Presentación
En 1767, el escritor francés Voltaire compuso una pequeña obra titulada Las preguntas de Zapata. Según ella, un teólogo español llamado Domingo Zapata, profesor de la Universidad de Salamanca, había enviado en el año 1629 una serie de sesenta y siete cuestiones para que una junta de eminentes doctores y teólogos se las respondiera. Los interrogantes giraban en torno al Antiguo y al Nuevo Testamento. Entre ellos, Zapata preguntaba, por ejemplo: ¿cómo pudo Dios crear la luz antes que el sol, según dice el Génesis? ¿Cómo dividió la luz de las tinieblas, si estas no son otra cosa que la falta de luz? ¿Cuánto oro le ofrecieron los reyes magos al niño Jesús? ¿Jesús subió al cielo desde Betania como dice Lucas, o desde Galilea como dice Mateo? ¿O hay que creer las afirmaciones de un especialista que afirma que tenía un pie en Galilea y otro en Betania?
Las preguntas de Zapata nunca fueron respondidas por la junta de doctores. Por el contrario, luego de leerlas las hicieron quemar, y ordenaron el arresto inmediato del teólogo, el cual, después de dos años de encarcelamiento, fue quemado vivo en Valladolid en 1631.
Hasta aquí el relato de Voltaire.
Hoy se cree que el supuesto teólogo Zapata, así como sus sesenta y siete preguntas y su horrible final en la hoguera, no son más que una invención del escritor francés para burlarse del texto sagrado. Sin embargo, el librito de Voltaire nos muestra hasta dónde, a comienzos de la Ilustración, era urticante el tema de las dudas suscitadas por la Biblia, y cuán peligroso resultaba cuestionar su veracidad literal.
Actualmente la Biblia sigue suscitando interrogantes. Pero ya no es riesgoso tratar de desentrañarlos, y de averiguar cuál es el auténtico sentido de aquellos antiguos textos. Por el contrario, lo que antiguamente se consideraba una falta de fe, hoy se tiene como un signo de crecimiento y afianzamiento de la propia fe.
El presente libro es el segundo tomo de una colección destinada a responder algunas de las preguntas que los cristianos se han hecho alguna vez, y se siguen haciendo. Está dirigido a catequistas, profesores de religión, agentes de pastoral y lectores de la Biblia en general. Al igual que el primer volumen, titulado ¿Quién era la serpiente del Paraíso? …Y otras 19 preguntas sobre la Biblia, esta obra pretende poner al alcance del público no especializado algunos temas tomados de los modernos estudios bíblicos, que se encuentran poco difundidos o no han recibido la suficiente atención. Intenta así relacionar a los lectores de la Biblia con los nuevos aportes realizados por la actual exégesis bíblica, con el fin de establecer un puente entre los especialistas y el pueblo de Dios, y acercar a este a las investigaciones de aquellos.
El libro ofrece un conjunto de veinte temas, desarrollados ya por los especialistas, pero escritos ahora en un lenguaje llano y comprensible para los no iniciados. Esperamos con esto no solo aportar respuestas a algunas dudas bíblicas, sino también estimular la inquietud por la lectura de la Sagrada Escritura, ya que ella puede sernos de ayuda en tiempos turbulentos y de desánimo. Lo decía sabiamente san Pablo: «Gracias a la constancia y al consuelo que dan las Escrituras, podemos mantener la esperanza» (Rom 15,4).
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¿Por qué Dios permite los males y la muerte?
L A BOFETADA DEL FILÓSOFO
Hace 2.300 años, un filósofo griego llamado Epicuro se paseaba por las calles de Atenas planteando a los atenienses un inquietante dilema que nadie podía resolver, y que todavía hoy sigue perturbando a la gente. Epicuro decía: «Frente a la creencia en Dios y al mal que existe en el mundo, solo hay dos posibles respuestas: o Dios no puede evitarlo, o Dios no quiere evitarlo. Si no puede, entonces no es omnipotente, y no nos sirve como Dios; si no quiere, entonces es un malvado, y no nos conviene como Dios». Cualquiera de las dos respuestas hacía trizas la imagen de la divinidad.
