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Julián Casanova - Europa contra Europa, 1914-1945

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Julián Casanova Europa contra Europa, 1914-1945
  • Libro:
    Europa contra Europa, 1914-1945
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    2011
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Europa contra Europa, 1914-1945: resumen, descripción y anotación

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Agradecimientos

Este libro se apoya en las muchas y variadas lecturas que tuve que hacer para enseñar la historia de Europa entre las dos guerras mundiales a estudiantes de grado en la Universidad de Notre Dame y posgrado en la New School for Social Research de Nueva York. Durante esos años, compartí conversaciones y seminarios con colegas a quienes debo gratitud y reconocimiento: Robert Wegs, Thomas Kselman, Semion Lyandres, Doris L. Bergen, James McAdams, Guillermo O’Donnell, Julia López y Robert Fishman, en Notre Dame; y Oz Frankel, Robin Blackburn, Federico Finchelstein, Aristide Zolberg, Vera Zolberg, Andrew Arato y Jeffrey Goldfarb, en Nueva York. El Kellogg Institute y el Nanovic Institute de la Universidad de Notre Dame, y los departamentos de Sociología y Estudios Históricos de la New School, financiaron mis investigaciones y me ofrecieron además la posibilidad de dar cursos sobre historia de Europa, historiografía e historia comparada de guerras civiles y revoluciones. En Notre Dame era todo muy fácil porque entonces estaba Albert LeMay, cuya generosidad y amistad se las llevó una maldita enfermedad en diciembre de 2003. La deuda con mi hermano José Casanova, profesor en la Universidad de Georgetown, es permanente. Todos esos viajes los compartí con Lourdes y Miguel, a quienes dedico esta historia de Europa contra Europa.

Zaragoza, enero de 2011

JULIÁN CASANOVA

I
Europa contra Europa, 1914-1945: Una visión panorámica

En la tarde del 30 de abril de 1945 Adolf Hitler se suicidó en su búnker de la Cancillería del Reich en Berlín, junto con su compañera Eva Braun, con quien se había casado la noche anterior. Veintisiete años antes, el 17 de julio de 1918, el zar de Rusia Nicolás II, la zarina Alejandra Fedorovna y sus cinco hijos fueron asesinados en Ekaterimburgo por un pelotón de ejecución que mandaba Yakov Yurovsky, el jefe de la checa de esa ciudad de los Urales.

Los cadáveres de Hitler y Eva Braun fueron llevados al jardín de la Cancillería por su sirviente Heinz Linge y por tres guardias de las SS, quienes les prendieron fuego tras rociarlos con gasolina. Cuando los soldados soviéticos llegaron allí el 2 de mayo, sólo encontraron cenizas. Los cuerpos de la familia real rusa, enterrados cerca del lugar del asesinato, no fueron encontrados hasta después del derrumbe del régimen soviético, más de siete décadas después.

Adolf Hitler, hijo de un empleado de aduanas austriaco, un hombre sin Estado hasta que consiguió la nacionalidad alemana en 1932, conquistó el poder dirigiendo un partido de masas. Nicolás II, por el contrario, era el zar de una dinastía imperial, los Romanov, que había reinado en Rusia durante los últimos trescientos años y que hasta que fue derrocado, en febrero de 1917, exhibió su opulencia y poder como la encarnación de Dios en la tierra.

Nicolás II y Hitler representaban dos tipos muy diferentes de despotismo: uno, tradicional, que hundía sus raíces en el medievo; el otro, moderno, destructor. La misma guerra mundial que se llevó por delante a la dinastía Romanov, forjó la carrera política del dirigente nazi. Entre la muerte de ambos personajes, transcurrieron apenas treinta años, un período convulso de revolución, crisis y guerra de exterminio.

