ANDREU MARTÍN
SOCIEDAD NEGRA
V Premio Crims de Tinta
dedico esta novela a mi hija clara,
con todo mi amor y apoyo,
en los días más importantes
de su vida
PRIMERA PARTE
SACUDIR UN AVISPERO
CABEZA SIN MUJER
Martes, 22 de mayo. Dos días después del robo
En la madrugada del martes de mayo, bajo una lluvia que persiste desde el domingo, aparece la cabeza de una mujer en el techo de un vehículo Lexus aparcado en la calle Joan Güell de Sants.
Es una cabeza grande, de carnes fofas, mejillas colgantes, papada hinchada como un bocio, labios gruesos y entreabiertos, un ojo abierto y el párpado del otro caído, el cabello, rizado y escaso, pegado al cráneo, todo de un color cerúleo, irreal. Tanto que el dueño del coche, cuando baja a las seis y media de la mañana adormilado para ir a trabajar, con la vista tal vez enturbiada por las gotas de lluvia en los cristales de las gafas, cree que es una cabezota grotesca de cartón piedra, una broma de mal gusto, la típica gamberrada con que uno puede encontrarse a esas horas de la mañana, consecuencia de una noche de botellón y alegría sin límites. Se parece tanto a una máscara de carnaval que el propietario del automóvil le pega un papirotazo con la mano que no sujeta el paraguas para quitarla de ahí y la tira al suelo, donde rebota y rueda como una pelota, y solo se cabrea de veras al comprobar que ha dejado una marca en el techo, un asqueroso círculo granate casi negro, con grumos, que le hace exclamar «pero ¿esto qué es?», y únicamente después de pringarse la yema de los dedos empieza a pensar que es sangre, sangre de verdad.
Quince minutos más tarde, lle ga el coche patrulla de los Mos sos d'Esquadra, y un agente llama a la central para informar del hallazgo mientras el otro, una chica joven, se queda mirando el despojo humano, como hipnotizada. Entonces un vehículo cercano, un Seat Toledo, se pone en marcha para salir del estacionamiento que ha ocupado toda la noche junto a la acera, delante de un camión de reparto. En la parte de atrás de ese Seat hay una bola para caravanas o algún tipo de remolques, y alguien le ha atado una cuerda. Al final de la cuerda, debajo del camión de reparto, resulta que está el resto de la señora de la cabeza, un cuerpo desnudo y deforme, barrigón y con grandes tetas, descolorido y sucio, que es arrastrado por el vehículo que sale al asfalto mojado y brillante y recorre unos cincuenta metros, ante los ojos desorbitados de los curiosos y los policías que se van reuniendo en el lugar.
Le dan el alto al hombre del Seat, «¡pare, pare!», y el hombre se asoma por la ventanilla, «¿qué pasa?», «pero ¿no ve lo que lleva ahí?», «¿qué llevo?», «¡que va arrastrando una... una cosa!».
Hay chillidos de espanto. Se puede decir que cunde el pánico. A los policías les cuesta mucho mantener a distancia a la gente, que a pesar del chaparrón parece sentirse irresistiblemente atraída por el horror. Ponen la cinta balizadora. Hay quien graba la imagen usando el iPod o la Blackberry; muchos telefonean a sus amigos y conocidos, «¡no te vas a creer lo que estoy viendo!»; la calle se colapsa. Es una calle de dos carriles, de los cuales solo uno permite la circulación, porque el otro está ocupado por coches aparcados. El tráfico es muy intenso a estas horas de la mañana y la llegada de más coches patrulla y de otros policías con unos impermeables brillantes que hacen que parezcan monjes de película de ciencia ficción termina provocando un atasco descomunal. Los vehículos detenidos dos travesías más abajo sin saber por qué pitan con insistencia, protestan con el vaivén impaciente de sus limpiaparabrisas, y los conductores gritan con irritación, «¿qué coñ o está pasando ahí?», y despiertan con su alboroto a vecinos que aún podrían estar durmiendo y que salen a los balcones en pijama, «pero ¿qué está pasando?». Los agentes uniformados no saben qué hacer aparte de mantener a los curiosos a distancia. El cuerpo de la mujer decapitada continúa en medio de la calzada y nadie puede cruzar por esa zona hasta que lleguen los de la Científica, aunque la lluvia incansable e indiferente ya se encarga de contaminar por completo la escena del crimen. Sin embargo, las aceras son demasiado estrechas para permitir que los vehículos de emergencia avancen pegados a las casas. No se puede pasar y no se puede pasar.
