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Pacho ODonnell - Monteagudo. Pionero y mártir de la unión americana

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Pacho ODonnell Monteagudo. Pionero y mártir de la unión americana
  • Libro:
    Monteagudo. Pionero y mártir de la unión americana
  • Autor:
  • Editor:
    Penguin Random House Grupo Editorial Argentina
  • Genre:
  • Año:
    2013
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Monteagudo. Pionero y mártir de la unión americana: resumen, descripción y anotación

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Ambicioso, seductor, déspota, genio político, terrorista por temperamento y por sistema, pluma talentosa, demagogo exaltado, estadista de carácter, trabajador incansable, traidor y corrupto, honesto y fiel, oportunista, patriota. Esos y muchos otros juicios contradictorios ha recibido la corta vida pública del jacobino Bernardo Monteagudo.


Ambicioso, seductor, déspota, genio político, terrorista por temperamento y por sistema, pluma talentosa, demagogo exaltado, estadista de carácter, trabajador incansable, traidor y corrupto, honesto y fiel, oportunista, patriota. Esos y muchos otros juicios contradictorios ha recibido la corta vida pública del jacobino Bernardo Monteagudo, desde los diecinueve años, cuando se doctoró en Chuquisaca -cuna de revolucionarios como Moreno y Castelli-, hasta los treinta y cinco, cuando una puñalada le atravesó el pecho en una preciosa noche de verano limeña.

Dieciséis años intensos, fulgurantes, que lo mantuvieron, tan joven, en el centro de las grandes decisiones políticas; junto a Castelli en el Ejército del Norte; figura clave de la Asamblea del Año XIII cuando gobernaba Alvear; mano derecha insustituible de San Martín y OHiggins durante las luchas independentistas en Chile y Perú; finalmente ladero y hombre de confianza de Bolívar en la consolidación de la victoria revolucionaria.

Siempre fue pobre y fue siempre un gran escritor, revulsivo, provocador, apasionado, convincente, que aún hoy es de lectura fluida, como puede comprobarse en los textos recopilados en el Apéndice de este libro. Un colosal propagandista de las ideas y proyectos que concebía. Entre ellos, como pionero y mártir, la unión latinoamericana. La defensa innegociable de esa causa le otorgó para siempre su lugar en la Historia.

Escribía Monteagudo, para el futuro, en 1812: Nosotros estamos en nuestra aurora, la Europa toca su occidente; y si las tinieblas se apresuran a envolverla, para nosotros amanecerá un día puro y risueño; ciudades numerosas saldrán del seño de estos desiertos inmensos; nuestros buques cubrirán los mares, la abundancia reinará dentro de nuestros muros y no se verán sobre nuestros altares y en nuestros tribunales sino dos palabras: humanidad y libertad.

La crítica ha dicho...

«Con una prosa clara, rítmica, sin dilaciones y hasta didáctica, ODonnell se atreve a develar todo sobre este personaje».

Dolores Caviglia, La Gaceta (Tucumán)

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—Por favor, Bernardo, cuídate. Bien sabes que son muchos los que te odian y muchos los que desean tu muerte —le había dicho ella, afligida, esa tarde.

Es noche estrellada en Lima y una suave brisa bambolea ramas y faroles. Un hombre sale de la Casa de Gobierno. Se dirige con paso vivo hacia donde lo espera su amante, Juana Salguero, o quizás hacia su destino.

Es esbelto, de porte atlético, casi alto, de perfil clásico, tez algo oscura y mirada incendiada. Su éxito con las mujeres es fama extendida por toda América. Tanto como su talante de político y escritor.

Tal vez vaya pensando en Juana, tal vez siga urdiendo nuevos argumentos para acelerar la convocatoria en Panamá a todas las naciones independientes de la América hispana donde se discutiría la conformación de una Confederación continental política, económica y militar.

Viste elegantemente, como siempre: chaqueta de terciopelo, prendedor de zafiro y diamantes sobre su corbatín de seda, zapatos charolados, capa negra que baila airosamente con cada uno de sus pasos por la calle de Belén. La unidad americana ha sido su gran desvelo desde que se inició en la política. Trabajó, pensó, discutió y escribió toda su vida en apoyo de ese proyecto, y ahora, gracias a su insistencia y el impulso de Bolívar, pese a la oposición y los recelos de algunos gobiernos, la reunión parece posible. Va pensando en Juana, ¿o en Panamá?

De pronto, hasta entonces invisibles por la oscuridad que no horada la luz de gas, surgen dos sombras que se le echan encima. Uno de los salteadores, de inocultable aspecto indígena, lo sujeta por los brazos mientras el otro, un negro inmenso de labios gruesos y ojos amarillentos, aprieta su mano izquierda sobre la boca de Monteagudo mientras le asesta con la otra una terrible puñalada que le parte el corazón.

—Vaya por las que has hecho —se escuchó.

Los asesinos huyen apresuradamente, furtivos sobre el empedrado brillante de humedad nocturna. Monteagudo, que pocas semanas antes había cumplido treinta y cinco años, se derrumba lentamente, deslizándose por la pared que chirría rasguñada por el acero del puñal que le sobresale por la espalda. Extrañamente silencioso, sin gritos de dolor ni de auxilio, se desangra inconteniblemente hasta la muerte. Es el 28 de enero de 1825.