EL FIN DEL VIEJO ORDEN

Cuando comenzó la Primera Guerra Mundial, en el verano de 1914, la nobleza, que parecía a los ojos de muchos una clase en declive, ejercía todavía un notable poder económico y político en Europa. Eso era muy cierto en los grandes imperios del centro y este del continente, donde los nobles ocupaban puestos importantísimos en el ejército y en la burocracia del Estado, pero también en Inglaterra, la tierra de la primera revolución industrial, de fabricantes, banqueros e inversores, que vio cómo la «vieja» nobleza explotaba las nuevas oportunidades económicas que les proporcionaba el avance del capitalismo. Entre 1886 y 1914, casi la mitad de los miembros del consejo de ministros eran aristócratas. Dominaban puestos esenciales en la administración y en las profesiones más cualificadas. Había nobles que se dedicaban al negocio de la cerveza, como los Guinness, de la prensa (Lord Northcliffe) o del linóleo (Lord Ashton). Y compartían, con el resto de las elites políticas, de la administración y de los negocios, la educación en las mejores universidades inglesas, Oxford y Cambridge, y en los mejores colegios privados, especialmente Eton.

La nobleza, en Europa, seguía su expansión. Desde que subió al poder en 1888, hasta su derrocamiento en 1918, el emperador alemán, Guillermo II, creó varios centenares de nuevos nobles. En Rusia, la burocracia imperial era una casta de elite que se encontraba muy por encima del resto de la sociedad y el sistema zarista, como ha mostrado Orlando Figes, «estaba basado en una estricta jerarquía social». Esa elite dominante en Rusia procedía sobre todo de la vieja y rica aristocracia terrateniente, los Strogonov, Dogorukov, Sheremetev, poderosas dinastías que se habían mantenido en la cúspide del Estado ruso desde su gran expansión territorial en el siglo XV.

En Inglaterra, Francia o Alemania, por citar a las naciones más poderosas, una oligarquía de ricos y poderosos, de «buenas familias», de nobles y burgueses conectados a través de matrimonios y consejos de administración de empresas y bancos, mantenía su poder social a través del acceso a la educación y a las instituciones culturales. El mundo de ese momento, de los primeros años del siglo XX, estaba dominado por vastos imperios territoriales, gobernados, excepto en el caso de Francia, donde había surgido una República de la derrota en la guerra con Prusia en 1870, por monarquías hereditarias. En 1919, tras la Gran Guerra de 1914-1918, sólo quedaban los imperios británico y francés. Todos los demás habían desaparecido y con ellos, un amplio ejército de oficiales, soldados, burócratas y terratenientes que los habían sostenido.

Antes de 1914, la democracia y la presencia de una cultura popular cívica, de respeto por la ley y de defensa de los derechos civiles, eran bienes escasos, presentes en algunos países como Francia y Gran Bretaña y ausentes en la mayor parte del resto de Europa. Tampoco los parlamentos gozaban de buena salud en países como Rusia, Italia, Alemania o España, donde, debido a la corrupción, al sufragio restringido y a la intervención de los monarcas en los gobiernos, aparecían ante intelectuales radicales y socialistas como instrumentos de gestión pública al servicio de las clases dominantes.

Muchos ciudadanos europeos tenían restringida la libertad para hablar su idioma o practicar su religión y sufrían notables discriminaciones por el género, la raza o la clase a la que pertenecían. Las mujeres no votaban, con excepciones como la de Finlandia, que les había concedido el voto en 1906, y en raras ocasiones se les permitía poseer propiedades o llevar sus propios negocios. En la mayoría de los países católicos, con España e Italia al frente de ellos, el divorcio estaba prohibido y las mujeres eran también las plebeyas en el mercado de trabajo, en un escenario de desarrollo del capitalismo en el que el estatus estaba cada vez más determinado por la riqueza y la capacidad para acumularla.

Esas instituciones políticas, que excluían a los ciudadanos por su raza, género o condición, resultaron inadecuadas para abordar el impacto del cambio social y económico que había acompañado desde el último tercio del siglo XIX al surgimiento de las ciudades industriales, a la llegada del ferrocarril, del movimiento obrero y de las ideas socialistas. Desde que se había construido la primera línea de ferrocarril de la historia en 1830, para unir Liverpool con Manchester, el tren se había convertido gradualmente en el principal medio de transporte de materiales e hizo más fácil emigrar de una región a otra. La primera línea de metro había abierto en Londres en 1863 y la de París se inauguró en 1900.

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