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Augusto Márquez Cañizales - José María Vargas

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Augusto Márquez Cañizales José María Vargas

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Augusto Márquez Cañizales, 1954

Editor digital: Titivillus

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La «Fundación Eugenio Mendoza» a travez de la «Biblioteca escolar» facilita esta «Colección de biografías» de autores venezolanos.

JOSÉ MARÍA VARGAS

AUGUSTO MARQUEZ CAÑIZALES

Augusto Márquez Cañizales José María Vargas Biblioteca escolar Eugenio Mendoza - photo 2

Augusto Márquez Cañizales

José María Vargas

Biblioteca escolar Eugenio Mendoza - 13

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Titivillus 24.04.2020

PAISAJE E INFANCIA

El puerto de La Guaira por su proximidad a Caracas, capital de la antigua Capitanía General y hoy de la República de Venezuela, ha sido considerado siempre como el más importante del país, no obstante existir otros que lo aventajaban y aún ahora lo superan con creces en cuanto a población y progreso económico. Fue fundado dicho puerto por Diego de Osorio el año de 1589; pero ya antes, en sitio un tanto alejado de su propia jurisdicción urbana, camino de Naiguatá, don Diego de Lozada había bautizado una pequeña ranchería, en 1568, con el nombre de Caraballeda.

Caraballeda parecía llamada a tener en el futuro más importancia que la misma Guaira por la selección que Lozada supo hacer de un lugar espacioso, cómodo al desembarco de los pocos navíos que llegaban entonces a nuestras costas, así como por la protección natural que le ofrecían las verdes montañas situadas a espaldas de la bahía.

Desde el lomo de la serranía donde se acurrucaron las primeras casas del poblado, hasta la rocosa orilla del mar, extendíase un fértil valle que para esa época lucía espesos bosques de cocoteros, y el cual más tarde, cuando se intensificó la agricultura en Venezuela, sirvió de asiento a la explotación de la caña de azúcar. Hasta hace pocos años era posible ver todavía allí, donde hoy se levantan modernas urbanizaciones y resplandece el fino césped de los campos de golf, la antigua hacienda de Juan Díaz, cuya casa de amplios corredores encalados aún permanece abierta a la brisa del mar y de la montaña.

Caraballeda, al igual que La Guaira, hubo de sufrir constantemente el ataque de los filibusteros, señores éstos a quienes protegían en sus andanzas contra las nacientes colonias españolas otras naciones europeas, rivales enconadas del poderío que la Península ostentaba como resultado del descubrimiento de América y de la posesión que ejercía de estas tierras por derecho natural de conquista. Tales asaltos sembraban el pánico entre los pobladores e indiadas vecinas, que corrían a esconderse en los montes o a buscar protección en otras ciudades, siendo así que el desarrollo de las villas recién fundadas se vio siempre obstaculizado a causa de los actos de piratería.

Mas, sin que influyese mucho la intervención de los bucaneros, Caraballeda había sido abandonada hacia el año de 1586 por sus primitivos pobladores como protesta ante el abuso de autoridad cometido contra el Cabildo por el Gobernador de la Provincia, don Luis de Rojas. La institución de Cabildo otorgaba a cada una de las ciudades que iban naciendo el privilegio de elegir sus alcaldes anuales para el cargo de Regidores. Rojas quiso impedir ese año el ejercicio de un derecho tan acendrado en el espíritu de las instituciones coloniales, y cuando envió al poblado los elementos designados por él, éstos fueron rechazados airadamente. En represalia, el Gobernador ordenó reducir a prisión a cuatro de los Regidores, por lo que sus colegas y gran parte de los habitantes tomaron la determinación de irse a vivir a Caracas y Valencia, sin que más tarde valiese en nada que se les invitara a regresar bajo el ofrecimiento de gozar nuevamente del privilegio y de otras tantas seguridades. Así se concebía en aquella época el respeto a la Ley y a la legítima autonomía de que se hallaban investidas ciertas comunidades por concesión del poder real.