I

Bernardo Monteagudo nació en Tucumán en 1789. Su padre, el capitán de milicias Miguel Monteagudo, y su madre, Catalina Cáceres, tuvieron once hijos, pero Bernardo fue el único que sobrevivió.

Alguna confusión produjo entre los historiadores de Monteagudo el testamento de la segunda esposa de su padre, Manuela María Aznada, donde declara que Bernardo había sido hijo único de su matrimonio con Miguel. Sin embargo los dos testamentos de Miguel, fechados en 1819 y 1825, señalan que Bernardo fue fruto de su primer matrimonio, en tanto que con su segunda esposa “no tuvieron ni procrearon hijos algunos”.

Miguel Monteagudo había nacido en Cuenca, España, y fue uno de los tantos peninsulares que decidió probar suerte en América. Allí, incorporado a la milicia, formó parte de la expedición del virrey Cevallos para reconquistar la Colonia del Sacramento. Sin mayor fortuna, y en busca de ella, se desplazó a Tucumán, donde nació Bernardo. Su periplo continuó en Jujuy, donde desempeñó un modesto cargo de alcalde.

Catalina Cáceres era esposa y madre dedicada, de origen humilde, con alguna pincelada aymara en su piel que, de todas maneras, parecía no justificar la cabellera renegrida y los ojos encendidos como carbón de su hijo Bernardo. Aquellos rasgos de Bernardo suscitaron murmuraciones que sugerían que el único hijo vivo del matrimonio había sido obra de algún cholo con espermatozoides más aguerridos que los de Miguel.

El apodo de “mulato” persiguió a Bernardo Monteagudo durante toda su vida. Lo leería o escucharía cada vez que cualquiera pretendiera denigrarlo. Su enconado enemigo Juan Martín de Pueyrredón esgrimiría ese argumento racista para cuestionar la representatividad de Bernardo en la Asamblea del Año XIII, provocando una airada y dolida réplica: “Tiempo ha que sufría en el silencio de mi corazón la infamia con que usted se propuso cubrir mi nombre […] alegando por pretexto anécdotas ridículas en orden a la calidad de mis padres y aun suponiendo haber visto instrumentos públicos en Charcas, relativos al origen de mi madre”.

Monteagudo creció en un hogar extremadamente pobre, condición que no impidió que sus padres, convencidos de la importancia de la educación de Bernardo, hicieran lo que estaba a su alcance por iniciarlo en las letras. Por entonces era frecuente que recorrieran la campiña maestros ambulantes que, por algunas monedas, enseñaban a los niños a leer la cartilla y el catecismo, descargando palmetazos ante olvidos o irreverencias. El pequeño Bernardo demostraba un acentuado anhelo por aprender y una inteligencia precozmente despierta.

La muerte de su madre, cuando había cumplido apenas trece años, resultó trágica, no solo por la pérdida de un ser que amaba entrañablemente y de quien recibía generosos cuidados, sino también porque la relación con la nueva esposa de su padre fue difícil y tensa.

Decidió entonces partir hacia Chuquisaca, donde lo recibiría un pariente lejano, el cura Troncoso, alentado por un padre convencido de los talentos de un jovencito que demostraba a cada paso que era más sagaz y más letrado que el resto de los muchachos de su edad, aun aquellos cuya posición económica en principio los beneficiaba.

Chuquisaca, también llamada La Plata o Charcas —hoy Sucre—, era la ciudad soñada por Bernardo. De allí bajaban las chirriantes caravanas que transportaban telas y enseres para las familias ricas de Tucumán, Córdoba y Buenos Aires, y que relataban fascinantes leyendas sobre aquellas ubérrimas regiones en las que se hallaba plata extendida por la superficie de la tierra, como si Dios hubiese tropezado allí derramando el color de la luna.

Era una de las ciudades más importantes del Virreinato del Río de la Plata. Su proximidad a la riquísima ciudad de Potosí la ubicó en la ruta principal del comercio colonial. Esa había sido una de las razones por las cuales fue elegida como sede de una de las primeras universidades de la Colonia, la de San Francisco Xavier, fundada en 1624. La Universidad de Córdoba era aún más antigua, pero allí no se dictaban Leyes ni Filosofía, las escuelas preferidas por los jóvenes ambiciosos y progresistas de la época.

En sus claustros universitarios estudiaron Moreno, Paso, Castelli, Rodríguez Peña, Anchorena, por nombrar solo algunos entre las decenas de personalidades que han inscrito sus nombres en la historia argentina.

Las ideas libertarias que se predicaban en sus aulas y que aquellos muchachos abrazaron con tanto entusiasmo estaban influidas por los escritos de los neoescolásticos hispánicos como Victoria, Mariana, Soto, Molina, Valle, de la Peña, Carranza, Covarrubias, Eliscueta, y fundamentalmente por el pensamiento del jesuita Francisco Suárez, profesor en las universidades de Salamanca y Coimbra.

A principios del siglo XVII Suárez sostuvo una famosa y muy influyente polémica con el rey de Escocia e Inglaterra Jacobo I, quien había sostenido en un escrito que los reyes recibían el poder por delegación divina, y que en consecuencia no debían responder por sus actos ante sus súbditos sino exclusivamente ante Dios. El efecto concreto de tal doctrina era la imposibilidad de cuestionar por derecho el poder de los monarcas, aunque se tratara de tiranos o de ineptos.

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