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Arthur Conan Doyle - Estudios del natural

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Arthur Conan Doyle Estudios del natural

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Título original: Strange Studies from Life and other Narratives: The Complete True Crime Writings of Sir Arthur Conan Doyle

Arthur Conan Doyle, 1901

Traducción: Laura Freixas

Ilustraciones: Sidney Paget, 1901

Diseño de cubierta: Iborra & Asociados

Introducción: Peter Ruber

Edición: Jack W. Tracy

Editor digital: IbnKhaldun

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Los casos tratados en esta serie de estudios de psicología criminal han sido - photo 1

Los casos tratados en esta serie de estudios de psicología criminal han sido tomados de la realidad. Solamente se han cambiado los nombres allí donde el uso de nombres verdaderos habría resultado doloroso para los familiares supervivientes.

Las ilustraciones, obra de Sidney Paget, aparecieron en la revista Strand a lo largo del primer trimestre de 1901.

Hace muchos años tuve un sueño uno de esos típicos sueños infantiles llenos - photo 2

Hace muchos años, tuve un sueño, uno de esos típicos sueños infantiles llenos de acontecimientos maravillosos. Cuando me desperté, el sueño se había desvanecido, como una de esas hadas de alas de plata que se le aparecen a uno junto a algún susurrante arroyo en las montañas. Durante las horas que siguieron al despertar, las últimas imágenes del sueño continuaron bailándome febrilmente por la cabeza, y en vano intenté recomponer el sueño entero a fin de revivir ese breve instante de éxtasis juvenil.

Se dice que perdemos mucho tiempo soñando; pero ¿quién de entre nosotros no tiene esa inclinación? Dudo que haya alguien tan poco romántico que no le dedique siquiera unos breves momentos conscientes cada día a elevarse por encima del mundo que le rodea, refugiándose en un ensueño deliberado. Y aunque no lo queramos, los sueños tienen una extraña habilidad para invadir nuestras vidas. Nos conducen hasta el mismísimo umbral de tierras a la vez cercanas y remotas. Recorremos vastas distancias de tiempo y espacio en un veloz segundo, y podemos regresar a voluntad si no nos gusta lo que soñamos. Los sueños nos permiten alcanzar con la mayor facilidad todas aquellas cosas a las que en la vida real no podemos aspirar siquiera. Soñando, superamos las hazañas de los gigantes que pueblan nuestros libros de cuentos.

A su manera, cada persona es como Salathiel, el Judío Errante, del que se cuenta que ha vivido en todas las épocas y seguirá viviendo en el porvenir, contemplando cómo se despliegan los siglos. ¡Ojalá fuéramos como él!

Los escritores son los mayores soñadores de todos: sus sueños aparecen en esos momentos en los que bajan la guardia, dejándose llevar por la inspiración, y componen con pluma y tinta esas frases que tanto amarán las generaciones venideras. Pero sólo veneramos los libros cuyos personajes y acontecimientos están directamente asociados a nuestros propios sueños. En este terreno no admitimos nada que nos suene a falso.

Los escritores son los únicos soñadores que comparten sus sueños con otros. Uno de los grandes fabricantes de sueños fue sir Arthur Conan Doyle, el magistral narrador de la época victoriana. Cuando leemos sus libros, la narración cobra vida, e instantáneamente, se nos aparece su autor. Es como si nos estuviera contando él mismo sus historias, en lugar de leerlas en una página impresa. Sus relatos sobre la flor de la caballería, sobre espadachines más atractivos de lo que un artista puede imaginar, se encuentran en sus obras históricas: Sir Nigel, The White Company, Uncle Bernac, Adventures y Exploits of Brigadier Gerard, así como en novelas de fantasía (The Land of Mist, The Lost World, The Poison Belt) y numerosos volúmenes de relatos cortos. También debemos recordar sus narraciones situadas en las siniestras noches de la ciudad de Londres. ¡Cuántas veces hemos seguido la sombra del hombre de la capa escocesa y el gorro de cazador, ya fuera en una animada persecución río Támesis abajo, o en un veloz simón! Sí, estoy hablando de Sherlock Holmes, quizás el mayor sueño de Conan Doyle; las sociedades que honran, hoy en día, a este detective ficticio, atestiguan lo vivo que está ese sueño.

