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Colm Tóibín - El amor en tiempos oscuros

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Colm Tóibín El amor en tiempos oscuros
  • Libro:
    El amor en tiempos oscuros
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    ePubLibre
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    2001
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El amor en tiempos oscuros: resumen, descripción y anotación

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ADIÓS A LA IRLANDA CATÓLICA

E n algún momento a principios de los años sesenta, cuando yo tenía ocho o nueve años, el actor Micheál Mac Liammóir vino a Enniscorthy, una pequeña ciudad del sureste de Irlanda donde vivíamos, a representar su obra La importancia de llamarse Oscar, en la que era el único actor. Mi tío, un leal miembro del Fianna Fáil, el partido en el poder, y un ferviente miembro de la Iglesia en el poder —luego sería condecorado por el Papa— nos compró entradas a todos, y fuimos, como muchos otros, como un grupo familiar. Mac Liammóir era, nos dijeron, un gran conocedor, un gran conocedor del gaélico y un gran irlandés. Recuerdo su voz y su presencia sobre el escenario; le recuerdo reclinado como un gato grande, impecable sobre una chaise-longue, cansado del mundo, astuto e infinitamente melancólico, y más tarde de pie, mirándonos a todos y acariciándonos con sus ojos entrecerrados y hablando como si estuviese contando los últimos cotilleos, insinuaciones que nos pedía que mantuviésemos en secreto por lo menos hasta que abandonáramos el teatro. Eran temas duros para un niño pequeño.

Por entonces, Mac Liammóir había representado su obra por todo el mundo, y ahora estaba probando qué tal funcionaba en la Irlanda rural. Enniscorthy era importante para él: fue aquí, en junio de 1927, donde conoció a su pareja de toda la vida, Hilton Edwards. Se convirtieron en la pareja homosexual más famosa de Irlanda. Recuerdo que así los trataron en la televisión irlandesa en 1969, en el septuagésimo cumpleaños de Micheál. Cuando murió en 1978, el presidente, el primer ministro, cinco ministros del Gobierno y el líder de la oposición asistieron a su funeral. Se había convertido en un bien nacional.

Me pregunté por qué nadie se levantó y se fue de aquella representación en Enniscorthy a principios de los sesenta, por qué no fue denunciado o frenado por los curas de la ciudad. Una obra tan personal sobre Oscar Wilde era sin duda territorio comanche en una parte provinciana de un país abrumadoramente católico. No es que la ciudad fuese especialmente liberal. Esta es la ciudad de la freiduría, donde la vida de la gente podía arruinarse por una muestra abierta de homosexualidad. Cuando llegué a la adolescencia no tenía duda de que ser gay en este país requeriría tener cuidado y estar atento.

En su ensayo «Inventing Micheál Mac Liammóir», en Sex, Nation and Dissent in Irish Writing, Eibhear Walshe deja claro que Mac Liammóir y Hilton Edwards, que le dirigió en la representación, tuvieron cuidado en cada detalle. Mac Liammóir mantenía la distancia de Wilde: era el narrador de su historia —no se hacía pasar por él, aunque quizá había una insinuación—. «Mac Liammóir», escribe Walshe, «mantiene todas las referencias sexuales que son específicamente de género. En la primera mitad de la representación, se rememora la pasión de Wilde por Lillie Langtry y su amor por Constance, su esposa». Y en la segunda mitad, el juicio ya ha tenido lugar, y así se puede concentrar en el sufrimiento de Wilde en prisión y en el exilio —«representado con compasión», como escribe Walshe—.

Esta es la razón por la que era un espectáculo familiar: se desarrollaba entre guiños, sugerencias e insinuaciones. Nadie sabía entonces que Mac Liammóir, que hablaba un irlandés con la entonación más hermosa, no tenía ni un ápice de irlandés en su cuerpo. Vino de Inglaterra a Irlanda en 1917 y se recreó a sí mismo como actor e ilustrador. Aprendió el acento irlandés igual que muchos irlandeses aprendían los acentos ingleses. En su obra, demostró, sin embargo, que entendía algo fundamental sobre la naturaleza de la discreción y la indiscreción en la Irlanda católica. Se había vuelto uno de nosotros.

