Carl Gustav Jung - La interpretación de la naturaleza y la psique
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- Libro:La interpretación de la naturaleza y la psique
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1952
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La interpretación de la naturaleza y la psique: resumen, descripción y anotación
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EXPOSICIÓN
SABIDO es que diversas conclusiones de la física moderna, al conmover los fundamentos de la validez absoluta de las leyes naturales, convirtiéndola en relativa, operaron un cambio fundamental en nuestra imagen del mundo basada en las ciencias naturales. Las leyes naturales son verdades estadísticas, esto es, sólo son completamente válidas donde se trata de magnitudes macrofísicas, mientras que en el ámbito de las magnitudes ínfimas el pronóstico se vuelve incierto o imposible, por cuanto las magnitudes ínfimas no se conducen conforme a las leyes naturales conocidas.
El principio filosófico en el cual se basa nuestra concepción de la legalidad natural es el de causalidad. Pero si el nexo entre causa y efecto posee una validez únicamente estadística, o sea, una verdad relativa, entonces también el mismo principio de causalidad tiene, en último término, una aplicación sólo relativa para la explicación de los procesos naturales, y supone, en consecuencia, la existencia de uno o varios otros factores, necesarios para una explicación adecuada. Lo que viene a significar que el nexo vigente entre ciertos sucesos puede ser en determinadas circunstancias de índole no causal, o sea, que exige otro principio explicativo.
Desde luego, sería inútil buscar acontecimientos acausales en el mundo macrofísico, por la sencilla razón de que los hechos carentes de nexo causal y que requieren una explicación por otra vía, exceden nuestra imaginación. Pero ello en modo alguno quiere decir que no existan. Su existencia —al menos su posibilidad— se desprende lógicamente de la premisa de la verdad estadística.
El planteamiento propio de las ciencias naturales apunta a hechos regulares, y en la medida en que caen dentro de la órbita de la experimentación, susceptibles de ser reproducidos. Con eso se dejan de lado los sucesos únicos y raros. Añádase que el experimento impone a la naturaleza condiciones restrictivas, por cuanto pretende impulsarla a responder a las preguntas concebidas por el hombre. Cada respuesta de la naturaleza, por lo tanto, hállase ya influida por la índole de la pregunta planteada, no pudiendo ser el resultado final sino un producto híbrido. La llamada concepción científica del mundo basada en tales productos no puede, en consecuencia, ser otra cosa que una visión parcial que adolece de prejuicios psicológicos y en la cual se echan de menos aquellos aspectos que no por ser imposibles de registrar estadísticamente dejan de tener importancia. Parece, empero, que para registrar de alguna manera esos casos únicos o raros, no hay, por de pronto, otro recurso que las descripciones individuales igualmente “únicas”. Así se llegaría tal vez a una caótica colección de curiosidades que evocaría el recuerdo de los antiguos gabinetes de las ciencias naturales, donde al lado de fósiles y monstruos anatómicos se hallaba también el cuerno del unicornio, la raíz de mandrágora que semeja la figura de un hombrecito y una sirena desecada. Las ciencias naturales descriptivas, sobre todo y en primer término la biología, conocen muy bien tales “casos únicos”, y para ellas basta, por ejemplo, un solo ejemplar de algún ser vivo, por inverosímil que éste sea de por sí, para demostrar su existencia. Concedamos, sí, que en tal caso multitud de observadores tienen oportunidad de convencerse, por sus propios sentidos, de la existencia de semejante criatura. Mas donde se trata de acontecimientos efímeros que no dejan otros rastros demostrables que los del recuerdo conservado en algunas cabezas, allí ya no es suficiente un único testigo, y ni siquiera varios de ellos bastan para dar credibilidad incondicional a un acontecimiento único. Sabemos demasiado bien cuan poca confianza merecen las afirmaciones de testigos. En ese caso se impone imperiosamente la necesidad de indagar si el suceso, único al parecer, es realmente único en la experiencia, o si acaso se han producido acontecimentos iguales, o por lo menos similares, en otro lugar. El consensus omnium desempeña aquí un papel psicológicamente muy importante, pero empíricamente algo dudoso, ya que sólo en casos excepcionales demuestra ser valioso para establecer hechos. La ciencia empírica no dejará de tenerlo en cuenta, pero no debe reposar en él. Acontecimientos únicos, transitorios y cuya existencia no cabe negar, pero tampoco demostrar con medio alguno, nunca podrán ser objeto de la ciencia empírica. Sucesos raros, en cambio, pueden muy bien serlo, toda vez que haya un número considerable de observaciones individuales confiables. La posibilidad de tales hechos no interesa en modo alguno a ese propósito, puesto que el criterio de lo que es posible se deriva en cada caso de un supuesto de la razón condicionado temporalmente. No hay leyes naturales absolutas cuya autoridad podríase invocar a fin de apoyar en ellas los propios prejuicios. Lo único que en rigor puede pedirse es un número lo más elevado posible de observaciones individuales. Si ese número, considerado estadísticamente, se mantuviera dentro de los límites de la probabilidad del azar, se habrá demostrado estadísticamente que se trata de una casualidad, pero no por ello se habrá aportado una explicación. Trátase simplemente de una excepción a la regla. El número de síntomas de un complejo, por ejemplo, puede ser menor al número probable de trastornos que cabe esperar en el experimento de asociación, pero eso no justifica en modo alguno la suposición de que en tal caso no existe ningún complejo. Sin embargo, ello no impidió que en el pasado los trastornos reactivos se consideraran meras casualidades.
