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A José María Rosa, maestro.
“El que busca la verdad escucha mi voz”,
respondió Jesús. Pilatos entonces dijo:
“¿Qué es la verdad?”.
S AN J UAN 18:38
Todas las verdades que se callan
se hacen venenosas.
N IETZSCHE
La Legislatura de la Provincia de Buenos Aires, en 1857, varios años después de Caseros, declara “traidor a la Patria” a don Juan Manuel de Rosas. El Diario de Sesiones registra los argumentos del diputado Nicolás Albarellos:
“No puede librarse a la Historia el fallo del tirano Rosas. ¿Qué dirá la Historia cuando se vea que la Inglaterra ha devuelto a ese tirano los cañones tomados en acción de guerra y saludado su pabellón sangriento y manchado con una salva de 21 cañonazos? La Francia que hizo causa común con los enemigos de Rosas, que inició la cruzada en la que figura el General Lavalle, a su tiempo le abandonó y trató con Rosas, y también debió saludar su pabellón con 21 cañonazos. Yo pregunto, Señor, si estos hechos no borrarán en la Historia todo cuanto podemos decir los enemigos de Rosas, si no lo sancionamos con un acto legislativo como esta ley (...). ¿Qué se dirá en la Historia, y esto es triste decirlo, cuando se sepa que el valiente Almirante Brown, el héroe de la marina de guerra de la Independencia, fue el Almirante que defendió la tiranía de Rosas? ¿Que el general San Martín, el vencedor de los Andes, el padre de las glorias argentinas, le hizo el homenaje más grandioso que puede hacerse a un militar entregándole su espada? ¿Se verá a este hombre, Rosas, dentro de 20 o 50 años, tal como lo vemos nosotros a 5 años de su caída, si no nos adelantamos a votar una ley que lo castigue definitivamente con el dicterio de traidor? No señor, no podemos dejar el juicio de Rosas a la Historia, porque si no decimos desde ahora que era un traidor, y enseñamos en la escuela a odiarlo, Rosas no será considerado por la Historia como un tirano, quizá lo sería como el más grande y glorioso de los argentinos”.
Introducción
Los historiadores liberales, que representan a los vencedores de Caseros, repudiaron a Rosas, quien planteó un proyecto de país distinto y, podría decirse, antagónico. Fue condenado al infierno de su versión de nuestra Historia, que es la oficial.
A pesar de que la esencia de la doctrina liberal es la sociedad entendida como un mercado regido por la libre interacción de sus fuerzas económicas, se le niega al Restaurador el haber incorporado a la Argentina al protocapitalismo al jerarquizar la unidad productiva que mayores ventajas comparativas ofrecía en relación con otras naciones: la estancia.
También el socialismo ha condenado a don Juan Manuel. Al igual que el liberalismo, es una concepción internacionalista de supuesta aplicación planetaria y siempre demostró rechazo hacia los movimientos de raíz y convocatoria popular (a los que denomina peyorativamente “populismos”) que se desarrollan por fuera de su control y de sus parámetros.
Ante tanta “orfandad” fue el conservadorismo reaccionario, ultracatólico, el que se impuso la reivindicación de la vida y obra de Rosas, proyectando en él su propio espíritu totalitario, funcional para la conservación de sus intereses antipopulares. Invirtiendo la realidad histórica de haberse enfrentado el Restaurador, con el apoyo de la chusma (gauchos, indios, mulatos, orilleros, etc.), a la oligarquía masónica y extranjerizante de su época.
No hay duda de que puede reprochársele a Rosas su tendencia al autoritarismo. Nada justifica persecuciones, degüellos o fusilamientos. Pero tienen razón sus defensores al argumentar que la historia oficial se ha empeñado en cargar sobre sus espaldas toda la violencia de su época, de la que no se pudieron abstraer otros federales ni tampoco sus enemigos unitarios. Según aquellos no se habría tratado de una tiranía sangrienta, sino de una autocracia paternalista, lo más parecido a una democracia (del griego demokratía, “gobierno del pueblo”), que las circunstancias nacionales e internacionales permitían.
También se lo puede acusar por su reticencia a dictar una Constitución, aunque los historiadores revisionistas han insistido en que esta no hubiera sido posible sin la organización nacional, por las buenas o las malas, que Rosas dejó al final de su gobierno.
Nuestro país ya había sido, entonces, bautizado (“Confederación Argentina”, luego “República Argentina”) y su territorio quedaba milagrosamente intacto, mientras don Juan Manuel, quien había entrado rico al gobierno y salido pobre, partía hacia su prolongado y doloroso exilio.
También hacia la condena sin matices de quienes escribieron nuestra historia oficial y de quienes no tienen otra alternativa que confiar en ella. Y a quienes nunca se explicó por qué nuestro Libertador, el general San Martín, legaría a Rosas su sable inmortal, estableciendo en su testamento que lo hacía “como prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataron de humillarnos”.
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Católico y militar
Don León Ortiz de Rozas quiso que un sacerdote de su regimiento bautizara a su hijo nacido el 30 de marzo de 1793 con el nombre de Juan Manuel José Domingo. “Será católico y militar”, le aseguró con orgullo al capellán Pantaleón de Rivadarola.
Los antepasados del recién nacido llevaban ya varias generaciones en el Río de la Plata y no carecían de abolengo. Por el lado paterno descendía de militares y funcionarios al servicio del Rey de España. Su padre había nacido en Buenos Aires y fue un irrelevante capitán de infantería que padeció el infortunio de caer prisionero de los indios siendo rescatado luego de algunos meses de cautiverio. Esta circunstancia, o los relatos de esta circunstancia, habrían de marcar en lo hondo a su vástago determinando la importancia que siempre les daría a los aborígenes, contrariando el arraigado hábito de la clase “decente” de considerarlos poco más que animales peligrosos.
Su madre, doña Agustina López de Osornio, sería una influencia decisiva no solo por su holgada posición económica que le generaba El Rincón de López, la ubérrima estancia heredada de su padre, lo que acostumbraría a Juan Manuel a la vida rural desde su nacimiento. También por el fuerte y altivo carácter, que ejercía autoritariamente sobre su esposo y sus hijos. A don León, según su sobrino Lucio V. Mansilla, le enrostraba ser plebeyo de origen mientras ella descendería del duque de Normandía “y mira que si me apuras mucho he de probarte que soy pariente de María Santísima”.
Por una o por otro, a veces por los dos, estaban emparentados con las aristocráticas familias de García Zúñiga, Anchorena, Arana, Lavallol, Peña, Aguirre, Trápani, Beláustegui, Costa y otras. A las tertulias de doña Agustina y don León, que se desenvolvían en un ambiente de decoración austera y hábitos cristianos, asistían los Pueyrredón, Necochea, Las Heras, Olavarría, Guido, Alvear, Balcarce, Saavedra, Olaguer y Feliú, Azcuénaga, Álzaga y otros de esa estirpe.
Años más tarde, Juan Manuel, por coherencia con sus convicciones de enérgico populismo, se enfrentaría con muchos integrantes de esas familias, que constituían su pertenencia natural.
El futuro Restaurador era el varón mayor de diez hijos vivos y de diez muertos, lo que lo confrontó y lo familiarizó con la Parca desde sus años más precoces. Fue naturalmente elegido para llevar adelante la hacienda familiar y por ello doña Agustina ejerció sobre él un gran despotismo, azotándolo cuando no cumplía con sus expectativas o cuando demostraba independencia en sus decisiones. En su psiquis se juntaron entonces el amor y la crueldad, siéndole más tarde irrefutable que amar a la patria era tratarla con dureza.