Prólogo
Perfiles de un crimen de Estado
Stalin no andaba de muy buen humor aquellos días de la primavera de 1937, mientras le daba vueltas al asunto de qué hacer con los envíos de material de guerra a una España en llamas. Quienes trabajaban a su alrededor sabían lo cambiante que podía llegar a ser el camarada secretario general en cuestiones de orden interno o política internacional. La guerra española había estallado el año anterior, y la Unión Soviética pronto se había perfilado como la única potencia verdaderamente comprometida con el bando republicano. Pero tenía que obrar con cautela, puesto que se había adherido al Pacto de No Intervención firmado en agosto de 1936 por las principales potencias europeas y que tanto perjudicó a los intereses de la Segunda República española. La organización que debía velar por la neutralidad de todos los países firmantes fue impulsada por Francia y pronto recibió el apoyo del Reino Unido. Italia y Alemania firmaron el tratado, pero inmediatamente empezaron a enviar tropas y materiales de guerra a Franco. Stalin también decidió intervenir, pero, obviamente, para ayudar al bando contrario.
El Presídium y el Secretariado de la Internacional Comunista se habían reunido en septiembre de 1936 para definir la estrategia soviética respecto a la guerra española. Pronto se acordó lo siguiente: Stalin y la Internacional comunista apostarían por el modelo democrático de la República española, se organizarían las Brigadas Internacionales y se enviarían los primeros asesores militares, llamados a este nuevo frente de lucha contra el fascismo. Iban a viajar a España tres nuevos delegados de la Komintern, la Internacional Comunista: los franceses André Marty y Jacques Duclos, y el húngaro Ernö Gerö. Por su parte, y como prueba del nuevo escenario de relaciones entre la República española y la Unión Soviética, el vallisoletano Marcelino Pascua partió hacia Rusia convertido en el primer embajador español en el país de los sóviets, el 21 de septiembre de 1936 (Puigsech, 2009: 35 y 43).
El historiador ruso Yuri Rybalkin narra una anécdota sobre el dictador y una determinada prensa española, como de pasada y sin detenerse en ello. Pero para Andreu Nin, protagonista de esta biografía, esa anécdota acaecida en Moscú en mayo de 1937 tendrá una importancia decisiva. Lo que ocurrió no era, en apariencia, demasiado relevante. Llegó a manos del máximo dirigente de la Unión Soviética una página del periódico Adelante del 30 de abril de 1937. Cómo llegó ese ejemplar del portavoz en Lleida del POUM, el Partido Obrero de Unificación Marxista, a manos del dictador, dos semanas después de haber sido publicado, no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que aquellas palabras impresas hicieron estallar de ira a Stalin, y sabemos también que el comisario del pueblo de Defensa Kliment Voroshílov envió inmediatamente un cablegrama al consejero militar Grigori Shtern, alias Sebastián, que operaba en Madrid, el 14 de mayo de 1937. En ese mensaje se le exigía a Shtern que visitara al presidente Largo Caballero y lo conminara a desmentir lo que la prensa del POUM iba aireando: que Stalin era un tirano y sus seguidores, unos contrarrevolucionarios. Si no lo hacía, Stalin amenazaba con cortar los suministros a la República y retirar a todos sus agentes y asesores militares del suelo español.
Andreu Nin era detenido el día 6 de junio de 1937, aproximadamente un mes después de que el artículo de Adelante enfureciera al líder del comunismo mundial.