La Guaira comenzó entonces a beneficiarse del descalabro ocurrido a Caraballeda y a ensanchar el radio de su actividad económica como centro de un comercio más frecuente con la capital de la Provincia. Si bien los escasos veleros que llegaban a ese litoral por su exiguo calado no exigían una rada profunda y con frecuencia atracaban en Guaicamacuto, Naiguatá o lugares desiertos de la playa, la mayoría de ellos dieron en venir a La Guaira para dejar allí sus cargas, tomar los productos exportables y reparar sus averías.

Ya totalmente construida el área que ofrecía mejores perspectivas para el asiento definitivo de la ciudad, iglesias, servicios aduaneros, edificios municipales, cárcel y hospital, las casas comenzaron a trepar las faldas del cerro a lo largo de estrechas calles y veredas irregulares, hasta imprimir a aquélla su estampa característica, que aún hoy semeja un inmenso y pintoresco pesebre navideño.

Con las postrimerías del siglo XVIII se había alejado para La Guaira el peligro de las incursiones corsarias, pero otro fantasma no menos aterrador y siniestro comenzó a azotarla periódicamente. A bordo de los navíos llegaba desde puertos lejanos la fiebre amarilla, epidemia que en poco tiempo sembraba en los sitios atacados la desolación y la ruina. No obstante los brotes agudos que de este mal se presentaron allí algunas veces, parece ser que el calor seco y la ausencia de aguas pútridas estancadas no favorecieron su aclimatación endémica en la zona. A lo largo de las playas es difícil que se produzca la descomposición de algas y mariscos que puedan entretener focos de infección, debido a la violencia de las olas y de las corrientes marítimas. Aún no se conocían, desde luego, las causas de contagio del mal, y sólo era atribuida entonces a la acción de efluvios o de miasmas.

Sin embargo, la población crecía a pesar de las dificultades señaladas, y su actividad daba al puerto apariencia de ser como el símil de una alegre colonia fenicia. Los barcos metropolitanos o de otras banderas internacionales arrojaban al malecón toneles de vino, vasijas de aceite, arcones repletos de sederías, telas de algodón, imágenes de santos, libros confesionales, pequeña orfebrería y demás artículos necesarios al abastecimiento de la Provincia, a la vez que cargaban añil, tortas de cacao, cueros, hojas de tabaco, granos diversos, melaza y todo cuanto producía nuestra tierra antes de que la agricultura viniese a menos como soporte de la economía nacional.

Tal era el aspecto general de la población y las condiciones que regulaban la marcha de su progreso material durante la época mencionada. Alcanzaba para entonces un número aproximado a los 8000 habitantes; y los relatos de viajeros notables que atinaron a pasar por allí, así como la historia lugareña, refieren que la ciudad era limpia, de marcado carácter español en la arquitectura de sus edificios y en el encanto de sus callejas empinadas, y que a pesar del clima ardiente que la abrasa y de su tierra pobre y calcinada, ofrecía algo de acogedora placidez que obligaba a mirarla con simpatía y a recordarla con nostalgia.

El 10 de marzo de 1786 nace en esa ciudad marítima un niño que habrá de llenar papel de primera magnitud en la historia de Venezuela, y dar ejemplo de dignidad perenne a las generaciones futuras de nuestro país. Su nombre es José María Vargas. Fueron sus padres Don José Antonio de Bargas Machuca, oriundo de la Villa de Arúcas, Islas Canarias, de profesión comerciante, y Doña Ana Teresa de Jesús Ponce, vecina de Caracas. Tuvo tres hermanos a quienes adoró entrañablemente, como consta de su actitud afectuosa para con ellos al separarse del hogar e iniciar un largo peregrinaje a través de otras regiones venezolanas y aún más allá de las fronteras patrias. Se llamaron Joaquín María, Miguel Antonio y Bernardino.

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