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Carlos Fonseca - Mañana cuando me maten

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Carlos Fonseca Mañana cuando me maten
  • Libro:
    Mañana cuando me maten
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2015
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Mañana cuando me maten: resumen, descripción y anotación

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Luz

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A mis hermanos, Antonio y Óscar,

compañeros en el viaje de la vida.

«Lo contrario del olvido no es la memoria, sino la verdad».

JUAN GELMAN

ALGUNAS EXPLICACIONES PREVIAS

H an transcurrido cuarenta años desde los últimos fusilamientos del franquismo el 27 de septiembre de 1975 y es probable que muchos de quienes nacieron tras la muerte del dictador no conozcan este episodio o, en el mejor de los casos, tengan una vaga referencia de él. Muchos de quienes vivieron aquel suceso han fallecido, el acceso a los documentos oficiales de la época es aún muy restringido, por criterios cuanto menos discutibles, y el paso del tiempo, que conduce inexorablemente al olvido, ha hecho el resto. Se cumple así el deseo inconfesado de los verdugos: que parezca que nada hubiera ocurrido.

Los historiadores son escépticos sobre el valor historiográfico del testimonio oral y consideran más fiables las fuentes documentales. Es cierto que la memoria es un proceso de selección de recuerdos y que el filtro de la vivencia personal acomoda los hechos a la percepción de cada uno, pero la historia no deja de ser la suma de las experiencias individuales de un colectivo. La memoria no es infalible, pero tampoco lo son los documentos, muchos de ellos meros depositarios de relatos falsos y mentiras interesadas. Solo de la suma de fuentes orales y escritas surge la historia real, no como verdad absoluta, sino como aproximación a ella. De unas y otras se nutren estas páginas, que aspiran a reconstruir el acontecimiento más trágico del final del franquismo con las armas del periodismo narrativo, que Leila Guerriero define como «aquel que toma algunos recursos de la ficción para contar una historia real y que, con esos elementos, monta una arquitectura tan atractiva como la de una buena novela o un buen cuento». Sin olvidar nunca que el periodismo es una incesante búsqueda de la verdad. He rastreado en lo que otros escribieron antes, he hurgado en los archivos militares hasta donde me dejaron, he hablado con quien aceptó mis preguntas, y he escuchado a quienes quisieron contarme algo.

Dicho lo que antecede, ningún acontecimiento se puede disociar del contexto en el que se produce. Tampoco este si queremos entender las razones que llevaron a un puñado de jóvenes de veinte años a empuñar las armas para combatir a la dictadura, convencidos de que contra un régimen que asesinaba no cabía otra opción que responder con la violencia. No se trata de justificar lo que hicieron, sino de comprender por qué lo hicieron. Xosé Humberto Francisco Baena Alonso, José Luis Sánchez-Bravo Solla, Ramón García Sanz, Jon Paredes Manot, Txiki, y Ángel Otaegui Etxebarria serán para unos luchadores antifranquistas que dieron su vida por la libertad y para otros simples terroristas que pagaron con ella las que antes habían arrebatado. El profesor de Filosofía del Derecho José Manuel Rodríguez Uribes sostiene que el terrorismo, en un sentido estricto, solo puede darse en sociedades democráticas, y que en caso contrario estaremos hablando de fenómenos de resistencia o de insurgencia frente a la tiranía, lo que no presupone en todos los casos su justificación.

Cometieran o no los delitos por los que fueron ajusticiados, la consulta de los más de dos mil folios de los procesos que se instruyeron contra ellos no deja lugar a la duda: fueron víctimas de un simulacro de justicia que los sentenció antes de juzgarlos. Las pruebas fueron obtenidas mediante torturas o burdamente manipuladas y se les privó de las mínimas garantías de defensa. Lo suyo fue un asesinato legal sin paliativos. Si la pena de muerte es despreciable en sí misma, más aún lo es cuando en torno a ella se oficia una mascarada que intenta dotarla de legitimidad.

ETA surgió a finales de los sesenta en un contexto de creciente contestación social contra el franquismo, pero su actividad armada no se dirigió exclusivamente contra la dictadura, sino que también lo fue a favor de la independencia del País Vasco, lo que explica su pervivencia tras la muerte del dictador y la recuperación de la democracia. El FRAP, en cambio, nació para combatir la última etapa de la dictadura e impedir que la muerte del dictador diese paso a un franquismo sin Franco y, a diferencia de ETA, las elecciones de 1977 supusieron su desaparición. Las dos organizaciones asesinaron, pero esta obviedad no puede ocultar que la dictadura también lo hizo.

Los manifestantes que murieron por «disparos al aire» de la policía o por la actuación consentida, cuando no alentada, de grupos ultraderechistas; los detenidos que fueron torturados para obtener de ellos declaraciones autoinculpatorias o testimonios que incriminaran a otros compañeros; los opositores condenados a largos años de prisión por defender la democracia y los ajusticiados por tribunales militares fueron todos víctimas del uso ilegítimo de la violencia por parte del Estado. El filósofo Slavoj Zizek dice que existe una violencia subjetiva, directa, perpetrada por individuos y grupos organizados, y una «violencia sistémica inherente al sistema, que no es solo violencia física directa, sino también sutiles formas de coerción que imponen relaciones de dominación y explotación, incluyendo la amenaza de la violencia». La dictadura recurrió a ambas.

Vivimos en un país con partidos políticos que se niegan a condenar el franquismo, a anular sus consejos de guerra para no generar «inseguridad jurídica», a desenterrar de las cunetas a sus asesinados y a recuperar la memoria de quienes dieron su vida por defender la democracia ganada en las urnas. Defienden que no conviene revolver en el pasado ni reabrir viejas heridas, cuando de lo que se trata es de recuperar nuestra historia y cerrar las heridas abiertas con la verdad. La Ley de Memoria Histórica de diciembre de 2007 dice que «nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia para imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática». El texto legal proclama el carácter injusto de todas las condenas, sanciones y expresiones de violencia personal producidas por motivos políticos o ideológicos durante la Guerra Civil y la dictadura, y declara ilegítimos el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo, el Tribunal de Orden Público (TOP), los tribunales de responsabilidades políticas, los consejos de guerra y las condenas que todos ellos impusieron contra civiles, por ser contrarios a derecho y vulnerar las más elementales exigencias del derecho a un juicio justo. Pero los enunciados se quedan en simple retórica si no van acompañados de decisiones, de hechos.

La ley enuncia entre sus objetivos los de recuperar, reunir, organizar y poner a disposición de los interesados los fondos documentales que puedan resultar de interés para el estudio de la dictadura, así como fomentar la investigación histórica del franquismo y la Transición. Un hermoso propósito que los hechos se encargan de refutar. Investigar sobre nuestra historia reciente sigue siendo un propósito plagado de obstáculos legales, llevados en ocasiones al ridículo. Así, la Ley de Patrimonio Histórico establece que los documentos que contienen datos policiales o procesales que puedan afectar al honor, a la intimidad o a la imagen de las personas no pueden ser consultados sin el consentimiento de los aludidos o hasta que hayan transcurrido veinticinco años desde su muerte. Si esta no es conocida, el plazo se amplía hasta el medio siglo desde la fecha en que fueron emitidos. Pero ¿quién establece, y con qué criterios, que determinada documentación histórica invade dichos derechos? Si de algo son fedatarios los procesos judiciales instruidos durante el franquismo contra los opositores políticos es de su arbitrariedad. Siendo así, su consulta y estudio con fines históricos no puede contribuir a otra cosa que a la restitución de la memoria de las víctimas, no a su agravio.

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