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Nancy Mitford - El rey Sol

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Nancy Mitford El rey Sol
  • Libro:
    El rey Sol
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1966
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El rey Sol: resumen, descripción y anotación

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El Rey Sol, era como le llamaban los cortesanos aduladores. Luis XIV el creador del Estado moderno francés, sacando al reino de los anárquicos y sangrientos enfrentamientos internos conocidos como la lucha de la Fronda. Se casó con una infanta española, María Teresa, prima hermana suya. La llegada de su nieto Felipe V al trono de España afirmó el predominio de la dinastía de los Borbón en Europa.

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CAPÍTULO 1
El palacio

Y puede compararse sin miedo a ser injusto el siglo del rey Luis al gran siglo de Augusto.

CHARLES PERRAULT

Luis XIV se enamoró de Versalles y de Luisa de La Valliére al mismo tiempo. Versalles fue el amor de su vida. Ya en los años que precedieron a su instalación allí, pensaba siempre en él. Cuando estaba en la sede del gobierno, de cacería, o en el frente con su ejército, tenían que enviarle un informe diario muy minucioso del estado de las obras de aquella mansión. Después, el rey no dejó de introducir adiciones y mejoras en el lugar mientras le quedó un soplo de vida. Este «favorito indigno», como lo llamaban los cortesanos, forma parte de la leyenda del Rey Sol, pero de hecho Luis XIV solo vivió allí durante sus años de mediodía y de ocaso: en los de esplendor matinal tuvo la corte, compuesta de un centenar de personas, en el Louvre y en Saint-Germain-en-Laye, su lugar natal, con visitas a Chambord, Fontainebleau y Vincennes. Como un rey feudal, siempre estaba en movimiento, generalmente en la guerra, y su corte era un vivaque entre dos campañas.

Nadie supo jamás cuándo este hombre reservado concibió el designio de convertir el palacete-pabellón de caza de su padre en el centro del universo; tal vez ya en 1661, cuando empezó a dar fiestas en sus jardines para su joven amante y para un grupo de amigos, cuyo promedio de edades era entonces de diecinueve años. Él tenía veintitrés, llevaba casado un año y tenía ya un hijo, pero hasta aquella fecha su reino había sido gobernado por su padrino el cardenal Mazarino; la reina madre, Ana de Austria, regulaba aún sus actos. Al rey le gustaba divertirse fuera de la vista de los mayores, y Versalles era un lugar ideal para hacerlo, aunque las fiestas tuvieran que celebrarse en el jardín: la casa era demasiado pequeña. El tiempo era siempre bueno para aquellos días felices de la juventud y el frescor del atardecer traía un agradable cambio al calor del mediodía.

El palacete de Luis XIII en Versalles tenía unas veinte habitaciones y un solo dormitorio, grande, para hombres. Estaba encaramado sobre un pueblo apiñado en torno a una iglesia del siglo XII (donde hoy está la Orangerie; el cercano «Estanque de los Suizos» era el embalse del pueblo). En las proximidades había unas pobres aldeas llamadas Trianon, Saint-Cyr, Clagny. Versalles, en la carretera principal de Normandía a París, era más próspero que ellas; los granjeros pasaban con sus rebaños por el pueblo, que tenía tres posadas. Los alrededores abundaban en caza, y Luis XIII, que, como la mayoría de los Borbones, prácticamente vivía a caballo, se encontró con tanta frecuencia en Versalles al final de un día de caza que hizo construir el palacete para no tener que elegir entre pernoctar en una de las tres posadas o regresar a caballo hasta Saint-Germain, ya anochecido.

