Alberto Fausto - La anatomía de las rosas rojas
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- Libro:La anatomía de las rosas rojas
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- Año:2016
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La anatomía de las rosas rojas: resumen, descripción y anotación
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ALBERTO FAUSTO
LA ANATOMÍA DE LAS
ROSAS ROJAS
PRÓLOGO
He visto sucesos extraordinarios. He presenciado la vida y he conocido la muerte en toda su magnitud. He visto estrellas corrientes volverse fugaces, a riesgo de desintegrarse en el espacio. He comprendido la ductibilidad de la materia, y he admirado las formas de la perfección etérea. He perpetrado horrores insondables, y he tornado la realidad en mentiras soportables. He cuestionado lo incuestionable y he puesto en tela de juicio la anatomía de las rosas rojas.
¿Qué es lo que las hace tan extraordinarias? ¿Qué hace que el rojo carmín se apodere de sus pétalos, en ocasiones incluso suntuosos? ¿Qué se esconde tras los tallos cetrinos, tras los nudos de sus frágiles troncos, que soportan el arduo invierno aferrándose a la tierra? Resulta enigmática su belleza envenenada, su apariencia afable, que amaga innumerables espinas, advirtiendo que nadie ose tocarlas.
Su esplendor es tal, que he visto a hombres tratar de seguir sus pasos, siendo ángeles a la luz del sol y encerrándose para sí mismos en la noche, como la flor que se guarda de sus propios demonios cuando el crepúsculo se apodera del firmamento. El desconocimiento de los porqués corrompe al ser humano, que se afana en ocultar sus marcadas debilidades, y las almas malogradas se ceban en una burda demostración del mal en toda su esencia.
No hay colores distintivos en este tablero de ajedrez, en el que hoy es negro lo que mañana es blanco. Y el bien y la iniquidad prosiguen su perpetua lucha enzarzada, en la que no hay ya consecuencias para causas que fueron olvidadas, ni premio para los siempre falsos y solo momentáneos vencedores.
Extraños y maquiavélicos mecanismos son los que rigen este mundo, en el que se trata con la misma impunidad la bondad que la injusticia, y extraña es la morfología de las rosas rojas, y lo que hace posible que crezcan preciosas entre la mala hierba.
PARTE PRIMERA
LA EXTRAÑA PAREJA
No es que destacase entre la plebe. Sarah Trelis era otro mero proyecto de persona, que deambulaba por las calles ajetreadas de la henchida ciudad. No había nada en su forma de actuar, que la diferenciase del resto de almas mecánicas y reiterativas que abarrotaban las aceras grises. Era el producto de una sociedad insensibilizada, que no daba a las nuevas generaciones lo que había recibido a duras penas de las pasadas. Un ente condenada a las tonalidades intermedias, a ser incapaz de resaltar entre la muchedumbre ávida de protagonismo. Aquel día, sin embargo, había sido escogida.
No se podía decir de Sarah que fuese una persona de fuerte carácter, ni que tuviese el aplomo necesario para afrontar los problemas cotidianos del día a día. Rara vez entraba en discusiones, y su respuesta a casi cualquier estímulo era la indiferencia. Le hubiese gustado incluso ser la rara, la que todos señalan con el dedo mientras murmuran entre dientes, aunque tristemente ni siquiera contaba con eso. Pasaba desapercibida entre las masas, que solo se detenían alguna vez ante su dulce y carismática belleza física, para admirar sus cabellos de un rubio pálido natural y sus ojos azules, que captaban toda la atención de su rostro siempre inexpresivo.
A veces ella misma se preguntaba qué demonios le pasaba, por qué había escogido ser de ese modo, actuar como actuaba... Siempre llegaba a la misma conclusión: La falta de interés, la ausencia de motivación por un mundo superficial que en muy pocas ocasiones merecía la pena. Pasaba las horas en silencio escondida en su habitación, enfrascada en sus propios pensamientos, y estudiando nuevas jugadas en un desgastado ajedrez que su padre le había regalado. Le fascinaba la cantidad de posibilidades que se le presentaban a uno al comenzar una partida, y le divertía jugar contra si misma, tratando vehementemente de no dejarse ganar y llevar las piezas al límite, de crear la partida perfecta.
