Isabel la Católica
La primera gran reina de Europa
GILES TREMLETT
Traducción de
Jordi Ainaud i Escudero
Sobre el autor
Giles Tremlett es escritor, colaborador editorial en The Guardian y miembro del Centro Cañada Blanch de la London School of Economics. Ha escrito dos libros de referencia sobre la historia de España, España ante sus fantasmas y Catalina de Aragón, que han sido éxito de ventas a nivel mundial. Actualmente, vive en Madrid con su esposa y sus dos hijos.
Índice
Título original: Isabella of Castille
Edición en formato digital: noviembre de 2017
© 2017, Giles Tremlett
© 2017, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2017, Jordi Ainaud i Escudero, por la traducción
Diseño de cubierta: Penguin Random House Grupo Editorial
Fotografía de cubierta: © Bridgeman Library
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ISBN: 978-84-9992-820-3
Composición digital: M.I. Maquetación, S.L.
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A Katharine Blanca Scott, por todo lo que hemos hecho y creado
Ninguna mujer en la historia ha superado sus logros.
H UGH T HOMAS , El imperio español. De Colón a Magallanes
Que se trata de un personaje importante, lo sabéis muy bien;
puede que no haya otro igual en toda nuestra historia.
M ANUEL F ERNÁNDEZ ÁLVAREZ , Isabel la Católica
INTRODUCCIÓN
La primera gran reina de Europa
Segovia, 13 de diciembre de 1474
El espectáculo era impresionante. Gutierre de Cárdenas avanzaba solemne por las calles de Segovia, gélidas y azotadas por el viento, sujetando la espada real por la punta, la empuñadura en alto. Le seguía la nueva monarca, una mujer de veintitrés años, de estatura entre mediana y baja, cabello entre rubio castaño claro y ojos de color azul verdoso, cuyo aire de autoridad quedaba reforzado por el simbolismo amenazador del arma de Cárdenas, un emblema del poder real tan contundente como cualquier corona o cetro. Quienes se habían atrevido a desafiar el frío glacial del invierno segoviano para contemplar la comitiva sabían que tal acto significaba que la joven estaba decidida a impartir justicia e imponer su voluntad mediante la fuerza. Las joyas resplandecientes de Isabel de Castilla evidenciaban la magnificencia real, mientras que la espada de Cárdenas amenazaba con la violencia. Ambas eran emblemas del poder y de la disposición a ejercerlo.
Los espectadores estaban asombrados. El padre y el hermanastro de Isabel, los dos soberanos que habían regido la díscola Castilla durante los últimos setenta años, no se habían distinguido por el ejercicio de la autoridad, sino que habían dejado dichas funciones en manos de otros. Sin embargo, para mayor sorpresa, ahí estaba una mujer que manifestaba su determinación a ejercer el poder sobre ellos. «No faltaron algunos sujetos bien intencionados que murmurasen de lo insólito del hecho», informó un contemporáneo. Los murmuradores no tenían reparos en desafiar el derecho de una mujer a gobernarlos, ni sentían necesidad de mantener la boca cerrada. La débil monarquía de Castilla se había convertido en objeto de burla, desobediencia y rebelión abierta. Durante décadas, los reyes del país habían sido peleles de una parte de los poderosos y engreídos aristócratas terratenientes que se referían a sí mismos como los «grandes». Esa mujer, que decía ser su nueva reina aquel día de diciembre de 1474, ya podía presentarse ataviada con sus mejores joyas, porque solo la acompañaban un reducido número de grandes, eclesiásticos y altos dignatarios. Era una señal de que sus dificultades iban más allá de su condición de mujer y de la fragilidad de la monarquía de Castilla. Isabel no era la única aspirante al trono, ni tampoco la persona que había sido designada como sucesora por el monarca anterior. Aquello era, en definitiva, el golpe preventivo de una usurpadora. Y nadie estaba seguro de que fuera a salirse con la suya.
Castilla era el reino más grande, más fuerte y más poblado de lo que los romanos (y sus sucesores, los visigodos) habían llamado Hispania y de lo que hoy está dividido entre los dos países de la península Ibérica, España y Portugal. Con más de cuatro millones de habitantes, tenía una población considerablemente mayor que Inglaterra y era uno de los países más extensos de Europa occidental. El reino que reclamaba para sí Isabel era el resultado de la lenta conquista, a lo largo de seis siglos, de las tierras ocupadas por los musulmanes, a quienes los cristianos llamaban «moros», que habían cruzado los quince kilómetros que separan España del norte de África en el estrecho de Gibraltar para barrer la Península a principios del siglo VIII . La historia reciente de Castilla no era nada gloriosa y el recuerdo de las reinas que la habían gobernado era lejano y de una reputación pésima. No quedaba nadie con vida que recordara lo que era tener un monarca fuerte, mientras que las luchas intestinas de Castilla y sus vecinos problemáticos —Aragón al este, el reino musulmán de Granada al sur y Portugal al oeste— continuaban absorbiendo gran parte de sus energías. Aunque gestionar las relaciones con estos tres países y con el pequeño, pero a menudo molesto, reino septentrional de Navarra era todo lo que Castilla se podía permitir en cuanto a ambiciones exteriores, la familia real había mirado hacia fuera en busca de cónyuges, pues Isabel podía presumir de madre portuguesa, Isabel de Portugal, y abuela inglesa, Catalina de Lancaster. El vecino del norte, Francia, era una potencia mucho mayor, con la que Castilla procuraba no indisponerse.