Un mal poema
ensucia el mundo
Primera edición: febrero de 2016
© Joan Margarit Consarnau, 2016
© del prólogo: Jordi Gracia
© de esta edición: Arpa y Alfil Editores, S. L.
Déu i Mata, 127, 1er – 08029 Barcelona
www.arpaeditores.com
ISBN: 978-84-16601-02-8
Depósito legal: B.550-2016
Diseño de cubierta: Estudi Purpurink
Impresión y encuadernación: Cayfosa
Impreso en España / Printed in Spain
Reservados todos los derechos.
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Se lo he contado a él, así que no será improcedente contarlo también aquí. El primer Joan Margarit que conocí era recién nacido y todavía caliente; latía con la energía insólita de la madurez y la verdad moral hacia principios de los años noventa. A los cincuenta años, el poeta renunciaba a hacer de poeta y vestir de poema porque escribía instalado felizmente en la Edad roja con Los motivos del lobo, trazando Aguafuertes sin errar ningún Cálculo de estructuras mientras perdía a Joana y construía poema a poema el amparo cruel de una Casa de Misericordia. Ese era un hombre de la edad que yo tengo ahora, pero era nuevo y respiraba la alegría del hallazgo, como si mi privilegio como lector consistiese en saltarme los preliminares para acceder de lleno a la plenitud del escritor.
Lo mejor para este libro es que ese poeta recién nacido empezó entonces a nacer también para la prosa. Primero tímidamente con este o aquel epílogo, esta o aquella nota aclaratoria, y después cada vez más firme y más matizado, más expansivo, más efusivo y más abarcador. Incluso tuvo la generosidad de sembrar de notas al menos dos de sus libros, Estació de França, en 1999, y Cálculo de estructuras, en 2004. No eran explicaciones banales para críticos erudipáusicos ni auxilios de lectura guiada; eran asaltos vivísimos a las razones y circunstancias de los poemas, instantáneas a veces fulminantes sobre la imagen, el arrebato o la melancolía que los había motivado. Esa prosa era sustancial y autónoma, con vida propia más allá del poema, como la fueron teniendo en años sucesivos sus meditaciones cada vez más desacomplejadas y más abiertas a la expresión de una idea lentamente fraguada de la poesía, cada vez más contagiosamente comunicativo sobre sus lecturas, su formación, sus ganas de contar cómo hace los poemas y cómo le gusta descubrir el modo de hacerlos de los otros.
Y también desde entonces empezó otra ruta nueva, y decidió confrontar su lectura de poeta con la poesía de los maestros, o algunos de los maestros. El lector encontrará en este volumen uno de esos ensayos, dedicado a Thomas Hardy, pero no otros más extensos y minuciosos en torno a la obra de Joan Maragall y Juan Ramón Jiménez, como autores capitales de su biografía de lector, ni tampoco las extraordinarias aproximaciones afectivas y casi osmóticas a dos autores de la magnitud de Elizabeth Bishop y Joan Vinyoli: constituirán con el tiempo el tercer volumen de la prosa de Joan Margarit.
El libro que tienen en la manos –tampoco voy a ocultarlo– nace de una fantasía privada que le contagié a Joan. A medida que crecían los prólogos y los epílogos iba creciendo en mí la ansiedad de verlos todos juntos, la ansiedad de escuchar al ensayista que yo veía al trasluz del poeta en posición siempre demasiado auxiliar, en un lugar menor y marginal, desplazado al final de los libros y a menudo casi pidiendo disculpas por estar ahí. Mi punto de vista ha ido siendo cada vez más el contrario porque con el poeta había crecido también el ensayista: la plenitud de uno era hermana de la plenitud del otro. Revelaban ambas rutas la conquista de la libertad de hablar de literatura, de la poesía y de la vida con nuevas certezas y sobre todo nuevas armas. El ensayista se aproximaba a la complejidad de las emociones desvestido de tópicos y libre de prejuicios, atento a la experiencia íntima y también libre de las tentaciones románticas y hasta vanguardistas de la experimentación sobre el aire para hacerla sobre la tierra: el dolor, el amor, la muerte, la memoria y su historia. O la ciudad: de ahí que uno de los apartados más absorbentes lo hallará el lector en el que he titulado “La Barcelona del poeta”. Esos textos proceden de una antología de 2007 en torno a Barcelona con prosas que captan la vivencia de una ciudad, Barcelona amor final.