Con los años se había convertido en su verdadera y única vía de escape, y en su desesperado intento de no rendir cuentas a nadie, aparte de a las propias piezas del tablero. Las partidas podían extenderse durante horas y horas, sobre todo cuando jugaba contra su contrincante favorito; su padre, que probablemente fuese el causante de muchas de las actitudes extrañas que ahora adoptaba. Y aunque lo sabía, no le importaba, ni hizo nunca nada para cambiarlo.
Era una persona cuya descripción no resultaba demasiado apasionante, y no obstante, y a pesar de todo, había sido la escogida. Quizás porque todo lo anteriormente dicho no tenía en realidad ninguna relevancia. Quizás porque la hermosa y poco enigmática Sarah Trelis, tan solo tenía doce años.
Su más temprana infancia había sido algo tortuosa, sobre todo teniendo en cuenta que su madre había resultado ser una de esas contadas mujeres carentes de instinto maternal, y los había abandonado cuando solamente tenía ocho años, para largarse al extranjero de la mano de un adinerado empresario, cuyo nombre Sarah nunca se había atrevido a preguntar.
Su padre era encargado en una fábrica de zapatos, un puesto que no estaba mal cuando lo consiguió a los treinta años, pero en el que se había quedado estancado durante ya excesivo tiempo. Y la niña comenzó a comprender demasiado pronto las reglas que regían el mundo en el que le había tocado vivir, al comprobar con que impunidad y poco cargo de conciencia se había marchado su progenitora.
Amadeo Trelis era un hombre sencillo, y siempre había cuidado de ella lo mejor que había podido. El sueldo que ganaba en la fábrica era más que suficiente para que ambos llevaran una buena vida, y no era el dinero lo que le preocupaba, sino el ver como el día a día hacía de su hija una pequeña desconocida, cada vez más extraña y reservada, y demasiado recelosa para la corta edad que tenía.
La convivencia con la muchacha no era del todo ordinaria. En ocasiones le parecía vivir con una extraña, con una persona adulta que tenía demasiadas cosas que esconder, y no era fácil describir la clase de detalles que hacían que Amadeo en ocasiones tuviese estos pensamientos, eran minucias sutiles que pasarían desapercibidas a los ojos de cualquier persona corriente, pero que él captaba perfectamente, tratándose de su hija.
Por mucho que se esforzase, le era imposible hacerla sonreír o arañarle unas pocas palabras de afecto. Parecía como si la pequeña se hubiese encerrado a si misma en una coraza imaginaria, desligándose de todo cuanto la rodeaba. Y tan solo era durante aquellos torneos de ajedrez, cuando parecía ligeramente agitada o emocionada por algo.
Dándose cuenta de ello, el hombre se interesó sobremanera por el juego. Nunca hubiese imaginado que aquel tablero que le regaló casi por casualidad, fuese a convertirse en el único hábito más o menos normal dentro de su vida. Y ahora, algo desesperado por creer que la perdía poco a poco, ponía todo su empeño en estudiar las reglas, para sorprenderla con nuevas estrategias o hablarle sobre los grandes jugadores, tratando de complacerla.
Ella simplemente escuchaba con suma atención, y siendo lo más que el hombre había logrado, se resignaba a repetir el sistema, preguntándose qué habría en realidad en esa pequeña cabeza, que a veces parecía esconder mucho más de lo que a simple vista se intuía. Después, jugaban una partida, casi en completo silencio, y era fascinante la seriedad con la que ambos comenzaban a plantearse cada movimiento.
A la edad de nueve años, ella había logrado ganarle por primera vez, y aunque él tuvo que pasar horas convenciéndola de que no se había dejado, la partida había sido totalmente lícita. A partir de ese momento, y para ser certeros, le había sido prácticamente imposible vencerla de nuevo, y debía esforzarse más y más por mantener a raya su audacia durante unos minutos, antes de que su rey se viese totalmente acorralado, con dificultad para darse cuenta de cómo había sucedido nada.
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