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Benedetto Croce - Historia de Europa en el siglo XIX

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Benedetto Croce Historia de Europa en el siglo XIX
  • Libro:
    Historia de Europa en el siglo XIX
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    1932
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Historia de Europa en el siglo XIX: resumen, descripción y anotación

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La libertad entendida como religión como unión de una visión total del - photo 1

La libertad entendida como «religión», como «unión de una visión total del mundo con la pasión cívica y moral» —teoría que está en el centro de toda la obra de Croce como historiador—, encontró su perfecto despliegue en esta Historia de Europa, que permanece como una de las obras estructuralmente más audaces del autor. Del magma de la historia europea del siglo XIX se extrae aquí, con prodigiosa capacidad expositiva, una especie de teorema de la libertad que nos permite comprender muchas de las nervaduras secretas de los acontecimientos de la gran edad burguesa. Ahora que Europa se ve obligada por el peso de la realidad a reflexionar sobre su propia naturaleza, será más preciosa que nunca esta obra que, desde su proyecto, no quiso perderse en la multitud de los acontecimientos, sino capturar esa esencia de Europa sobre la que nos seguimos interrogando.

«Por lo tanto, cuando se oye preguntar si a la libertad ha de corresponderle lo que se llama el porvenir, hay que responder que tiene algo mejor: tiene la eternidad. E incluso en la actualidad, a pesar de la frialdad, el desprecio y el escarnio que la libertad encuentra, sigue estando en muchas de nuestras instituciones, costumbres cívicas y hábitos espirituales, y en ellos obra benéficamente. Y, cosa que vale aún más, está en muchos nobles intelectos de todos los rincones del mundo, que, aislados y esparcidos, casi reducidos a una pequeña pero aristocrática respublica literaria, siguen confiando en ella, la rodean de mayor reverencia y la persiguen con amor más ardiente que en los tiempos en que no había quien la ofendiese o pusiera en duda su absoluto señorío, mientras a su alrededor se amontonaba el vulgo aclamando su nombre, y, con ello mismo, contaminándolo de vulgaridad, de la que ahora se ha limpiado».

BENEDETTO CROCE

Benedetto Croce Historia de Europa en el siglo XIX ePub r10 IbnKhaldun - photo 2

Benedetto Croce

Historia de Europa en el siglo XIX

ePub r1.0

IbnKhaldun 19.10.15

Título original: Storia d’Europa nel secolo decimonono

Benedetto Croce, 1932

Traducción: Atilio Pentimalli Melacrino

Diseño de cubierta: Nacho Soriano

Editor digital: IbnKhaldun

ePub base r1.2

HISTORIA DE EUROPA EN EL SIGLO XIX Pur mo venian li tuoi pensier tra i miei - photo 3

HISTORIA DE EUROPA EN EL SIGLO XIX

Pur mo venian li tuoi pensier tra i miei

con simile atto e con simile faccia,

sì che d’entrambi un sol consiglio fei.

(Ahora acudían tus pensamientos entre los míos

con gesto símil y similar rostro,

tanto que de ambos tomé igual consejo).

DANTE,

Infierno, XXIII, 28-30

I

LA RELIGIÓN DE LA LIBERTAD

Concluida la aventura napoleónica y desaparecido aquel genial déspota de la escena que la ocupaba por entero, mientras sus vencedores se ponían de acuerdo o intentaban ponerse de acuerdo para dar a Europa, merced a la restauración de viejos regímenes y oportunas reorganizaciones territoriales, un ordenamiento estable que sustituyese al del Imperio de la nación francesa, vigorosamente asido pero siempre precario, en todos los pueblos se encendían esperanzas y se elevaban reclamaciones de independencia y de libertad. Y estas reclamaciones se volvían más enérgicas y enardecidas cuanto más se les oponían repulsas y represiones; y pronto las esperanzas volvían a avivarse, y se reforzaban los propósitos, a través de las decepciones y las derrotas.

