Estas cosas escribo, como a mí me parecen ciertas, porque los cuentos de los griegos son, a mi parecer, muchos y risibles.
HECATEO fr. 1 JACOBY
PRÓLOGO
Querido Salvador:
Tú eres un filósofo y no lo sabes. Eres un filósofo porque tienes una forma completamente personal de afrontar los problemas de la vida. Sentado esto, creo que puede serte útil conocer la Historia de la Filosofía Griega y, por esta razón, he decidido escribir una para tu uso y consumo. Mi esfuerzo será el de narrar con palabras sencillas el pensamiento y la vida de los primeros filósofos.
¿Por qué los griegos? Empecemos diciendo, querido Salvador, que tú no eres italiano, sino griego. Sí, señor, repito griego, y me atrevería a añadir «ateniense». Grecia, si la entendemos como un modo de transcurrir la vida, es un enorme país mediterráneo hecho de sol y de conversación que, en lo que se refiere a nuestra península, se extiende más o menos hasta la ribera del Volturno (véase fig. 1). Más allá de este límite geográfico y de comportamiento, viven los romanos, los etruscos y los centroeuropeos, gentes que son algo distintas de nosotros y con las que no siempre es posible entablar un diálogo. Para comprender mejor la esencia de esta diversidad te invito a reflexionar sobre un verbo existente en la lengua griega que, no teniendo equivalentes en ninguna otra, es de hecho intraducible, a menos que se recurra a oraciones complejas. Este verbo es «agorazein».
«Agorazein» quiere decir «ir a la plaza para ver qué se dice» y, por lo tanto, hablar, comprar, vender y verse con los amigos; pero también significa salir de casa sin una idea precisa, holgazanear al sol a la espera de que llegue la hora de la comida; en otras palabras, «intalliarsi», como se dice entre nosotros, es decir, rezagarse hasta formar parte integrante de un magma humano hecho de gestos, miradas y ruidos. «Agorazonta», en particular, es el participio de este verbo y describe la forma de caminar de aquel que practica el «agorazein»: el avanzar lento, con las manos detrás de la espalda y siguiendo un recorrido casi nunca rectilíneo. El extranjero que por razones de trabajo o de turismo se encontrase de paso por un pueblo griego, ya fuese Corinto o Pozzuoli, se quedaría muy asombrado al ver un grupo tan nutrido de ciudadanos caminando arriba y abajo por la calle, deteniéndose cada tres pasos, discutiendo en voz alta y volviendo a andar para volverse a parar de nuevo. Esto le llevaría a creer que había llegado en un día especial de fiesta, cuando, en realidad, estaría asistiendo a una escena normal de «agorazein». Pues bien, la filosofía griega debe mucho a esta costumbre peripatética de los meridionales.
«Querido Fedro», dice Sócrates, «¿a dónde vas y de dónde vienes?».
«Estaba con Lisias, el hijo de Céfalo, oh Sócrates», responde Fedro, «y ahora me voy de paseo fuera de la muralla. Así, por consejo de nuestro común amigo Acumeno, me doy una vuelta al aire libre porque, dice, fortalece más que pasear bajo los pórticos».
Así empieza uno de los más bellos diálogos de Platón: Fedro. La verdad es que estos atenienses no hacían nada productivo: paseaban, conversaban, se preguntaban qué era el Bien y el Mal, pero en cuanto a trabajar, a construir algo práctico que se pudiera vender o usar, ni siquiera hablaban de ello. Por otro lado, no olvidemos que en aquella época Atenas tenía 20 000 habitantes y la friolera de 200 000 individuos de serie B, entre esclavos y metecos. Había, por lo tanto, quien pensaba en trabajar y llevar adelante el «negocio». En compensación, ellos, los atenienses, no contagiados todavía por el virus del consumo, se contentaban con poco y se podían dedicar a los placeres del espíritu y de la conversación.
Pero volvamos a la filosofía y al porqué de este esfuerzo mío.
La filosofía es una práctica indispensable del vivir humano, útil para afrontar los pequeños problemas de cada día y cuyo estudio, desgraciadamente, no ha sido declarado obligatorio como el servicio militar. Si de mí dependiera, la incluiría en los programas de los últimos cursos de la educación general básica; en cambio me temo que, siendo considerada una asignatura superada en el tiempo, se quiere sustituirla por las hoy más de moda «ciencias humanas y sociales». Es un poco como si se quisiera abolir el estudio de la aritmética dado que los charcuteros hacen las cuentas con una computadora.
