Pacho ODonnell - Che
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- Libro:Che
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- Editor:Sudamericana
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- Año:2017
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Pacho O’Donnell
Che
Luchar por un mundo mejor
Edición definitiva
Sudamericana
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A mi esposa, mis hijas y mis hijos, porque los amo
A José María Aller, Alberto Matheu, Ronald Méndez, Eduardo Porretti, porque sin su colaboración algunas entrevistas hubieran sido imposibles.
Quien asesinó al comandante Ernesto Che Guevara el 9 de octubre de 1967 en el poblado de La Higuera, el sargento Mario Terán, dará su única versión del suceso al entonces ministro del Interior boliviano, Antonio Arguedas. Lo visitará en marzo de 1968 reclamando la recompensa prometida, pues sólo le habían entregado un reloj ordinario «de esos que apenas valen ochenta pesos», y en cambio otro suboficial de su mismo apellido había sido enviado por error a la sede de los «boinas verdes» estadounidenses en Panamá a disfrutar de la beca que a él correspondía.
Su relato textual fue el siguiente, tal como lo registró Arguedas:
Cuando llegué al aula el Che estaba sentado en un banco. Al verme dijo:
—Usted ha venido a matarme.
Me sentí cohibido y bajé la cabeza sin responder.
Entonces me preguntó:
—¿Qué han dicho los otros?
Se refería a Willy y al Chino. Le respondí que no habían dicho nada y él comentó:
—¡Eran unos valientes!
Yo no me atrevía a disparar. En esos momentos veía al Che grande, muy grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente y temí que se me echara encima y que con un movimiento rápido me quitase el arma.
—¡Serénese y apunte bien! —me dijo como si me ordenase—. ¡Va usted a matar a un hombre!
Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che con las piernas destrozadas cayó al suelo, se contorsionó y comenzó a regar muchísima sangre. Recobré el ánimo y disparé la segunda ráfaga que lo alcanzó en un brazo, en un hombro y en el corazón.
Ya estaba muerto.
Los que no han sufrido no saben nada. No conocen ni el bien ni el mal, no conocen a los hombres ni se conocen a sí mismos.
F ENELÓN
En la borrosa filmación familiar se ve a un niño de tres o cuatro años pedaleando vigorosamente en su triciclo como si deseara arrollar al camarógrafo, mientras una sonrisa pícara le ilumina la cara. La toma es breve, inhábil, de no más de cinco segundos, y no registra el recrudecimiento del ahogo asmático que el esfuerzo habrá provocado en Ernestito Guevara de la Serna ante la mirada preocupada de su madre, doña Celia, quien, refrenando su impulso de socorrerlo, lo incitará a seguir pedaleando hasta el límite de sus fuerzas.
El padre, don Ernesto, quizá observando la escena desde alguna de las ventanas de Villa Nydia, llegará una vez más a la conclusión de que su esposa es una mujer muy especial y se lamentará, como escribirá años más tarde, de que «cada día apareciese una nueva restricción a nuestra libertad de movimiento, y cada día nos encontráramos más sometidos a esa maldita enfermedad».
El futuro Che nacerá en una familia de abolengo de cuyo árbol genealógico pendían aventureros, revolucionarios, exiliados políticos, millonarios y viajeros, cuyas andanzas se recordaban, se fantaseaban y se magnificaban con regocijo y orgullo, lo que operaría como mandato familiar no sólo para Ernestito sino también para sus hermanos, todos ellos adeptos al «vivir peligrosamente».
Mediocre estudiante de arquitectura, don Ernesto dejó la carrera para adentrarse en el mundo de los negocios con suerte fluctuante, habitualmente esquiva. Las malas lenguas comentaban que su matrimonio con Celia de la Serna fue por interés, con el objetivo de gozar en algún momento de la herencia que correspondería a su esposa, descendiente directa del virrey español que protagonizara la última resistencia contra las ansias independentistas en Sudamérica. Él tiene en ese entonces veintisiete años; ella no llega a los veinte.
Apuesto, con un mentón enérgico que heredarían casi todos sus hijos, don Ernesto usaba anteojos gruesos por sufrir de astigmatismo. Era de personalidad sociable y extrovertida; los que lo conocieron le atribuyen una imaginación frondosa y los típicos síntomas de quien padece una devoradora necesidad de cariño, que explicaría su obsesión de seducir a cuanta mujer se cruzaba en su camino. Todo ello alimentó las frecuentes y no pocas veces fragorosas discusiones con su esposa Celia, que giraban siempre en torno al exceso de infidelidades y a la escasez de dinero y que, con el correr de los años, desembocaría en la separación definitiva.
Doña Celia de la Serna cursó su secundario en un colegio para niñas de la alta sociedad, el Sagrado Corazón, y era entonces una católica ferviente que introducía trocitos de vidrios en su calzado para martirizarse y hasta pensó en convertirse en monja. Más tarde, con esa misma pasión, se proclamó agnóstica y, años después, identificada con su amado hijo, se transformará en una activa militante socialista y defensora de la revolución cubana, lo que le valdrá persecución y cárcel.
María Elena Duarte, su nuera, esposa de Juan Martín, el menor de los hermanos del Che, afirmaría: «Ella se reía porque sus antepasados tenían una fortuna de millones y millones de dólares, y nada o casi nada había llegado a ella. Fue una mujer avanzada en su época, la primera en muchas cosas. Cuando yo la conocí tenía una posición política tomada, sin duda influenciada por su hijo Ernesto. Había una interrelación muy grande entre ellos. Celia era como un Che femenino».
El abolengo, en un país sin títulos de nobleza, se sostenía sobre la posesión de insólitas extensiones de pampa fértil. Ésa era la oligarquía argentina y a ella pertenecían los Guevara, los Lynch y los De la Serna, aunque algunos de sus miembros se hubieran empobrecido en los avatares de una Argentina perennemente convulsionada, en la que era fácil enriquecerse o empobrecerse rápidamente. Esa pertenencia a una familia de innegable raigambre aristocrática, con parientes y antecesores con importantes estancias en la provincia de Buenos Aires, daría al Che la identidad de ser «el pobre» en un mundo de ricos, lo que le habrá ayudado a confraternizar con los desamparados y habrá fomentado su rencor hacia los propietarios. También le habrá otorgado su legendario desparpajo para desenvolverse entre los poderosos de la tierra, que eran los de su clase.
Ernesto Guevara, Mi hijo el Che , Sudamericana, Buenos Aires, 1984.
La familia de doña Celia se había opuesto al casamiento, pues no confiaba en el apuesto pero poco fiable Ernesto Guevara Lynch, pero los jóvenes se amaban con un sentimiento fogoneado por el saboteo familiar y nunca ocultarían la atracción sexual que los imantaba, sobre todo en las reconciliaciones habitualmente subrayadas por el nacimiento de un nuevo hijo.
Finalmente se casaron el 20 de diciembre de 1927 en casa de Edelmira Moore de la Serna porque no tenían dinero para alquilar los salones de algún club de moda. Celia estaba embarazada de dos meses por lo que, fieles a su clase social, para evitar el escándalo parten hacia el yerbatal de Caraguatay, en la provincia de Misiones, que había comprado Guevara Lynch antes de casarse, seducido por las promesas del «oro verde», la yerba mate. Da contradictorias versiones sobre el origen de los fondos para esa adquisición: en ciertas ocasiones dirá que fue una herencia de su familia y en otras la adjudicará a la de su esposa.
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