Colm Tóibín nació en Enniscorthy, una localidad cerca de Dublín, en 1955. A los veinte años viajó a Barcelona, donde trabajó como profesor de inglés. Desde entonces vive a caballo entre España y su país natal. Es autor de los ensayos Homenaje a Barcelona (1990), La señal de la cruz (1994) y El amor en tiempos oscuros (2002), en el que nos describe los perfiles de Oscar Wilde, Elizabeth Bishop, Thomas Mann y James Baldwin, entre otros. Es autor además de las novelas El Sur (1990), una obra que retrata la Guerra Civil y la posguerra en Barcelona; Crónica de la noche (1996), que narra el despertar a la sexualidad y la conciencia de un joven inglés que vive en Argentina y conoce las transformaciones sociales y las convulsiones políticas del país latinoamericano; El faro de Blackwater (1999), y El maestro (2004), donde habla del escritor Henry James y ahonda en su intimidad
Título original: New Ways to Kill Your Mother
Colm Tóibín, 2013
Traducción: Patricia Antón de Vez
Ilustración de la cubierta: © Nora Grosse
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
[1] Buenos días, blues, / blues, ¿cómo te va? / Yo voy tirando. / Buenos días, / ¿cómo estás?
Jane Austen, Henry James
y la muerte de la madre
En noviembre de 1894, Henry James consignó en sus cuadernos el esbozo de una novela que se convertiría en Las alas de la paloma, publicada ocho años después. Escribió sobre una posible heroína moribunda pero enamorada de la vida. «Su inminente muerte resulta tan patética como el espanto que siente ante ella. Ojalá pudiese vivir más; solo un poco, un poquito más». En ese bosquejo, James también tenía en mente a un joven que desea ser capaz de «hacerle saborear la felicidad, de darle algo que le rompa el corazón para que no se vaya sin haberlo experimentado. Ese “algo”, por supuesto, solo puede ser la oportunidad de amar y ser amada». James anotó también como una posibilidad la inclusión de otra mujer con la que el joven «está por su parte encariñado y comprometido. […] Parece un prolegómeno inevitable, o necesario, que el encuentro del joven con la trágica muchacha se lleve a cabo a través de esa otra mujer». Y James vislumbraba asimismo el motivo por el que el joven y la mujer con la que está comprometido no pueden casarse. «Están obligados a esperar. […] Él no tiene ingresos y ella carece de fortuna, o bien hay alguna clase de oposición insuperable por parte de su padre. Existen razones por las que al padre de ella, a la familia, les desagrada ese joven».
La idea, pues, de la joven moribunda y el joven sin un céntimo, por un lado, y de un padre, una familia y una joven sin fortuna, por el otro, rondó la fértil mente de James. Por lo visto, en ningún momento aparecería la madre de la segunda joven; serían su padre y su familia quienes se opondrían al matrimonio; durante los cinco o seis años siguientes, James idearía la forma que adoptaría esa oposición y quiénes compondrían exactamente la familia de la muchacha.
En el libro Novel Relations, Ruth Perry analizó la composición de la familia en los albores de la novela. «Pese a la importancia del matrimonio y la maternidad en la sociedad de finales del siglo XVIII —escribió—, en las novelas de ese período las madres brillan por su ausencia: están muertas o desaparecidas. En el momento en que la maternidad se volvía fundamental para definir la feminidad, en que el concepto moderno de la madre tierna, tranquilizadora y pródiga en cariño y cuidados se consolidaba en la cultura inglesa, en la ficción se la representaba más como un recuerdo que como una realidad presente y activa».
En la ficción del siglo XIX y principios del XX encontramos a menudo familias desestructuradas, problemáticas o desprotegidas, y con frecuencia la heroína está sola o da muestras de un extraño dominio de sí misma y de la capacidad de apañárselas. Aunque la heroína y la narración acaben en el matrimonio, el trayecto hasta llegar a él implica buscar fuera de la familia figuras que presten apoyo, o bien liberarse de los parientes que pretenden imponer límites y dictar órdenes. Al casarse y formar una nueva familia, la heroína tiene que redefinir a su familia de origen o usurparle el poder. En su intento de dramatizar ese proceso, el novelista recurrirá a una serie de trucos o fórmulas de los que Jane Austen y los novelistas posteriores disponían de manera casi natural; podían echar mano, por ejemplo, de madres misteriosas o ausentes y de tías excepcionales o manipuladoras. En la novela decimonónica inglesa abundan los progenitores cuya influencia hay que eludir o borrar para reemplazarla con la de figuras que actúan, literal o figuradamente, como tías, que son a la vez bondadosas y mezquinas, bienintencionadas e hipócritas, salvadoras y destructoras. La novela es una forma ideal para los huérfanos, o para aquellos cuya orfandad resultará mucho más eficaz por ser metafórica o estar abierta a la sugerencia, siempre agridulce, de unos padres sustitutos.
Es fácil atribuir la ausencia de madres en las novelas de los siglos XVIII y XIX a la elevada cifra de mujeres que morían de parto, de hasta el diez por ciento en el XVIII. Las primeras esposas de tres hermanos de Jane Austen, por ejemplo, fallecieron de parto y dejaron niños huérfanos de madre. Pero esta explicación resulta demasiado simplista. Si a los novelistas les hubiera convenido llenar sus libros de madres vivas —la de Jane Austen vivió más que ella, por ejemplo—, lo habrían hecho. En Novel Relations, Ruth Perry opina que las heroínas sin madre de la novela del siglo XVIII —y el juego de sustituciones— «tal vez deriven de una nueva necesidad en una época de individualismo cada vez mayor». Esta necesidad implicaba separarse de la madre, o destruirla, y reemplazarla con la figura materna preferida. «Esa otra madre que es asimismo una extraña —escribe Perry— puede posibilitar de esta manera la existencia moral independiente de la heroína».
Así pues, las madres estorban en la ficción; ocupan un espacio que llenan mejor la indecisión, la esperanza, el lento crecimiento de una personalidad y algo más interesante e importante a medida que se desarrolla la novela. Se trata de la idea de soledad, de la idea de que una escena clave de una novela sucede cuando la heroína está sola, sin nadie que la proteja, sin nadie en quien confiar, sin nadie que la aconseje, y sin ninguna posibilidad de que esa figura aparezca. Por consiguiente, sus pensamientos se dirigen hacia dentro para ofrecernos un drama, no entre generaciones ni entre opiniones, sino en el seno de un ser herido, víctima del engaño o de sentimientos contradictorios. La novela explora la mente en funcionamiento, la mente en silencio. La presencia de una madre quebrantaría la intimidad esencial del ser que emerge, la sensación de singularidad e integridad, una incierta conciencia moral, la individualidad pura y cambiante de la que la novela llega a depender. En la novela, la complicidad no se establece por tanto entre una madre y su hija, sino entre la protagonista y el lector.
En las tres últimas novelas de Jane Austen aparecen heroínas sin madre. Sin embargo, Austen no permite que esta circunstancia parezca una pérdida, ni que deje desprotegida a la heroína o le ocupe demasiado tiempo. Más bien viene a incrementar sus señas de identidad, permite que su personalidad se muestre de forma más intensa en la narración, como si llenara poco a poco un espacio que se hubiese dejado, discreta y astutamente, para ese propósito.