¿Pero qué es esto de la filosofía? Bien, así de repente, no es tan fácil dar una definición de ella. El hombre ha alcanzado las más altas cimas de civilización a través de dos disciplinas fundamentales: la ciencia y la religión. Ahora bien, mientras que la ciencia, recurriendo a la razón, estudia los fenómenos de la naturaleza, la religión, satisfaciendo una necesidad íntima del alma humana, busca algo absoluto, algo que supere la capacidad de conocer a través de los sentidos y del intelecto. Pues bien, la filosofía es una cosa que está a medio camino entre la ciencia y la religión, más cerca de una o de otra según se trate de los filósofos llamados racionalistas o de los que se inclinan más hacia una visión mística de las cosas. Para Bertrand Russell, filósofo inglés de escuela racionalista, la filosofía es una especie de Tierra de Nadie entre la Ciencia y la Teología, y expuesta a los ataques de ambas.
Tú, Salvador queridísimo, no habiendo cursado el bachillerato, no sabes nada de filosofía. Pero no te aflijas, no eres el único. La verdad es que de filosofía nadie sabe nada. En Italia, por poner un ejemplo, de cincuenta y seis millones de habitantes, apenas ciento cincuenta mil conseguirían decir cuatro cosas sobre las diferencias sustanciales entre el pensamiento de Platón y el de Aristóteles (en la práctica, los profesores de filosofía y los estudiantes que en ese momento estén de exámenes). La mayor parte de los demás, con un pasado de estudios clásicos, se limitaría a hablar de amor platónico y te diría que se trata de ese tipo de relación sentimental entre un hombre y una mujer en la que, desgraciadamente, no se acuestan juntos, mientras que sobre ese asunto el bueno de Platón tenía unas ideas mucho más amplias y desenvueltas.
Si la filosofía constituye una especie de «agujero negro» en la preparación cultural media de los italianos, tendrá que haber alguien a quien echarle la culpa; a mi parecer, el mayor inculpado no es tanto la materia, de por sí dura e incomprensible, como los especialistas del sector que, voluntariamente y de común acuerdo, han decidido que no se conozca demasiado por estos pagos. Obviamente, no me he leído todas las historias de la filosofía editadas en Italia; de todas formas, entre las que he tenido en mis manos, a excepción de la Historia de la Filosofía Occidental de Bertrand Russell, he tenido siempre serias dificultades para descifrar la prosa especializada de los profesores. A veces tengo la sospecha de que los autores escriben más para sus colegas que para los estudiantes de filosofía.
Esto del lenguaje técnico es una antigua jactancia que invade todas las ramas del saber (iba a decir «de lo escible», después me he acordado de que tú no tienes ni idea de qué es «lo escible», y he preferido utilizar un vocablo más corriente). En efecto, desde que el mundo es mundo, siempre ha habido alguien que ha pronunciado su «abracadabra» para impresionar a los no iniciados. Se empezó con los sacerdotes egipcios de hace 5000 años y se continuó con todas las clases de directores de hospital que, cuando son entrevistados en TV, nunca dicen «fiebre», sino que prefieren utilizar un más sofisticado «temperatura corporal».
El lenguaje especializado compensa, da importancia y aumenta el poder de quien lo usa. Hoy no existe grupo, asociación o cofradía que no tenga su lenguaje técnico. Esta mala costumbre no tiene límites. En los aeropuertos, por ejemplo, si hay que anunciar un retraso en las salidas, la frase ritual es ésta: «A causa del retrasó en la llegada de la aeronave, el vuelo AZ 642, etc., etc.». Ahora bien, yo querría saber de ese funcionario que fue el primero en acuñar la frase, si él, en su casa, cuando tiene que ir de viaje suele utilizar el mismo lenguaje con su mujer. «Cati, mañana por la mañana tengo que ir a Milán, cogeré la aeronave de las nueve cincuenta y cinco». No, señor, él con su mujer utilizará el término «avión», reservando para nosotros, pobres usuarios, la palabra «aeronave», y esto porque sabe que frente a un vocablo inusual como «aeronave» el viajero común cae en un estado de profunda cohibición y ya no tiene valor para protestar por el retraso; casi como si alguien le dijera: «¡Pero para qué te quieres enterar tú de los retrasos, pedazo de ignorante! ¿Te das cuenta de que ni siquiera sabes cómo está hecha una aeronave? ¡Cállate y da gracias a Dios de que te dirijamos la palabra!».
Página siguiente