ESCRIBIR DE SÍ MISMO Hay poetas memorables, como Lope de Vega, en quienes los versos son el fluir espontáneo —y un poco egoísta— de una vida.
PRÓLOGO
JOAN MARGARIT: POESÍA Y VERDAD
ESCRIBIR DE SÍ MISMO Hay poetas memorables, como Lope de Vega, en quienes los versos son el fluir espontáneo —y un poco egoísta— de una vida.
En otros, se produce una destilación previa de este fluido, como les sucede a Bécquer o a Antonio Machado, lo que comporta cierta distancia temporal y anímica: «cuando siento, no escribo», hizo constar el primero, mientras que el segundo sometió la experiencia del recuerdo al filtrado de un reticente escepticismo epistemológico. Hay, sin embargo, un reducido número de poetas cuyo punto de partida reside también en las enseñanzas de la vida, pero solamente dan cuenta de ellas en tanto han sido convertidas en un documento moral que busca inscribirse en la experiencia de sus lectores y que tiene muy presente la historia común, ese vendaval que sitúa, explica y a la vez socava la vivencia personal. A ese último género de poetas pertenece Joan Margarit y en él abundan los nombres anglosajones que, como veremos, le son familiares. No suelen abanderarse en la espontaneidad sino en la densidad. No buscan la humedad del sentimiento sino la quemazón del raciocinio y decididamente escriben para mejor dominar y entender lo que han vivido, evitando absolverse a sí mismos (por lo menos, no demasiado), sustituyendo la complicidad o el pudor por la destemplada lucidez. El raciocinio suele ser realista y ellos son realistas, en el sentido primigenio, casi medieval de la palabra: partidarios de que las cosas no sean abstracciones nominalistas (amor, plenitud, dulzura, melancolía, tristeza...) sino realidades concretas, provistas de su atmósfera propia, parecidas quizá entre sí pero nunca idénticas.
A su conjuro, la poesía se transforma en un trabajo intelectual enderezado a la elaboración de artefactos capaces de decir algo de las realidades y de sus lecciones. No hablamos aquí de la poesía, como un estado de predisposición efusiva, sino de un poema, que es condensación y conciencia en el tiempo, algo en que la construcción prevalece sobre la fluencia. Margarit ha escrito, por si acaso hubiera duda (en el poema «Fulgores», de Aguafuertes), que «nada ni nadie es la poesía...», pensando en el personaje-emblema del romanticismo que escruta caviloso y conmovido los embates del mar (un cuadro de Caspar David Friedrich, por ejemplo) como si las olas golpearan en su homenaje, o recordando explícitamente a Bécquer («poesía no eres tú»), o desmintiendo a Juan Ramón y a Rilke ( «ni los crepúsculos, / ni el inútil prestigio de la rosa»), igual que a Pablo Neruda («ni haber escrito el verso más triste alguna noche») e incluso a la invasiva tristeza que tramaron Joseph Kosma y Jacques Prévert en «Les feuilles mortes». Al revés que ellos, Margarit busca un poco de compañía y algo de claridad, por lo que tampoco es partidario del hermetismo como resultado. El poema «Leer poesía» (de Misteriosamente feliz) consigna, tras una lectura de Paul Celan, que «no sé ni qué me ha dicho / ni qué quiso decirme. / Ni si era a mí a quien quiso decir algo».
Lo que significa haber ignorado por parte del poeta rumano-alemán la tripleta fundamental de la comunicación poética: la claridad del propósito, la nitidez del mensaje, la certeza de dirigirse a un lector. Margarit sospecha que «hay tanto miedo en un poeta hermético» que nunca llegará a saber que la poesía —que «al principio / puede ser un paisaje»— «ha de acabar siendo el espejo / donde uno ha de leer sus propios labios». No hay silencio que se justifique por su grandeza solitaria, ni vacío metafísico que reemplace a la vida: «Vacíos y silencios se hicieron para el ángel». Y tampoco hay ángeles... Todas las reflexiones —y son muchas, como veremos— que Joan Margarit ha hecho acerca de su propia poesía se refieren al poema concreto y exento. / Es de la geografía»). / Es de la geografía»).
La unidad contable y autosuficiente es el poema, al que define su propia estrategia narrativa, por más que cada uno se apoye en la contigüidad de otros y se convierta en secuencia de varios que abarca y explicita mejor la intención. En «Torso de Apolo arcaico» (de Aguafuertes), se apunta que «un poema es también ese fragmento / en busca de que otros lo terminen. / Torso de Apolo arcaico. El poema»; pero se advertirá, sin duda, que aquello que empieza por considerar el sentido unitario de la serie, concluye por reasegurar el valor aislado del núcleo: «el poema». No es infrecuente que los de Margarit se organicen en función de una imagen deslumbrante que los clausura pero que, de hecho, brota de los versos precedentes cuando la tensión se resuelve en acorde final: en «Seducciones de verano» (Cálculo de estructuras) la evocación estival de la playa por la noche se cierra con un dístico inapelable, «El mar reluce dentro de la sombra / como un caballo dentro de su establo»; en «Frío de junio en Forès» (Casa de misericordia), la parte narrativa del poema se acaba con la evocación inolvidable y agorera del vuelo de las golondrinas, «[...] No cesan sus chillidos, / es brillante y feroz su rumor de navajas». ¿Qué fue antes, la sensación nacida directamente como imagen turbadora o la narración que la sitúa y va gestando el final? El poeta ha preferido, sin embargo, que otros poemas concluyan en un aforismo rotundo, al modo de la poesía de tradición latina (que conoce muy bien) o la usanza habitual del soneto, casi siempre encerrado en dos versos o en un verso final, que prolonga el segundo hemistiquio del precedente. ¿Qué fue antes, la sensación nacida directamente como imagen turbadora o la narración que la sitúa y va gestando el final? El poeta ha preferido, sin embargo, que otros poemas concluyan en un aforismo rotundo, al modo de la poesía de tradición latina (que conoce muy bien) o la usanza habitual del soneto, casi siempre encerrado en dos versos o en un verso final, que prolonga el segundo hemistiquio del precedente.