Aunque, en biología especialmente, nos movemos en una esfera donde las explicaciones causales a menudo parecen muy poco satisfactorias —y por cierto, casi imposibles—, no nos ocuparemos de los problemas de la biología, sino más bien de la cuestión de si hay algún campo general en el que los acontecimientos acausales no sólo son posibles sino también hechos reales.
Ahora bien, hay en nuestra experiencia un campo de inmensa amplitud, cuya extensión equilibra, por así decirlo, la del dominio de la causalidad: es el mundo del azar. En ése, los hechos casuales, los que ocurren por azar, parecen no tener conexión causal con hecho coincidente alguno. Debemos, por lo tanto, examinar en primer término la naturaleza y la concepción del azar. El azar, suele decirse, obviamente ha de ser susceptible de explicación causal y sólo se lo denomina “azar” o “coincidencia” porque su causalidad no se ha descubierto hasta ahora. Puesto que por la fuerza del hábito se mantiene firme la convicción de la validez absoluta de la ley de causalidad, tal explicación del azar se juzga suficiente. Pero si la validez del principio de causalidad es sólo relativa, impónese la conclusión de que, si bien la gran mayoría de los hechos casuales podría admitir una explicación causal, subsisten multitud de ellos que no manifiestan conexión causal alguna. Nos hallamos, pues, frente a la tarea de pasar revista a los hechos casuales para distinguir los acausales de los que admiten una explicación causal. Desde luego, cabe suponer que el número de hechos explicables por vía causal superará con mucho al de acontecimientos sospechosos de acausalidad, lo que da lugar a que un observador superficial o prejuiciado pase con facilidad por alto fenómenos acausales relativamente raros. Tan pronto llegamos a tratar con el azar, se nos impone la necesidad de registrar numéricamente los acontecimientos en cuestión.
La investigación del material empírico no puede realizarse sin un criterio de diferenciación. ¿Cómo discernir las conexiones acausales dentro de los acontecimientos puesto que no es posible investigar la causalidad de todos los hechos casuales? Cabe responder que podrá suponerse la existencia de sucesos acausales sobre todo allí donde, a la reflexión detenida, una conexión causal parece ser inconcebible. Citaré como ejemplo el fenómeno de la “duplicidad de los casos”, bien conocido por los médicos. Ocasionalmente trátase incluso de una triplicidad o aun más, de suerte que Kammerer pudo hablar de una “ley de la serie”, de la cual proporciona gran número de ejemplos excelentes. En la mayor parte de tales casos no existe ni la más remota probabilidad de una conexión causal entre los sucesos coincidentes. Por ejemplo, cuando compruebo que mi boleto de tranvía lleva el mismo número que la entrada para el teatro que compro inmediatamente después, y luego recibo todavía en la misma noche Una llamada telefónica durante la cual se me da idéntico número como perteneciente al teléfono de la persona que me llamó, se me hace sobremanera inverosímil suponer una conexión causal, y ni con los vuelos más atrevidos de mi fantasía sería capaz de imaginarme semejante conexión, si bien es evidente que cada acontecimiento debe tener su propia causalidad. Por otra parte, sé que los hechos casuales tienen una tendencia a la
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