Rusia en junio; también se vio obligado a luchar con el «general Invierno» y, asimismo, fue oportunamente derrotado.
Fue el prólogo de su derrumbe definitivo, que vino de la mano del desembarco de Normandía. Ni que se hubiese hecho adrede, también en esta ocasión fue en junio, concretamente el 16 de junio de 1944 —el célebre día D— y, una vez más, el clima fue determinante en el curso de la historia, puesto que la presencia de la niebla impidió a los alemanes, desprovistos de radar, percatarse de la llegada de los aliados.
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