Había en Alemania, en Italia, en Polonia, en Bélgica, en Grecia y en las lejanas colonias de América latina esfuerzos y movimientos de naciones oprimidas contra dominadores y tutores extranjeros; o de naciones y miembros mutilados de naciones obligados a una unión política con estados que debían sus orígenes y configuración a conquistas, a tratados, a derechos patrimoniales de familias principescas; o de naciones a las que se mantenía escindidas en pequeños Estados y que, a causa de semejante desmenuzamiento, se sentían impedidas, debilitadas y reducidas a la impotencia ante el papel que les correspondía ejercer en la vida mundial común, mortificada su dignidad frente a las otras, unidas y grandes. Había, en aquellos y en otros pueblos, necesidades de garantías jurídicas, de participación en la administración del gobierno mediante instituciones representativas nuevas o renovadas; de variedad de asociación entre los ciudadanos para particulares finalidades económicas, sociales y políticas; de abierta discusión de las ideas e intereses por medio de la prensa; de «constituciones», como se decía en aquel entonces; y entre los que habían obtenido dichas constituciones en forma de «cartas» concedidas, como en Francia, había la necesidad de asegurarlas y ampliarlas; y en otros, por último, donde los regímenes representativos ya actuaban por larga y gradual formación, como en Inglaterra, había la exigencia de eliminar vínculos y desigualdades que aún perduraban, y de una modernización y racionalización general para lograr un modo de vida y de progreso más libre de ataduras y más amplio.

Siendo distintos los antecedentes históricos y las condiciones presentes en los diversos pueblos, como su ánimo y sus costumbres, aquellas exigencias variaban, según los diferentes países, en su orden, medida, detalles y entonación. En un sitio se daba primacía a la liberación del dominio extranjero o a la unidad nacional, en otro a la sustitución del gobierno absolutista por el constitucionalista; aquí se trataba de simples reformas del electorado y de extensiones de la capacidad política, y más allá, en cambio, de fundar por primera vez o sobre nuevas bases el sistema representativo; en algún país, al poseerse ya por obra de las generaciones anteriores, y, señaladamente, por la de la Revolución y del Imperio, la igualdad cívica y la tolerancia religiosa, se empezaba a luchar por la participación de nuevos estratos sociales en el gobierno, mientras que en otros sitios convenía dedicarse a combatir privilegios políticos y cívicos de clases feudales y persistentes formas de servidumbre, y a quitarse de encima la opresión eclesiástica. Pero, variadas por importancia y por el orden de sucesión con que se presentaban, todas estas exigencias se relacionaban entre sí, y tarde o temprano las unas arrastraban a las otras consigo y provocaban la aparición de otras más, que se perfilaban a lo lejos; y sobre ellas campeaba una palabra que las compendiaba a todas y expresaba el espíritu que las animaba: la palabra «libertad».

Ciertamente, no era una palabra nueva en la historia, como no lo era en la literatura y en la poesía, e incluso en la retórica de la literatura y de la poesía. Grecia y Roma habían transmitido a la posteridad la memoria de innumerables héroes de la libertad, de gestas sublimes en las que, por la libertad «che è si cara», magnánimamente se había rechazado la vida. Libertad habían invocado los cristianos, y, a lo largo de los siglos, sus iglesias; libertad, las comunas contra emperadores y reyes; y, por su parte, los feudatarios y barones contra los mismos reyes y emperadores, y éstos, a su vez, contra los barones y grandes vasallos y contra las comunas que usurpaban los derechos soberanos; libertad los reinos, las provincias, las ciudades, celosos de sus propios parlamentos, capítulos y privilegios, contra las monarquías absolutas que se desembarazaban o intentaban desembarazarse de aquellos obstáculos y límites a su obrar. La pérdida de la libertad siempre había sido considerada como causa o indicio de decadencia en las artes, en las ciencias, en la economía, en la vida moral, ya se mirase hacia la Roma de los Césares o a la Italia dominada por los españoles y los Papas. Y la «libertad», recientemente, en compañía de la «igualdad» y la «fraternidad», había sacudido y derribado en escombros, con la fuerza de un terremoto, todo el edificio de la vieja Francia y casi todo el de la vieja Europa; y la impresión temerosa todavía perduraba, y parecería que hubiese debido quitar a aquel nombre su aureola de cosa bella y su atractivo de cosa nueva. Y, efectivamente, el trinomio del que había formado parte —el «inmóvil triángulo inmortal de la Razón», como lo había llamado el poeta Vincenzo Monti— cayó en descrédito y casi llegó a ser aborrecido; pero la Libertad volvió a ascender por su cuenta sobre el horizonte, admirada como estrella de inigualable fulgor. Y las jóvenes generaciones pronunciaban esa palabra con el tono emocionado de quien acaba de descubrir un concepto de vital importancia, capaz de aclarar el pasado y el presente, una guía para el porvenir.

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