No hay duda de que la famosa visita de Luis XIV al magnífico castillo-palacio Vaux-le-Vicomte le dio la primera idea de lo que Versalles podría llegar a ser. Como muchas personas de sangre mezclada, era un vehemente nacionalista; en Vaux, recién construido, percibió por primera vez el gusto francés contemporáneo, liberado de la influencia italiana de moda hasta entonces. Nicolás Fouquet, que lo mandó construir, inauguró el edificio con una fiesta el 17 de agosto de 1661 invitando a unas seiscientas personas para que conocieran al rey. La recepción se convirtió en su fiesta de despedida: el rey, con admiración y furor entremezclados, examinó el establecimiento en todo su suntuoso detalle y concluyó que la ostentación de Fouquet (luxe insolent et audacieux) era impropia de un súbdito e intolerable en un ministro de Hacienda. Se afirmó en esta opinión en el lento curso de la velada, cuando los invitados recibieron obsequios tales como cubrecabezas y sillas de montar cuajados de diamantes. Luis correspondió a la vanidosa hospitalidad de Fouquet metiéndolo en la cárcel y rara vez se supo de alguien más que tuviera ganas de ofrecer fiestas al rey. Mazarino acababa de morir y el verdadero crimen de Fouquet era la ambición: intrigaba para convertirse en jefe del gobierno. Si Luis XIV hubiera sido el hombre que generalmente se supone, Fouquet habría gobernado a la vez al rey y al país; sin embargo, Luis tenía otras ideas, y para ponerlas en práctica se vio obligado a deshacerse de este estadista hábil y sin escrúpulos. Con esto dio una segunda muestra de su propia ambición implacable; la primera había sido su matrimonio con María Teresa de España, cuando a quien quería por esposa era a la sobrina de Mazarino, María Mancini. María le dijo al separarse: «Sois el rey; me amáis y sin embargo me alejáis de vos». Luis tenía que ser siempre el dueño de sus amantes y de sí mismo, igual que de Francia. María Teresa acabó llevando la Corona de España a los Borbones; ¿quién dirá que Mazarino no habría tenido, en su mente, un regalo mejor? Muchas otras familias habían de encontrar en él un precioso legado.

Así, pues, Fouquet se encaminó a su largo martirio en la fortaleza de Pignerol. Mas los pecados del exministro no recayeron en sus hijos. Su hija, la duquesa de Béthune, fue siempre recibida amablemente en la corte; bajo Luis XV, su nieto el mariscal de Belle-Isle se convirtió en un rico y respetado militar, y el hijo de Belle-Isle, Gisors, fue como un Sir Philip Sidney francés. Pero el rey sacó algún botín de Vaux-le-Vicomte y se creyó justificado por el hecho de que lo que este castillo-palacio contenía había sido costeado con el dinero de la nación, en otras palabras, con el suyo propio. Archivos, alfombras, tapices, objetos de plata y adornos de plata sobredorada, estatuas y más de mil naranjos fueron a parar a Versalles. Solo los naranjos representaban ya una suma considerable. El rey estaba muy encariñado con ellos y los tenía en todas sus habitaciones, en toneles de plata. (Tal vez si a uno lo desterraran de Francia, lo que más le recordaría esa tierra celestial fuese un naranjo en un tonel). Ocho de aquellos naranjos de Luis XIV existen aún en la Orangerie actual de Versalles. El rey se apropió también de las tres notabilidades que habían creado Vaux: el jardinero Le Nótre, el arquitecto Le Vau, y el artista de toda la obra, Le Brun. Los necesitaba para que le ayudasen a realizar el proyecto que empezaba entonces a ocupar sus pensamientos.

Luis XIV parece haber sabido que llegaría a viejo. Sus planes, tanto artísticos como políticos, fueron planes a largo plazo; maduraron lentamente y no los confió a nadie. Sigue siendo un misterio por qué, habiendo decidido construirse una residencia, el rey eligió como lugar Versalles. Las dificultades materiales para construir allí en gran escala eran considerables. Insistió en conservar el pequeño alojamiento eventual de su padre, en asentarla sobre la loma arenosa circundante, de superficie desigual y que fuese construida alrededor de él. Al irse haciendo la residencia cada vez más vasta, la colina misma hubo de ampliarse. También el suministro de agua había sido siempre allí un problema. Entonces, ¿por qué, queriendo una residencia propia que fuese un monumento a su reinado, la construyó sobre un limitado edificio ya existente, de refugio en la caza, cuyo estilo había quedado anticuado? Todos los arquitectos le rogaron que derribase aquel antiguo palacete que tanto dificultaba su trabajo. Su respuesta fue que si por cualquier razón el viejo edificio desapareciese, lo haría, reconstruir ladrillo a ladrillo. Versalles tenía, sin duda, algún encanto especial para él; sus cortesanos nunca pudieron figurarse cuál era; sus quejas y censuras subían de tono entre ellos a medida que el propósito del rey de hacerles residir allí con él, se hacía cada vez más evidente. Hasta que se atrevieron a objetarle al rey. «No tiene vistas». Pero al rey le encantaba la perspectiva, tan típica de la antigua Ile-de-France: una hermosa hendidura a través de bosques que se extendían en suave pendiente hasta el horizonte occidental y que terminaba en dos álamos; siempre había sido lo mismo y aunque el rey la alegraría con el canal, nunca puso estatuas para sustituir a los álamos. «No hay ciudad» era otra queja. Tanto mejor: dondequiera que viva el rey surgirá una ciudad, que puede planearse y ejecutarse adecuadamente. «Es malsano». El rey se sentía allí perfectamente.

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