El señor Holmes nunca llevó un gorro de cazador —sir Arthur nos da su palabra sobre este punto—, ni fumó esa pipa que vemos en las películas y en las ilustraciones tardías, ese curioso objeto curvado que hemos terminado por asociar con él. Ambos accesorios le fueron añadidos por William Gillette en su encarnación teatral del personaje. Cuando preguntaron a Gillette por qué, en el escenario, fumaba una pipa curva, replicó que se sostenía con más firmeza en su boca, lo que le permitía recitar su parte con mayor facilidad. Quizás ésos eran los toques que necesitaba Holmes para tener más «vida», ¿no les parece? Holmes es el símbolo de la fe de Conan Doyle en la justicia, y nunca, cuando recordamos a aquél, olvidamos ésta.

¿Qué es lo que pone punto final a nuestros sueños? De acuerdo con el eminente erudito Vincent Starrett, la causa está en los «Enviados de Porlock». Escribe el señor Starrett:

La mayoría de la gente ¡es tan amable! ¡Tienen tan buenas intenciones!… Quizá lo peor de toda la conspiración es su completa carencia de malicia. Si sus propósitos fueran malvados, podríamos poner fin a sus actividades con cualquier objeto que tuviéramos a mano: un bastón, o un tiesto, o por qué no, una silla. Con demasiada frecuencia, sin embargo, el que interrumpe es alguien de quien realmente no nos lo esperábamos: alguien que tendría un escalofrío si le interrumpieran a él golpeando su puerta… ¿Dónde está ese Porlock que parece tener tantos habitantes? Es una región sin fronteras. Su historia es la extraordinaria historia del Tiempo… Quizá llega cargado de buena voluntad. Es el último y más formidable de toda la caravana. Sus asuntos no toleran demora alguna. Y nos detiene más de una hora.

La historia del Tiempo nos dice que invade la intimidad de los escritores de un modo más significativo, quizá, de lo que invade la nuestra. La historia del Tiempo es también el registro escrito de sus interrupciones…

Una de ellas es la que le ocurrió a Samuel Taylor Coleridge mientras estaba escribiendo la línea número 54 de Kublai Jan, un poema narrativo que había concebido enteramente en un sueño. Se despertó de la somnolencia que le había provocado el opio y comenzó a anotar la visión que había tenido, en un estado de trance similar a las inspiraciones de Edgar Allan Poe, que también tenía mucho en común con los sueños. En ese momento, una fatídica llamada a la puerta principal le obliga a levantarse. Cuando vuelve a su escritorio, el sueño se ha desvanecido. El fragmento que ha quedado no es sino uno de los muchos que atormentaron a Coleridge en su vida cargada de deudas.

Y estaba también Charles Dickens. Se encontró con su Enviado de Porlock cuando estaba poniendo una cuña a la mesa de roble manchada de tinta que le servía de escritorio. Murió sin llegar a terminar The Mystery of Edwin Drood. La historia de Drood sigue siendo misteriosa para los batallones, cada vez más diezmados, de eruditos literarios que durante más de un siglo han escrito penetrantes estudios sobre cómo se habría resuelto el misterio si Dickens hubiera vivido lo bastante para acabar su libro. El público le está agradecido, sin embargo, a Wilkie Collins, amigo y colaborador del difunto, por haber escrito la conclusión que permitió que se publicara la novela.

Mencionemos asimismo a F. Arbuthnot Wilson. Quizá le conocen ustedes mejor bajo el nombre de Grant Allen, popular novelista de la era victoriana, y creador del coronel Clay, el primer criminal ficticio. El Enviado de Porlock le visitó en su lecho de muerte en 1899, y su novela Hilda Wade permaneció inacabada. Conan Doyle vivía cerca de su domicilio, y en un rasgo, muy poco habitual, de amistad literaria, completó el libro, que apareció con carácter postumo en 1900.

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