GIUSEPPE TOMASI DI LAMPEDUSA. Palermo (Italia), 1896 - Roma (Italia), 1957. Escritor italiano, príncipe de Lampedusa y duque de Palma di Montechiaro.
Hijo del príncipe Giulio Maria Tomasi di Lampedusa y de la princesa Beatrice Mastrogiovanni Tasca di Cutò. Su título proviene de la isla de Lampedusa, el territorio italiano más meridional.
Fue un apasionado de la literatura francesa y estuvo casado con la princesa Alessandra Wolff Stomersee, una estudiosa del psicoanálisis. Se le conoce por ser el autor de El Gatopardo (1958), novela publicada póstumamente que narra la historia de don Fabrizio, príncipe de Salina, y su familia, en el cuadro de una Sicilia inmóvil invadida por los soldados de Garibaldi y del rey Vittorio Emmanuelle II, que luchan por unificar a Italia, produciendo un irreversible cambio de época. La acción se desarrolla entre 1860 y 1910 y muestra a un don Fabrizio que, aunque percibe y espera la ruina de su clase y de su propia familia, no mueve un dedo para salvarlas. La obra multiplicó su justa fama gracias a la versión cinematográfica que de ella realizó Luchino Visconti en 1963.
Lampedusa murió en 1957, a los 63 años y sin verla publicada. Esta fue finalmente difundida por Giorgio Bassani en 1958, después de que dos de las principales editoriales italianas rechazaron el libro. La novela se convirtió en poco tiempo en un éxito absoluto, hasta el punto de que hoy está considerada por muchos italianos como una de las cimas de la literatura italiana del siglo XX.
Título original: Le lezioni su Stendhal
Giuseppe Tomasi di Lampedusa, 1959
Traducción: Antonio Colinas
Editor digital: Titivillus
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TODAS las obras de Stendhal tienen un carácter de máximo interés y son de primera categoría. Incluso las menores están impregnadas de su originalísima personalidad, que penetra poderosamente los esquemas más rancios y, a simple vista, más infecundos. Los Promenades dans Rome, por ejemplo, son la única «guía de viaje» que tiene el rango de obra literaria maestra, y el De l’amour revela, tras su lectura, su cualidad de alta literatura que lo sitúa muy por encima de ese cúmulo de anécdotas y de reflexiones sobre el amor que hubiera podido ser, y de las innumerables «physiologies» que en aquellos años inundaron el mercado librero y a cuyas necedades ni siquiera el genio de Balzac había podido reaccionar convenientemente. Cuanto he dicho para estas dos obras vale también para las consideradas como menores, que no nombro, todas las cuales poseen un personalísimo acento y todas son, humana y literariamente, valiosas.
Sin embargo, las dos obras maestras de Stendhal poseen además una característica más: su carácter poliédrico, es decir, la posibilidad de ser consideradas desde varios puntos de vista; señal esta de las obras de absoluta primera categoría, que están ensambladas de tal forma que logran presentarnos largas y variadas perspectivas espirituales desde cualquier punto de vista que sean observadas.
Le Rouge et le Noir y La Chartreuse pueden ser consideradas como novelas históricas; quiero decir, se entiende, como novelas que han llegado a ser históricas para nosotros, es decir, como la completa objetivación de una época que sí, fue la contemporánea del autor, pero que para nosotros se ha convertido en remota y sólo perceptible a través del arte.
Balzac es lo que es; sin embargo, la veintena de novelas que pretenden resucitar la atmósfera social de la Restauración no llegan a ser la poderosa evocación que se alcanza en las 500 páginas de Le Rouge et le Noir (y, por otra parte, también en Armance y en Lamiet); en ellas está todo: los movimientos, los impulsos y las resistencias, la riqueza cultural, las discordancias, los crujidos, el sentido de aurora, el «couleur du temps» de aquella vital encrucijada de la historia francesa. Las demás obras o memorias del mismo período nos llevan solamente a la confirmación (¡más bien débil!) de las milagrosas intuiciones de Stendhal.
La misma intuición se evidencia en La Chartreuse, a través de la cual el período que precede al resurgimiento italiano es evocado con tierna ironía; La Chartreuse queda (junto a la correspondencia de Byron y a los felices resplandores de las novelas de la Staël) como el testimonio más importante de aquella época crucial y (estéticamente) ignorada. La carencia de documentos humanos es asombrosa.
De cuanto puede deducirse de los fragmentos que han quedado, una evocación del mismo valor se habría conseguido en Leuwen para los primeros años de Luis Felipe; y al comienzo de Lamiel hay de nuevo un aspecto de la Restauración resucitado con penetrante sutileza. (Me doy cuenta, por lo demás, escribiendo, que la Roma papal de los años 1820-1830 es dibujada en los Promenades dans Rome y en Rome, Naples et FIorence, con un vigor sólo semejante al de Belli y al lado del cual las obras de los About, Veuillot, Barante, se nos muestran, en verdad, como los pálidos bosquejos que son).
Esto por lo que se refiere al aspecto objetivo de las dos obras maestras. Apartémonos unos pocos pasos y los monumentos se nos ofrecerán bajo una perspectiva totalmente diversa: la lírica.
Y no nos parezca el término lírico inadecuado al austero autor del setecientos.
A través de su Julien Sorel, Stendhal se ha expresado a sí mismo tal como realmente era, con sus ambiciosos deseos. En Fabrizio del Dongo, por el contrario, le ha conferido vida real al hombre que él hubiera querido ser; al hombre noble, rico, amado, que él no fue. Le dio la vida y luego lo encerró en una prisión, gesto conmovedor que prueba la claridad de su intuición.
En ambos personajes discurre perpetua la vitalidad de Stendhal, su inagotable curiosidad, el gusto por la vida que esta búsqueda lleva consigo. «Si la vie cessait d’être une recherche elle ne serait plus rien». Esta frase de su Correspondencia encuentra su propia ejemplificación en los finales de las dos novelas, tan salvajemente sincopados, en los que el autor «echa fuera» sin lamentaciones a los dos protagonistas que ya no le interesan, que en realidad ya no existen para él, desde el momento en que, a través de la respectiva conquista de Mathilde y de Clelia, han encontrado, y por tanto han cesado de buscar, es decir, de vivir.
«Wer immer strebend sich bemüht…». Los insignes versos de Goethe son contemporáneos de Le Rouge et le Noir. El sabio de Weimar y el loco de Civitavecchia tenían, por lo demás, muchas de sus Weltanschauungen en común.
Continuando con nuestro paseo alrededor de los monumentos divisamos enseguida otra «fachada»: aquella en la que el psicólogo ha hecho uso del buril. Es fácil proponerse la representación de sí mismos, o la propia contrafigura, de una manera lírica. Es bastante menos fácil lograr hacerlo de una manera acabada, mostrando los propios pasadizos secretos, las propias contradicciones, los innumerables esbozos en los que se adopta una personalidad, exponiendo sin jactancia la propia virtud, sin freno los propios defectos. Esto, Stendhal lo ha hecho con una maestría infalible.
Pero en el mundo no existe solamente el escritor: también existen los otros. Y estos otros son también universos homogéneos, pero contradictorios, sin cuya solidificación la novela no puede existir. Madame de Renal y la Sanseverina, esas dos proyecciones del amor-maternidad siempre cortejado por Stendhal, no son inferiores, como acabado estético, a lo que son Julien o Fabrizio. Ellas se mantienen como las más acabadas figuras de mujer en la literatura francesa; ellas ni siquiera pueden ser comparadas a las mismas heroínas racinianas, a las que igualan en fuerza de voluntad y superan en dulzura.