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Carlos Fonseca - Trece Rosas Rojas y la Rosa 14

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Carlos Fonseca Trece Rosas Rojas y la Rosa 14
  • Libro:
    Trece Rosas Rojas y la Rosa 14
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    2004
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Trece Rosas Rojas y la Rosa 14: resumen, descripción y anotación

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Título original: Trece Rosas Rojas y la Rosa catorce

Carlos Fonseca, 2004

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Trece chicas siete de ellas menores de edad murieron fusiladas la madrugada - photo 1

Trece chicas siete de ellas menores de edad murieron fusiladas la madrugada - photo 2

Trece chicas, siete de ellas menores de edad, murieron fusiladas la madrugada del 5 de agosto de 1939 contra las tapias del cementerio del Este de Madrid. Su delito: ser «rojas». Este año se cumple el 75 aniversario de aquellos hechos y el décimo de la primera edición de este libro. El que tiene en las manos es una versión ampliada que recupera la figura de la Rosa 14, a la que una errata mecanográfica en la orden de ejecución, Antonio por Antonia, salvó de ser fusilada con sus compañeras.

Descubierto el error, fue ejecutada seis meses más tarde, en febrero de 1940.

No hay ficción. Los archivos militares, los penitenciarios, los del PCE y sobre todo las voces de quienes vivieron estos trágicos hechos trasladan al lector al Madrid de los primeros días de la posguerra, una ciudad víctima del odio y la revancha de los vencedores. La brutal represión franquista y un enigmático crimen condujeron a aquellas jóvenes idealistas a la muerte. «Que mi nombre no se borre en la historia», dejó escrito Julia Conesa, de diecinueve años, una de las Trece Rosas, en la carta de despedida a su familia. Este testimonio es la mejor forma de evitar el olvido. Tras años de ardua investigación, Carlos Fonseca recupera con toda su crudeza un episodio que permanecía en la memoria colectiva de quienes perdieron la guerra. Con la Rosa 14 completa la historia más conmovedora de la guerra civil.

Carlos Fonseca Trece Rosas Rojas y la Rosa 14 Edición de 2014 ePub r10 - photo 3

Carlos Fonseca

Trece Rosas Rojas y la Rosa 14

Edición de 2014

ePub r1.0

Titivillus 13.11.15

Tristes armas

si no es amor la empresa.

Tristes, tristes.

Tristes armas

si no son las palabras.

Tristes, tristes.

Tristes hombres

si no mueren de amores.

Tristes, tristes.

MIGUEL HERNÁNDEZ

Cancionero y romancero de ausencias

(1938-1941)

Venceréis, pero no convenceréis.

Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta,

pero no convenceréis,

porque convencer significa persuadir.

Y para persuadir necesitáis algo que os falta:

razón y derecho en la lucha.

MIGUEL DE UNAMUNO

11
La redada

Cómo consiguieron dar con él es un misterio. Apenas salía a la calle y en aquel inmueble nadie le conocía. Quizá fue eso. La extrañeza de un vecino ante un inquilino desconocido, o tal vez la delación de un compañero que perdió las convicciones por la presencia intangible del miedo. Fuera cual fuese el motivo, allí estaba aquella jauría de policías y falangistas, pistola en mano y en un clamor de voces e imprecaciones. Era la madrugada del 11 de mayo cuando le sacaron a empujones de la cama: aturdido por el sueño interrumpido, y asustado por aquella manada de hombres que le zahería y le golpeaba mientras bramaban por la pieza cobrada. Bajó las escaleras a empellones, intentando recomponer la dignidad del derrotado. Descalzo, pugnaba por mantener el equilibrio mientras forcejeaba con los botones de la camisa y el cinturón del pantalón para no salir desnudo a la calle.

Ahora le harían hablar, que explicara lo que tramaba y que diera, uno a uno, los nombres y direcciones de todos los que estaban con él en la conjura. Le montaron en uno de los coches que esperaba junto a la acera, y el estruendo se perdió al final de la calle, diluido en la oscuridad de la noche. Habían pillado a un jefe comunista a una semana del desfile de la victoria y eso compensaba tanta vigilia patriótica en busca del enemigo.

El Caudillo había anunciado su traslado a Madrid, y la capital se preparaba para los fastos que habrían de dar realce a la victoria. El ministro de la Gobernación, Ramón Serrano Súñer, había hecho pública en Burgos una orden que anticipaba lo que habría de ser la mayor celebración desde el fin de la guerra.