Stalin no solo ordenó castigar ejemplarmente a los responsables de las «calumnias», sino que redujo de forma ostensible la cantidad y la frecuencia de los materiales que enviaba a España. No era la primera vez que Adelante atacaba la política de la Unión Soviética y de sus satélites en España y Cataluña: el PCE y el PSUC. El redactor Juan Ventura escribía, el 3 de febrero de 1937, en su artículo «¿No os habíais enterado todavía, camaradas?», que «todos los dirigentes del PSUC en Cataluña, al igual que los del PCE en España, no piensan, no discurren, no pueden tener ni una idea propia. Para comentar cualquier suceso, por insignificante que sea, tienen que esperar a que el “padrecito Stalin” les ordene cómo tienen que hablar». Luego era incluso más contundente:
Estos días, con motivo del pleno de este partido burgués a las órdenes del cónsul ruso, daba lástima (si no asco), al ver cómo solamente se repetían palabras huecas de sentido, que no respondían para nada al sentido de las masas obreras. La esclavitud era allí bien patente, pues todas las frases y las ideas eran exteriorizadas con una pobreza solemne y una miseria abrumadora. Lo lamentable es que la URSS no se encuentre al lado de los combatientes revolucionarios de Iberia, sino al lado de la contrarrevolución.
No se podían verter acusaciones más graves contra la dirección de la Unión Soviética. En cambio, Ventura recordaba que Maurín había fundado el Bloque Obrero y Campesino, uno de los dos partidos que se habían fusionado para crear el POUM en 1935, con la premisa de la libertad de crítica, y declaraba que la política del POUM, en cuanto auténtico partido bolchevique heredero de Lenin, iba a asentarse sobre el «olímpico desprecio» hacia las orientaciones burguesas del cónsul ruso y de las fuerzas del Frente Popular. Es importante examinar las invectivas del POUM contra el PCE y el PSUC, porque hasta ahora no se había prestado demasiada atención a la campaña de desprestigio del comunismo estalinista por parte de los órganos dirigidos por Nin y Maurín, cuando casi toda la atención se había concentrado en los insultos de la prensa oficial comunista contra el marxismo heterodoxo.
Las consecuencias de ese giro del autarca tuvieron un alcance enorme. Si exageramos un poco, podemos llegar a pensar que la República española comenzó, de algún modo, a perder la guerra el día en que Stalin empezó a sentirse hastiado de la cuestión española. Sin los pertrechos soviéticos, el Gobierno de Negrín lo tuvo todo en contra para tratar de tomar la iniciativa de los frentes, ganar la guerra u organizar una resistencia que le permitiera ganar tiempo para aliarse con los futuros enemigos del Eje fascista en la guerra internacional que parecía inminente. Para las historiografías franquista y neofranquista, la idea de Stalin era establecer la primera «República Popular» de Europa, exactamente igual a las que luego formaron los países satélites de la Unión Soviética al este del Telón de Acero. Pero esta idea, ya defendida en los libros del expoumista Julián Gorkin (1971 y 1974) pierde consistencia al constatar que Stalin dejó de enviar armas a la España republicana hacia mediados de 1937. Si hubiera deseado crear un Estado satélite en la lejana península ibérica, sencillamente habría enviado más armas y habría hecho algo para neutralizar o copar el Gobierno del Frente Popular. En cambio, «Georgi Dimitrov, líder de la Komintern, lo dejó muy claro desde el primer momento: no se aspiraba a crear ninguna dictadura del proletariado, sino que había que situarse bajo la bandera de la República y no abandonar la democracia» (Puigventós, 2015: 87). Conviene resaltar esta idea, porque solo así entenderemos hasta qué punto los planes revolucionarios de Nin contravenían las disposiciones y deseos de Stalin. El propio autócrata se lo comunicó a Francisco Largo Caballero en una carta que firmaron también Mólotov y Voroshílov, fechada el 21 de diciembre de 1936: en ningún caso sus intenciones eran sustituir la democracia republicana por un régimen de tipo soviético (Puigventós, 2015: 89).
Sabemos también que Voroshílov habría continuado con la Operación X (Viñas, 2007: 19), pero la intervención sobre China y Mongolia (que el alto mando soviético llamaba Operación Z) desplazó la atención de Stalin de los asuntos de España; Stalin llegó incluso a desarrollar cierto rencor y desapego con su línea anterior de apoyo al bando gubernamental español.