Las mejores relatos del catolicismo irlandés están en Prejudice and Tolerance in Ireland (1977) y Prejudice in Ireland Revisited (1996), ambos de Micheál Mac Gréil, y en The Moral Monopoly: The Catholic Church in Modern Irish Society de Tom Inglis, publicado en 1987. Según Mac Gréil, más del 94 por ciento de la población de la República de Irlanda profesa la fe católica; de éstos, más del 81 por ciento van a misa todas las semanas. Más del 83 por ciento de la población cree que la religión les ha «ayudado», y el mismo número, más o menos, creen que los hijos deben criarse en la misma religión que sus padres; el 71 por ciento reza una o más veces al día; el 78 por ciento está de acuerdo en que «hay un Dios que se ocupa de todos los seres humanos personalmente» (la misma pregunta, planteada a un grupo de holandeses, da un resultado del 43 por ciento). El 75 por ciento de los católicos estarían contentos con la noticia de que su hija quisiera ser monja, y el 79 por ciento estaría contento de que su hijo quisiera ser sacerdote.

El primer Prejudice and Tolerance in Ireland de Mac Gréil me resultó muy entretenido cuando volví a Irlanda en 1978. Normalmente, era mejor después de unas cuantas bebidas fuertes (más del 40 por ciento de los dublineses, por ejemplo, creían en ese momento que los cabezas rapadas deberían ser deportados). En su segundo estudio de 1996 muestra en un estudio sobre el distanciamiento social que sólo el 12,5 por ciento de la gente irlandesa estaría contento de tener a un gay en la familia, sólo un 14 por ciento lo tendrían como vecino, y sólo un 15 por ciento como compañero de trabajo; el 15 por ciento, de hecho, prohibirían la entrada o deportarían de Irlanda a los gays.

El libro de Tom Inglis trata las formas en que el catolicismo se enraizó en Irlanda. «Fue un hecho particular a Irlanda», escribió:

e iba a tener un efecto duradero, que el proceso completo de civilización tuviese lugar en —y a través de— la Iglesia católica. Dada la ausencia de una burguesía rural nativa, los sacerdotes y más tarde las monjas y los hermanos, fueron los modelos más accesibles y aceptables del comportamiento civilizado moderno.

En su capítulo sobre «La madre irlandesa», Inglis muestra como ya a mitad del siglo XIX la madre vino a representar el poder de la Iglesia dentro de la casa. Privada del poder económico, estaba sin embargo investida de una inmensa autoridad moral.

La forma en que la mujer podía obtener la bendición y la aprobación del sacerdote era criar a sus hijos dentro de los límites que él había impuesto […] Haciendo esto, ella podía considerarle como un aliado en sus intentos de limitar lo que su marido e hijos hacían y decían.

Casi todo lo que me ocurrió de niño estaba explicado en el libro de Inglis. Mi madre estaba a cargo del rosario nocturno, de llamar a todo el mundo, de hacer que nos arrodilláramos, de parar las risas de mi padre, añadiendo oración tras oración hasta acabar los cinco misterios. Ese era su trabajo. Parecía entonces algo natural, era lo que hacían todas las madres, ningún padre dirigía el rosario nocturno; tomaban parte sumisamente, como todos nosotros. Y había una increíble sensación de espectáculo en la misa de los domingos en la catedral de Pugin, construida en la ciudad a mediados del siglo XIX. Inglis explica que fue el primer sitio donde la gente aprendió a llegar a tiempo, a estar en silencio, a tener modales, a mostrar respeto. Lo que los ingleses aprendían en las fábricas, nosotros lo aprendimos en las iglesias católicas. Inglis explica que el catolicismo no fue simplemente una fe que perdurase sino una fuerza fundamental que dio forma a la sociedad irlandesa, que dominó la forma en que nos tratábamos en familia y la forma en la que nos juntábamos como un grupo, por poner dos ejemplos.

Mary Kenny, en lo que llama «una historia social, personal y cultural desde la caída de Parnell hasta el reinado de Mary Robinson», usa como fuente principal una revista devota mensual llamada Irish Messenger of the Sacred Heart, que tenía una tirada de 300 000 ejemplares en 1920 y que aún sigue publicándose aunque con una tirada mucho menor; lo usa con gran habilidad y con cierta ingenuidad para mostrar los cambios de actitud hacia el nacionalismo y el dogma en los últimos cien años. Tacha a Tom Inglis de «izquierdoso», pero no consigue estar seriamente en desacuerdo con su análisis. Ella afirma que él ve el emparejamiento entre el sacerdote y la madre en Irlanda como algo «siniestro», pero esto es malinterpretar el tono descarado, imparcial, casi severo del libro. El estilo de Mary Kenny, por otro lado, es afectuoso, testarudo, personal, estrafalario y ligeramente retorcido.

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