«Alcanza la guerra el término simbólico y la victoria su más alta coronación con la entrada oficial del Caudillo en Madrid.

»España dispone la celebración solemne de este día en que la Patria siente el orgullo de su unidad, lograda por el unánime sacrificio, y ve como promesa cierta de un porvenir glorioso el desfile ante su Caudillo de un Ejército triunfador y de un pueblo hecho armada milicia. Renuévense en él, por la virtud fecundadora de una sangre heroica y creyente, las mejores glorias militares de nuestro siglo; se abren cauces inéditos para futuras empresas por el ímpetu ambicioso de una revolución nacional en marcha, y gózase el español viendo el universal reconocimiento de su nombre levantado por el Caudillo, que convirtió en Victoria el Alzamiento e hizo de la lucha incierta nuestro seguro triunfo.

»Por cuanto significa alegría nacional por la liberación de nuestras tierras y gentes y victoriosa confirmación de nuestra fe en el destino de la Patria, este día será celebrado conforme a las disposiciones siguientes:

»1.º Se establece el denominado “Día de la Victoria” para el 19 de mayo de 1939.

»2.º El día 18, vigilia de la celebración, cumplirán las provincias españolas festividades religiosas, desfiles y fiestas populares en las que participen todos los hombres.

»El día 19, dedicado a la celebración en Madrid, se dará lectura en las plazas mayores de todas las ciudades, pueblos y aldeas de España a la proclama que dirigió el general Franco el 19 de julio de 1936, al tomar el mando del Ejército de África, y el último parte de guerra del Cuartel general del Generalísimo.»

José Pena Brea fue conducido a la comisaría del Puente de Vallecas. En aquellos primeros meses de posguerra era habitual que los detenidos fueran trasladados al destacamento policial o militar más próximo, donde se les tomaba declaración para obtener de ellos cuantos datos sirvieran para capturar a otros compañeros. Allí podían permanecer días, e incluso semanas, sin ningún tipo de garantías, antes de ser ingresados en prisión. Algunos pasaban antes por el edificio que la Dirección General de Policía Urbana tenía en la calle Jorge Juan, en el que estaba instalado también el Tribunal Militar número 8, donde agentes «especializados» en la lucha contra la subversión los sometían a nuevos interrogatorios y torturas. Algunos se perdían por el camino y aparecían muertos en un descampado, otros se «suicidaban» en dependencias policiales, y quienes conseguían entrar en prisión lo hacían, por lo general, en un estado físico lamentable. Pero ni siquiera en ese momento terminaba su suplicio, ya que podían ser llamados en cualquier momento «a diligencias», lo que suponía su excarcelación, sin fecha fija de regreso, para ser sometidos a nuevos interrogatorios por policías, militares o falangistas. Cualquiera que tuviera datos incriminatorios sobre el detenido podía reclamar su entrega. Después había que eludir la muerte en los consejos de guerra sumarísimos que se celebraban a diario en la plaza de las Salesas, aunque fuera a cambio de una condena a treinta años. Salvar la vida a cualquier precio.

Un mes exacto había durado la libertad de José Pena Brea. El 10 de abril había llegado a Madrid desde Valencia tras ser excarcelado, y el 11 de mayo se encontraba de nuevo en manos de los nacionales. Sabía que la ortodoxia del partido obligaba a mantener silencio sobre el mismo y a no desvelar dato alguno que pusiera al enemigo sobre la pista de otros compañeros. Hacerlo, aunque fuera bajo el más atroz de los castigos, era considerado una traición, una muestra de debilidad ideológica. José quiso pero no pudo. ¿Dónde está el límite del dolor físico a partir del cual un hombre deja de ser él? ¿Dónde el contorno del miedo insuperable? Se derrumbó y contó lo que sabía para acabar con aquel suplicio. Primero, de forma escueta, y después, con todo detalle. Aquellos hombres feroces tenían suficiente rencor para hacerle hablar al precio que fuera. Y descubrió en su cuerpo que la crueldad humana no tiene límites ante el dolor ajeno, ante el sufrimiento del que llaman enemigo. La muerte parece entonces un final deseado, un desconocido al que nunca te atreverías a dirigir la palabra y al que ahora quisieras abrazar.

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