Actualmente, frente a las calamidades que sacuden nuestro mundo, especialmente las vinculadas con la naturaleza (tsunamis, terremotos, inundaciones, erupciones volcánicas), y que arrasan ciudades enteras cobrándose miles de vidas, el dilema de Epicuro sigue resonando como una bofetada en la fe de millones de creyentes, que continúan preguntándose cómo es posible que un Dios amoroso y providente pueda permitir semejantes desgracias en la vida de sus hijos, sin intervenir ni brindar ayuda.
Epicuro, con su dilema, no pretendía negar la existencia de Dios. Solo llamaba la atención sobre la presencia del mal en el mundo. Sin embargo, su planteamiento condujo a mucha gente a abandonar la fe. Y es comprensible, ya que resulta cuanto menos escandaloso que Dios, pudiendo evitar los cataclismos que estremecen nuestro afligido mundo, no quiera hacerlo o no pueda hacerlo.
A UTOR DE INIQUIDADES
¿Se puede resolver el dilema de Epicuro? Claro que sí. En primer lugar, debemos empezar por reconocer que Dios no es el responsable de los males que nos rodean. Algo muy difícil de admitir para los cristianos, ya que, cuando uno lee el Antiguo Testamento, resulta sorprendente ver la cantidad de males que Dios envía a la gente. Innumerables episodios bíblicos describen a Yahvé, Dios de Israel, castigando a los hombres con enfermedades, sufrimientos, y hasta con la muerte misma.
Por ejemplo, él mandó el diluvio que aniquiló a casi toda la humanidad (Gn 6,7); destruyó la ciudad de Sodoma, haciendo bajar fuego y azufre sobre ella (Gn 19,24); convirtió en estatua de sal a la mujer de Lot por haber mirado hacia atrás (Gn 19,26); volvió estéril a Raquel, la segunda mujer de Jacob (Gn 30,1-2); hizo nacer tartamudo a Moisés (Ex 4,10-12); castigó con la lepra a su hermana Miriam (Dt 24,9); mató a los primogénitos de las familias egipcias (Ex 12,13); provocó las derrotas militares de los israelitas (Jos 7,2-15; Jue 2,14-15); hizo morir al hijo del rey David (2 Sm 12,15); causó la división política del reino de Israel, con todas sus consecuencias funestas (1 Re 11,9-11); dejó ciego al ejército de los arameos, cuando atacaron la ciudad de Dotán (2 Re 6,18-20); y podríamos seguir con muchos otros ejemplos.
Pero en la Biblia, Dios no solo es responsable de las enfermedades y las muertes, sino también de los desastres naturales y cataclismos. Así, fue Yahvé quien envió una invasión de serpientes venenosas para que mordieran a los israelitas cuando estaban en el desierto (Nm 21,6); quien produjo un terremoto para que acabara con todos los que se habían sublevado contra Moisés (Nm 16,31-32); quien mandó una peste sobre Israel, en la que murieron 70.000 personas (2 Sm 24,15); y quien provocó una sequía de tres años en todo el país (1 Re 17,1).
N ADA SIN QUE ÉL LO MANDE
En el Antiguo Testamento, pues, todos los infortunios, las enfermedades y hasta la misma muerte aparecen originadas por Dios. Tal convicción se halla claramente expuesta en el libro de Isaías, donde Dios le dice al profeta: «Yo, Yahvé, creo la luz y las tinieblas; yo mando el bienestar y las desgracias; yo lo hago todo» (Is 44,7). Y en el libro de Oseas el profeta exclama: «Dios nos lastimó, y él nos curará; Dios nos ha herido, y él nos vendará» (Os 6,1). Por eso el pobre salmista se siente con derecho de reclamar al Señor: «Desde mi infancia vivo enfermo y soy un infeliz. He soportado cosas terribles de tu parte, y ya no puedo más; me has mostrado tu enojo, y tus castigos me han destruido» (Sal 88,16-17).