Unos cuantos agentes considerablemente estresados han subido varias travesías para desviar el tráfico por las calles perpendiculares a esta y hacer retroceder a los que ya han avanzado más de la cuenta, para que, marcha atrás, puedan encontrar una vía de escape y dejen espacio a los vehículos oficiales del grupo de homicidios, a los de la policía científica, a los de las pompas fúnebres municipales y al que trae al señor juez, al doctor forense y al secretario del juzgado. Los ciudadanos maniobran exasperados, entorpecidos por la capa de agua y el vaho que cubre los cristales de los coches. Algunos chocan entre sí, con el consiguiente barullo añadido.
En medio de la turbamulta que se agolpa entrechocando sus paraguas y hace comentarios irreverentes y llora e incluso vomita en los alcorques de los árboles, se abre paso un joven vestido con cazadora impermeable de color azul marino y una gorra Stetson q ue le cubre la cabeza. Unas gafas negras ocultan sus ojos rasgados y disimulan su aspecto oriental. Nadie se fija especialmente n él.
Cuando llega, ya han colocado sobre el cuerpo y la cabeza de la mujer sendas mantas extraídas de los portaequipajes de los coches patrulla, pero en seguida le asalta la sospecha de lo que ha sucedido.
Hace preguntas. Nadie conoce a la pobre mujer. «Yo creo que no es de aquí», dicen refiriéndose tanto al barrio como al país.
Se dirige al cercano pasaje de Ramallets, que une las calles J oan Güell y Galileu, y, corriendo con ágiles zancadas, llega hasta el portal del número 4, una casa estrecha y torcida de tres pisos con un solo apartamento por planta.
El joven oriental empuja la puerta, que se abre sin ofrecer resistencia porque el cerrojo está roto, astillada la madera y descoyuntado el mecanismo. Sube la sucia escalera hasta el primer rellano. La puerta del piso también está reventada. En el interior el hedor es insoportable; huele a suciedad de años y a sangre reciente.
Hay mucha sangre en el pasillo. Charcos. Pinceladas de sangre en la pared.
El joven siente que se le forma un vacío en el estómago y en la cabeza; está perdiendo el control de sus movimientos. Se dice: «Chi kung, el camino perfecto, liberarme del amor y del odio, me da igual, todo me da igual».
Retrocede lentamente procurando no tocar nada y esperando no haber tocado nada.
ÁREA DE INVESTIGACIÓN
Martes, 22 de mayo. Dos días después del robo
Reunión de urgencia en el área de investigación del Complejo Central que la Policía Autonómi ca de Cataluña, los Mossos d'Es quadra, tiene en Sabadell. Pasillos grises y asépticos, todos iguales, como los de un laberinto, puertas que solo se abren cuando las personas autorizadas acercan su carnet al aparato de control. Una sala de reuniones amplia, con muebles funcionales, un televisor de cuarenta pulgadas con reproductor de DVD, gran ventanal a paisaje casi rural.
Siete personas de paisano van ocupando sus asientos en torno a una mesa alargada. Tres especializados en homicidios, uno en grupos juveniles, otro en sectas y asociaciones marginales, el jefe del Área de Investigación Eliseu Romero, el comisario Cruz de la Científica y dos comisarios de las alturas, Novell, jefe de la Unitat Territorial, y Moliné, los más veteranos. Entre los seis hombres destaca una mujer de uniforme, alta y rígida, de mandíbulas apretadas y ceño fruncido. Predomina el joven atlético de mirada limpia y apuntes bajo el brazo. Se diría que se trata de una reunión de universitarios preparando una tesis.
Al otro lado del ventanal, el aguacero ha ido perdiendo intensidad y se amansa, convirtiéndose en una llovizna turbia que limpia los verdes de la naturaleza y los hace más brillantes.