Mi convicción ha acabado siendo definitiva cuando hemos podido ver juntos, Joan, el editor Joaquim Palau y yo mismo, la coherencia y la consistencia de una voz reflexiva con cara y ojos, y capaz de defenderse sola (sin los poemas) y de conmover por su cuenta, como si la conquista de la libertad que define la plenitud lírica de la poesía de Joan fuese también la conquista de la libertad del ensayista. Sin yo y sin libertad no hay ensayo literario y si la conquista de la verdad moral es el secreto del poema, lo ha sido también aprender a decirla en la prosa. Decir la verdad no está al alcance de todos ni es un don regalado sino una conquista moral y muscular que llega antes o después, pero puede no llegar nunca. La de Joan llega con la poesía acodada cómodamente sobre el ensayo y acaba dotando a su ensayo de la luminosidad y hasta la contundente naturalidad que respira aquí.
El toque de alerta y el primer timbrazo en la sala, a punto de empezar el concierto, quedó expuesto en una doble página publicada en el pionero suplemento de cultura en catalán que se llamaba como se llama hoy, Quadern, de El País, en 1988. Con ese artículo programático, cuando Margarit no sabía que iba a ser programático, cerramos el primer capítulo del libro porque lleva dentro la semilla de su mejor poesía, como si en él hubiese escudriñado los materiales que iban a fraguar en su poesía desde Luz de lluvia.
Sin el menor afán de emular a nada ni a nadie, Margarit aceptó también en torno a 2008 la inteligente propuesta que partió de los fundadores de una pequeña editorial nueva de Barcelona, Joan Barril, prematuramente desaparecido, y Malcolm Barral. Las nuevas cartas a un joven poeta huían tanto del decálogo de virtudes como del sermón literario desde la montaña para transmitir con la racionalidad cálida del poeta la experiencia íntima de la poesía, el destilado de una autopsia viva del creador dispuesto a compartir con los demás buena parte de las razones para haber sido, y seguir siendo, un excelente lector de poesía. Para ellos iba, para los lectores, esa nueva versión de las Cartas a un joven poeta de Rilke, viejísima e intensa lectura del joven Margarit, y por eso comparecen aquí como el tercer capítulo del libro.
Pudo ser ese encargo el que alentase en Margarit la tentación de abrir todavía un poco más el campo y abordar aun algunos cruces nuevos de la poesía con otras disciplinas. Su profesión de arquitecto ha sido parte del trasfondo lírico de un autor que reniega de la ambigüedad confusionaria y vive de la intuición segura del poema exacto y preciso. De ahí que al final vaya a encontrar el lector los textos revisados de cuatro conferencias abiertas y estimulantes en su voluntad de suturar mundos aparentemente tan lejanos como la ciencia y la poesía, como la matemática y la palabra, como la arquitectura y el poema, aunque a veces la última palabra sobre sus virtudes la acabe teniendo el mismísimo misterio.
JORDI GRACIA
Epílogo a Edad Roja
Platón, en El banquete, explica que los seres humanos, en sus inicios, eran hombre y mujer a la vez. Los dioses, celosos de su felicidad, los separaron y, en ocasiones, se vuelven a encontrar un hombre y una mujer que habían formado parte del mismo ser. Entonces sucede lo que llamamos «un gran amor». Pienso lo mismo de las palabras. Cuando un verso alcanza a decirnos lo que parecía inefable, es que las palabras han ocupado un lugar que ya habían tenido en la edad de oro de los lenguajes, de donde comenzaron a ser desplazadas en episodios como el de Babel, al iniciarse una larga destrucción que culminaría en los diccionarios, las academias y otras miserias. A la poesía le ha correspondido ejercer la nostalgia por aquella edad de oro en una infinita tentativa para recuperar el sentido y la fuerza de las palabras. La poesía no trataría, pues, de la construcción de espacios de la lengua que no hayan existido nunca, sino que en el milagro probabilístico de un poema se encontraría la reproducción de un orden perdido. En estas circunstancias, el lector de poesía tiene más que ver –haciendo un paralelismo con la música– con el intérprete que con los que se han de limitar a escuchar un concierto. Por esto hay tan pocos lectores de poesía, y por esto son tan fieles. Los que han hecho el esfuerzo de aprender a interpretar un poema, de aprender a escuchar el orden fundamental de las palabras, han accedido a un mundo al cual difícilmente renunciarán.